Ver Viajes del Mundo en un mapa más grande

viernes, 6 de abril de 2018

RACISMO EN EEUU. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

RACISMO EN EEUU. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

    "Una estudiante de Nashville, una muchacha pelirroja con la cara pecosa, se puso a hablar conmigo en ruso. Su padre era negro y su madre de Odesa; ella se llamaba Lilian Valtfield. A simple vista nadie la habría tomado por negra, pero su pasaporte decía: «De color».
Nos acercamos a visitar la presa de Tennessee: una construcción enorme realizada por Roosevelt. Esta central eléctrica había transformado la economía de los estados del Sur. Admiraba las carreteras, las casas, los parques, pero en todas partes veía la inscripción «For coloured» y pensaba con aire lúgubre que era mejor dar la espalda a esta técnica maravillosa si iba asociada a semejante desprecio por el hombre.
    Mientras nos dirigíamos al Sur, Bill Benedíktovich me contó cómo funcionaba en Estados Unidos la instrucción pública y cuánto dinero se gastaban en sanidad los ciudadanos. En Misisipi vi cómo vivían los negros que tenían arrendada una pequeña extensión de tierra o los trabajadores agrícolas. En chabolas oscuras hormigueaban familias numerosas, y todos dormían en el suelo. Nos encontramos con muchos analfabetos: no había suficientes escuelas para negros, vimos a personas a las que nunca había examinado un médico, pues una visita costaba lo que ganaba una familia entera en tres meses.
    El cordial propietario de una gran plantación, que nos ofreció manjares del Sur, nos dijo: «Conmigo los negros están bien. Incluso los dejo ir a la iglesia».
    Sam Grafton salió impresionado de una choza de aspecto miserable: nunca había estado en el Sur. Le dije: «Ve, yo también he sido útil en algo. Gracias a mí el Tío Sam ha conocido al Tío Tom». Nelson también visitaba el Sur por primera vez y se sentía abrumado: ya no hablaba de asistencia médica ni de instrucción pública.
    Pienso en el río Misisipi, largo, amarillo brillante; en las viejas fábricas donde vivían los héroes «poetizados» de Mitchell, y recuerdo una comodidad y un bienestar con los que nuestra Saltichija[1] ni siquiera soñó, y las chozas oscuras, hediondas, el corrosivo olor humano, el hambre en el reino de la abundancia, un trabajo inhumano y además acompañado de reiterados insultos: «¿Adónde vas, sucio negro?». (Oí estas palabras en una parada de tranvía: no había sitio en la plataforma, mientras que los vagones en los que sólo tenían derecho a viajar los blancos estaban casi vacíos).
    Siempre es difícil asistir al dolor, a la miseria y a la pobreza del prójimo; me he dado cuenta más de una vez en casa, en España, en la India. Pero sólo una vez en mi vida me he sentido ultrajado por la humillación de alguien. Ocurrió en Nueva Orleans, donde estaba invitado a una casa agradable, entre personas buenas e instruidas, conocidos de Gilmore. Uno de los invitados, un hombre alto y rubio, resultó ser arquitecto. Hablamos de urbanismo, de Le Corbusier, luego de pintura. Me atormentaba la sed, hacía un calor insoportable. ¿Por qué no íbamos al bar de al lado para proseguir la conversación? Nadie apoyó mi propuesta. Media hora después pedí un vaso de agua. El arquitecto se levantó: era hora de irse a casa. Cuando salió, la anfitriona me explicó que según el pasaporte era coloured y, por tanto, no podía entrar en el bar, dado que en la ciudad lo conocían. Me sentí avergonzado: le había puesto en una situación difícil. Se me habían pasado las ganas de beber y, a decir verdad, también las de vivir.
    Otra vez experimenté una terrible sensación de vergüenza, cuando una mulata de piel muy clara me contó que un mozo de cuerda, sin intuir que era «de color», la había acomodado en un vagón para blancos; el tren se había puesto en marcha, y a ella no le dio tiempo a salir. Un blanco llamó entonces al mozo del vagón y le ordenó que sacara a aquella mujer «de color». La chica no parecía en absoluto una mulata; el mozo, compasivo, le susurró: «Le he explicado que es usted judía y que por eso tiene el cabello negro». Entre risas, la muchacha concluyó su relato: «Y yo estaba tan asustada que no me podía mover». En aquel momento me avergoncé por primera vez de ser judío: me habría gustado ser un judío negro.
