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sábado, 25 de septiembre de 2021

LA FRONTERA BULGARIA-TURQUIA. UNA CALLE SIN NOMBRE, de Kapka Kassabova

LA FRONTERA BULGARIA-TURQUIA. UNA CALLE SIN NOMBRE, de Kapka Kassabova 
Durante la guerra fría, a esta zona fronteriza del Parque Natural de Strandzha la llamaban el Surco de la Muerte. Aquí era donde las patrullas de guardias protegían nuestra Patria y el Pacto de Varsovia del enemigo capitalista imperialista: Turquía y sus aliados de la OTAN. Según esa lógica, si Turquía atacaba, los permanentemente atrincherados soldados abrirían fuego desde sus posiciones y resistirían hasta que el Ejército soviético acudiese al rescate. Aquí no se permitía la presencia de civiles y las patrullas tenían instrucciones de disparar a cualquier cosa que se moviese: habitualmente, jóvenes búlgaros, rumanos o alemanes del Este. Aquellas cosas que se movían creían, equivocadamente, que esta zona fronteriza no estaría tan escrupulosamente vigilada como el Muro de Berlín. Las cosas que se movían eran jóvenes, y eso los hacía pensar que eran indestructibles e inteligentísimos, pero la última imagen que quedaba grabada en sus retinas era el cañón de un arma. El cuerpo que ya no se movía era despojado de sus escasas pertenencias y arrojado a una fosa común. Si la cosa que se movía era un alemán del Este, los servicios de seguridad del Estado búlgaro informaban a la Stasi acerca del trágico accidente: un ahogamiento en la playa, un accidente de tráfico, un ataque al corazón, una lástima que los jóvenes vayan con tan poco cuidado. La Stasi trasladaba la noticia, y a veces el cuerpo, a la familia, que no tenía más remedio que aceptarlo sin rechistar. Poner una reclamación no era posible. El número de alemanes del Este que murieron a lo largo de esta frontera supera a la suma de los que lo hicieron en todas las demás fronteras juntas. El número exacto de búlgaros, rumanos, checoslovacos, húngaros y polacos muertos se desconoce, nadie se ha tomado la molestia de averiguarlo, pero alcanza los varios cientos. En cualquier caso, ahora ya no se pueden encontrar los ficheros. Cuando un autor alemán que está preparando un libro sobre estas ejecuciones fronterizas solicitó recientemente la colaboración del Ministerio del Interior –una versión actualizada del viejo Ministerio de la Verdad–, este guardó silencio. Quizá no llegó a suceder nunca. Si no hay pruebas, no se puede demostrar nada. Me pregunto cuántos de aquellos glamurosos extranjeros a los que espiaba por el rabillo del ojo en la playa eran también espiados por agentes costeros del servicio de seguridad del Estado búlgaro y la Stasi. Cuántos de ellos se lanzaron a intentar sortear las alambradas del bloque socialista. Cuántos yacen en estas montañas, su juventud doblemente enterrada: una por los soldados que cumplían órdenes; otra, por toda esta vegetación dormida llena de herrumbrosos tanques y agujeros de la memoria.

martes, 21 de septiembre de 2021

 LO FACIL QUE ES ROBAR A LA GENTE PARA UN POLITICO. WHITE TRASH, de Nancy Isenberg

"...en privado, Johnson no siempre dio muestras de consideración hacia los blancos pobres de las zonas rurales. En una ocasión en que recorría en coche el estado de Tennessee y se cruzó con un grupo de mujeres «de su casa» que enarbolaban pancartas racistas, comentó: «¿Sabes de dónde viene todo esto, en el fondo? Si consigues convencer al blanco más tirado de que está por encima del mejor de los hombres de color, ni se enterará de que le estás metiendo la mano en el bolsillo. ¡Demonios! ¡Dale a alguien a quien menospreciar y te dará todo lo que tenga!». Lyndon B. Johnson sabía perfectamente, como ya dijera el premio Nobel William Faulkner, que el falso orgullo del blanco pobre era un factor que le debilitaba. En los tiempos en que ejerció la presidencia nunca perdió de vista la capital importancia de la clase y la raza en la fracturada cultura del sur..."

lunes, 20 de septiembre de 2021

SOBRE ELOGIEMOS AHORA A HOMBRES FAMOSOS. WHITE TRASH, de Nancy Isenberg



Agee iniciaba el libro preguntándose en voz alta si un hombre educado en Harvard y perteneciente a la clase media como él mismo podía evitar que todo cuanto escribiera sobre los blancos pobres acabara convirtiéndoles en entidades destinadas a suscitar compasión o repugnancia. No quería verse reducido a la simple condición de diletante boquiabierto. ¿Cómo sentirse facultado para «fisgonear» en lo más íntimo de la existencia de un grupo de seres humanos indefensos y cubiertos de espantosas cicatrices psicológicas? ¿Cómo creerse autorizado para hurgar en la vida cotidiana de una familia rural ignorante y desatendida, con la intención de exponer, a la vista de otro grupo de personas, la desnudez, el menoscabo y la humillación de esa forma de vida en nombre de la ciencia o del «periodismo honesto»? ¿Existía siquiera la posibilidad de transmitir a otros la «cruel exhibición de lo que es»? Probablemente no.

