LA FRONTERA BULGARIA-TURQUIA. UNA CALLE SIN NOMBRE, de Kapka Kassabova
Durante la guerra fría, a esta zona fronteriza del Parque Natural de Strandzha la llamaban el Surco de la Muerte. Aquí era donde las patrullas de guardias protegían nuestra Patria y el Pacto de Varsovia del enemigo capitalista imperialista: Turquía y sus aliados de la OTAN. Según esa lógica, si Turquía atacaba, los permanentemente atrincherados soldados abrirían fuego desde sus posiciones y resistirían hasta que el Ejército soviético acudiese al rescate. Aquí no se permitía la presencia de civiles y las patrullas tenían instrucciones de disparar a cualquier cosa que se moviese: habitualmente, jóvenes búlgaros, rumanos o alemanes del Este. Aquellas cosas que se movían creían, equivocadamente, que esta zona fronteriza no estaría tan escrupulosamente vigilada como el Muro de Berlín. Las cosas que se movían eran jóvenes, y eso los hacía pensar que eran indestructibles e inteligentísimos, pero la última imagen que quedaba grabada en sus retinas era el cañón de un arma. El cuerpo que ya no se movía era despojado de sus escasas pertenencias y arrojado a una fosa común. Si la cosa que se movía era un alemán del Este, los servicios de seguridad del Estado búlgaro informaban a la Stasi acerca del trágico accidente: un ahogamiento en la playa, un accidente de tráfico, un ataque al corazón, una lástima que los jóvenes vayan con tan poco cuidado. La Stasi trasladaba la noticia, y a veces el cuerpo, a la familia, que no tenía más remedio que aceptarlo sin rechistar. Poner una reclamación no era posible. El número de alemanes del Este que murieron a lo largo de esta frontera supera a la suma de los que lo hicieron en todas las demás fronteras juntas. El número exacto de búlgaros, rumanos, checoslovacos, húngaros y polacos muertos se desconoce, nadie se ha tomado la molestia de averiguarlo, pero alcanza los varios cientos. En cualquier caso, ahora ya no se pueden encontrar los ficheros. Cuando un autor alemán que está preparando un libro sobre estas ejecuciones fronterizas solicitó recientemente la colaboración del Ministerio del Interior –una versión actualizada del viejo Ministerio de la Verdad–, este guardó silencio. Quizá no llegó a suceder nunca. Si no hay pruebas, no se puede demostrar nada. Me pregunto cuántos de aquellos glamurosos extranjeros a los que espiaba por el rabillo del ojo en la playa eran también espiados por agentes costeros del servicio de seguridad del Estado búlgaro y la Stasi. Cuántos de ellos se lanzaron a intentar sortear las alambradas del bloque socialista. Cuántos yacen en estas montañas, su juventud doblemente enterrada: una por los soldados que cumplían órdenes; otra, por toda esta vegetación dormida llena de herrumbrosos tanques y agujeros de la memoria.