EL MAL FUSILAMIENTO DE MIGUEL GILA. Y ENTONCES NACÍ YO, de Miguel Gila
"Los moros nos quitaron las cazadoras o los tabardos, la manta y las botas, luego nos ordenaron sentarnos en el suelo, bajo la lluvia. Una mujer, que tendría unos treinta años, salió de una casa gritando vivas a Franco, los moros llegaron hasta ella, la metieron en la casa y sus vivas a Franco se convirtieron en gritos desgarradores. Instantes después, los moros salían satisfechos, habían violado a la mujer y llevaban en las manos gallinas, botellas de vino y algunos objetos robados con el “ábrete Sésamo” de los vencedores de batallas. Dicen, o decían, nunca supe si esto era cierto o no, que los mandos de la división del general Yagüe, cuando sus tropas tomaban un pueblo les daban veinte minutos para apropiarse del botín que encontrasen en el lugar conquistado. Ni lo puedo asegurar ni lo puedo desmentir, me limito a contar lo que oí decir. Lo de la violación lo puedo afirmar porque los moros nos ordenaron que nos levantásemos y nos encerraron en la misma casa de aquella mujer que había gritado los vivas a Franco y que, aterrorizada y con sus ropas desgarradas, lloraba sentada sobre la cama en que los moros habían abusado de ella.
En el corral de la casa había un pozo, pero el agua estaba estancada y verdosa. Con tres cantimploras en la mano, me acerqué al moro que vigilaba la entrada y le rogué que me dejara salir a buscar agua. El moro sin decir ni una palabra me golpeó con la culata de su fusil en una cadera. Fue un golpe dado con saña, que me produjo un dolor tremendo. Desistí de mi petición y volví de nuevo al corral de la casa. A los pocos instantes de haber recibido el golpe en el costado me brotó un hematoma de un color morado. Recordé la gangrena que había causado la muerte de mi padre por un golpe en el mismo lugar donde el moro me había golpeado y pensé que, tal vez, mi muerte iba a ser igual a la suya. Pensaba si el destino no me habría buscado la misma forma y la misma edad para morir. No le tenía miedo a la muerte. Estaba tan agotado, tan devorado por los piojos, por el hambre, el frío, el cansancio y la sed, que morir podía ser una liberación.
Como la sed iba en aumento no tuvimos otra opción que beber agua del pozo, nos quitamos los cinturones, los unimos uno con otro y conseguimos que la cantimplora llegara hasta el fondo. Bebimos el agua y a los pocos minutos nos retorcíamos de dolores en el estómago. El dolor nos duró tan sólo un par de horas. Cuando estaba por anochecer, los moros nos sacaron de la casa y nos empujaron hasta un descampado a las afueras del pueblo. Ya nos habían despojado de la ropa de abrigo.
Nos fusilaron al anochecer, nos fusilaron mal.
El piquete de ejecución lo componían un grupo de moros con el estómago lleno de vino, la boca llena de gritos de júbilo y carcajadas, las manos apretando el cuello de las gallinas robadas con el ya mencionado “ábrete Sésamo” de los vencedores de batallas. El frío y la lluvia calaba los huesos. Y allí mismo, delante de un pequeño terraplén y sin la formalidad de un fusilamiento, sin esa voz de mando que grita: “¡Apunten! ¡Fuego!”, apretaron el gatillo de sus fusiles y caímos unos sobre otros.
Catorce saltos grotescos en aquel frío atardecer del mes de diciembre. Las gallinas tuvieron poco tiempo para respirar, el que emplearon los del piquete de ejecución en apretar sus gatillos. Y sobre la tierra empapada por la lluvia nuestros cuerpos agotados de luchar día a día.
Catorce madres esperando el regreso de catorce hijos. No hubo tiro de gracia. Por mi cara corría la sangre de aquellos hombres jóvenes, ya con el miedo y el cansancio absorbidos por la muerte. Por las manos de los moros corría la sangre de las gallinas que acababan de degollar. Hasta mis oídos llegaban las carcajadas de los verdugos mezcladas con el gemido apagado de uno de los hombres abatidos. Ellos, los verdugos, bañaban su garganta con vino, la mía estaba seca por el terror. No puedo calcular el tiempo que permanecí inmóvil. Los moros, después de asar y comerse las gallinas, se fueron. Estaba amaneciendo.
La muerte en las guerras tiene mucho trabajo. La muerte en las guerras nunca tiene prisa. Se lleva a unos y deja a otros para más adelante. Me dejó a mí y dejó al cabo Villegas. De mí no se llevó nada, del cabo Villegas se llevó una pierna, la izquierda. Sangraba abundantemente, me arranqué una manga de la camisa y le hice con ella un torniquete a la altura del muslo.
Me fue difícil cruzar el río, sucio y revuelto por las lluvias. Lo crucé con mi carga al hombro. El cabo Villegas no pesaba mucho y yo, con mis veinte años, era un muchacho fuerte, pero el terror del fusilamiento había aflojado mis piernas. Al otro lado del río quedaba un paisaje gris de llovizna, con sabor amargo de guerra y doce hombres jóvenes con la vida quebrada en el sueño de alcanzar el final de esa guerra, no importa si como vencedores o vencidos.
El llanto por aquellos hombres jóvenes brotaría más tarde, cuando la espera de doce madres se hiciera dolor por la noticia. La muerte de las gallinas sólo se haría maldición en la boca de algún campesino.
Conseguí llegar con el cabo Villegas sobre mis hombros hasta Hinojosa del Duque, ya en poder de los nacionales, fui hasta la parroquia y se lo entregué al cura. Pensé en huir hacia Portugal cruzando sierra Trapera, pero sabía que si alguien del ejército rojo entraba en tierras portuguesas, era entregado a las tropas de Franco. Así las cosas, tomé la determinación de buscar dentro de aquel desbarajuste algún vestigio de gente con vida. Llegué a Villanueva del Duque, vi una hoguera en el interior de una casa y entré. El miedo se había quedado atrás, en el lugar del fusilamiento. Entré sin importarme quiénes eran los que estaban alrededor del fuego, si rojos o nacionales, el hambre y el frío me habían dado el valor o me habían eliminado la cobardía, lo mismo da.
Mi entrada y mi aspecto asombró a los que estaban alrededor del fuego. Ninguno echó mano a su fusil, mi cara demacrada y mis pies, que aunque me los había envuelto con trapos me sangraban, los desconcertó. Les dije que pertenecía al ejército rojo y que formaba parte de una columna de prisioneros que venía hacia el pueblo. Ellos, los de la hoguera, eran legionarios y odiaban a los moros. Uno de los legionarios al oírme hablar me preguntó si yo era de Madrid, le dije que sí, él también, y estuvimos charlando unos instantes. Me dejaron que secara mi ropa y mis pies, me dieron agua, una lata de carne, otra de sardinas, pan, tabaco, algunos tomates, una manta y unas alpargatas, después me dijeron que me fuese, para que si llegaba alguno de sus mandos no se vieran comprometidos. Así lo hice. Me senté a las afueras del pueblo y esperé la llegada de la columna de prisioneros en la que iban algunos de mis compañeros. Cuando llegaron donde estaba yo se llevaron una gran alegría al verme vivo. Me uní a ellos.
En dos columnas, en fila, una a cada lado de la carretera caminábamos bajo la lluvia, vigilados por los moros desde sus caballos. Muchos de los prisioneros cargaban a sus espaldas sacos llenos de vainas vacías de los Mauser y si alguno, por debilidad, caía al suelo, los moros le disparaban y allí, en la cuneta de la carretera, amortajado por la lluvia, terminaba su sufrimiento.