Así las cosas, Agee decidió adoptar diferentes estrategias y ofrecer una pormenorizada descripción de los objetos materiales: zapatos y monos de trabajo, el sucinto conjunto de muebles del hogar del campesino… Con meticulosa atención al detalle, el escritor trató de imitar con las palabras la «gélida» visión de la cámara fotográfica. Otro de los aspectos en que se aparta del periodismo convencional queda plasmado al intercalar lo que imagina que son los pensamientos inexpresados del aparcero pobre con los insultos íntegros y sin censura que había escuchado salir de la boca de los terratenientes. En la mente del labriego, Agee da voz al escepticismo, a la incredulidad: ¿cómo hemos podido dejarnos «atrapar» así; cómo hemos llegado a esta situación, a vivir «sin ayuda, sin esperanza»…? Agee confiere sentimientos reales a sus personajes, los colorea con lamentos descriptivos. La crueldad del dueño de las tierras queda reflejada en las risotadas de este al enterarse de que Agee disfruta con la «comida casera» de los arrendatarios. El plantador maldice al jornalero pobre y le tilda de «sucio hijo de puta» por jactarse de que no había podido llevarle a su familia una pastilla de jabón en cinco años. Una de las mujeres perteneciente a las familias campesinas resulta ser, en opinión del terrateniente, la «peor zorra» de esta parte del país (aventajada solo por su madre). Toda la panda era, según el propietario, «la escoria más arrastrada que pueda uno encontrarse».

Esta chifladura de Agee obedecía a un método. En su narrativa, extrañamente introspectiva y profundamente inquietante, el autor intenta obligar a los lectores a superar los clichés convencionales con los que se enjuicia al pobre. En lugar de instarles a atribuir toda la culpa a los propios desfavorecidos, Agee solicita a quienes recorren sus páginas que reconozcan su cómplice participación en la gestación del desvalimiento. Los pobres no son torpes ni lentos de entendederas, insiste, simplemente han interiorizado una especie de «anestesia» que les adormece y les impide reaccionar contra la «vergüenza y el ultraje que suponen las incomodidades, la inseguridad y la condición de inferiores» en que se les tiene sumidos. La clase media del sur es la que más debiera abochornarse, y sobre todo quienes pretenden excusar su propia insensibilidad e indiferencia con la muletilla de que «ya tienen “costumbre” de vivir así».

Pese a su ulterior éxito literario, lo cierto es que, en 1941, el incómodo texto de Agee tuvo una escasa acogida....

lunes, 6 de septiembre de 2021

LLUVIA ROJA, de Cees Nooteboom

LLUVIA ROJA,  de Cees Nooteboom


"Me pregunté cuándo había empezado a leer de verdad. En el seminario de los franciscanos y los agustinos leí a Cicerón y Ovidio, Platón, Jenofonte y Homero, de modo que ya me había adentrado en el Parnaso antes de conocer las periferias, arrabales, parques y desiertos de la literatura contemporánea. Más adelante envidié a escritores como Proust, Borges y Nabokov por hallar en las bibliotecas de sus padres todos los tesoros con los que se alimentarían el resto de su vida. En mi casa no había libros, a mí me tocó descubrirlo todo solo, libros y mundo. Los monjes me enseñaron a leer, eso sí, y les estaré eternamente agradecido por ello. Pero la relación entre la lectura y mi propia vida —una literatura que no fuera de mármol, sino que tuviera que ver conmigo mismo y con el desconcertante mundo que me rodeaba— no la descubrí hasta más tarde. Son procesos que no empiezan un día determinado, aunque sí creo que puedo indicar el año: 1953. Fue el año en que decidí descubrir el mundo en autostop, sin equipaje y sin dinero. Tenía diecinueve años, y eché a caminar, literalmente. Pero también fue el año en el que leí por primera vez a Sartre y a Faulkner. Lo recuerdo porque siempre apuntaba la fecha en los libros que compraba. Sanctuary de Faulkner, L’Existentialisme est un humanisme de Sartre, los dos en su lengua original. A saber lo que comprendí de ellos entonces, pero de una cosa estoy seguro: aquel año, viajando y leyendo, abrí la puerta de mi libertad. Desde entonces no he dejado de caminar y no he dejado de leer."