(...)
    En el Birmingham industrial muchos negros trabajaban en las fábricas metalúrgicas. Entramos en casa de un obrero negro; vivían en la miseria, pero con decoro; en una pequeña habitación vivían cinco personas. Nos pusimos a hablar del trabajo y de la vivienda. Luego le pregunté qué relación tenía con sus compañeros blancos. «En el trabajo bien». «¿Frecuenta a alguno de ellos?». «No». «¿Y van a su casa?». «Nunca. Usted es el primer blanco que pone un pie en esta casa».
    En Nueva Orleans visité el sindicato de los marinos. El secretario me mostró la sede y me comentó que a su sindicato lo tachaban de «rojo»: los negros asistían a las asambleas generales, mientras que en otros sindicatos había secciones especiales para los coloured. «Aquí están los puestos reservados para los negros», dijo el secretario. Los bancos no eran peores que los otros, pero los negros se sentaban aparte.
    Recuerdo una conversación larga y sincera con el abogado Robertson. Era un buen hombre al que le indignaba la discriminación racial y se esforzaba en ayudar de todas las maneras posibles a los negros. Me habló de condenas monstruosas. Una mujer se había prendado de un negro de nombre Willy McGee, un camionero. Lo dejaba entrar en su casa, las vecinas chismorreaban al respecto. Un día el marido llegó de improviso, y la mujer se puso a gritar: «¡Socorro, me están violando!». Todos, incluidos los jueces, sabían que la mujer mentía, pero en el tribunal nadie despegó los labios. En vano trató el abogado de salvar a Willy McGee, que fue condenado a pena de muerte. En la pequeña ciudad de Albertville, seis blancos habían violado a una negra; todos sabían que eran culpables, pero los habían absuelto. Robertson citó también otras causas judiciales en el estado de Misisipi. Le pregunté a qué se debía, según él, la vigencia del racismo. Respondió: «Me desagrada tener que admitirlo, pero nos lo inculcan desde niños, estamos todos intoxicados. En casa tenemos una empleada negra, a la que mi mujer y yo tratamos bien. Hace poco dio a luz, y llamamos al médico. Fuimos a ver al niño y de pronto me sorprendí pensando: “Sí, es un ser vivo, pero no es blanco”. ¡Me doy asco a mí mismo!».
    Me di cuenta de que todo iba más allá de la terrible epopeya de Hitler. Es cierto que en Estados Unidos no hubo un Auschwitz ni un Treblinka. Y los casos de linchamiento cada vez eran más escasos. No obstante, en 1946, en los estados del Sur estaban vigentes unas leyes que recordaban muchísimo a las de Globke (que hasta hace poco había ocupado un cargo muy importante en la Alemania Occidental). Pero los esclavistas del Sur no eran innovadores. Siete párrafos de la ley promulgada en el siglo  XII por el rey Alfonso X de Castilla y León —conocido como el Sabio y que, en efecto, protegía la astronomía y otras ciencias— proclamaban la discriminación entre cristianos y judíos y establecían para los segundos restricciones muy similares a las que existían, en pleno siglo  XX, para los negros en los estados meridionales de Estados Unidos.
(...)
    Me preguntó adónde me disponía a ir. Respondí que al cabo de dos días viajaría al Sur: quería conocer las condiciones de vida de los negros. Einstein dijo: «Viven en condiciones terribles. ¡Es una vergüenza! Las acciones de los gobiernos de los estados sureños incurren en algunos puntos de la Ley de Acusación de Núremberg». Unos minutos después, en el jardín, donde un fotógrafo comenzó a atormentarnos, Einstein me contó que, mucho tiempo atrás, una estadounidense joven y hermosa que defendía la discriminación racial le formuló una pregunta muy común en Estados Unidos: «¿Qué diría si su hijo quisiera casarse con una negra?». Le respondí: «No lo sé. Querría conocer a la novia. Pero si mi hijo me dijera que va a casarse con usted, sin duda perdería el sueño y el apetito». (En sus ojos apareció un brillo desafiante)."

No hay comentarios: