LAS CARTAS DEL ENEMIGO. UN RUMOR DE GUERRA, de Philip Caputo
"Seguimos avanzando, sin dejar de comprobar, nerviosos, si había trampas de alambre y explosivas. El campamento sólo podía haber albergado a pocos hombres y contenía camas de juncos entretejidos bien tensos, una sobre otra, apiladas como literas. El mosquitero estaba retorcido y desgarrado. Sentí admiración por los vietcongs: exigía mucho entusiasmo vivir en un lugar semejante, donde apenas se veía el sol, el aire era tan espeso que se podía cortar y los mosquitos se elevaban en nubes desde las charcas de agua estancada.
Alrededor del campamento encontramos fragmentos de equipos y muchos documentos. Parecía que el guerrillero —en el supuesto de que hubiera pasado por allí— había buscado apresuradamente algo. Por otro lado, era posible que lo hubiera esparcido todo con el fin de desviar nuestra atención de su búsqueda. Si éste era su propósito, lo había logrado. La jungla parecía aún más espesa adelante y el barranco era oscuro como una cueva. Se evaporó mi espíritu agresivo. No seguiría adelante. Charlie viviría para luchar otro día o, si estaba gravemente herido, se arrastraría a un matorral para morir en él.
Comenzamos a examinar los documentos, entre los que había un gran número de libretas donde habían escrito apretados párrafos y numerados. Parecían órdenes de operaciones, lo que me llevó a preguntarme si no habríamos tropezado con el cuartel general de una pequeña unidad. Estaba a punto de felicitarme a mí mismo por tan valioso e inteligente descubrimiento cuando uno de mis marines exclamó:
—Eh, teniente, mire esto.
Me entregó un pequeño paquete de cartas y fotografías. Una de las fotografías mostraba a los vietcongs con sus uniformes multicolores, en poses heroicas; otra correspondía a uno de los guerrilleros con su familia. También había varios retratos de tamaño cartera que correspondían a amigas o esposas de los vietcongs. Las notas escritas en las esquinas de estas últimas fotografías, probablemente, expresiones de amor y fidelidad; me pregunté si los del otro lado tenían un sistema, como nosotros, para notificar las bajas a los familiares. Abrigué la esperanza de que así fuera. No me gustaba pensar en esas mujeres que soñaban con retornos que nunca se producirían, que aguardaban cartas que nunca llegarían y se preguntarían a qué se debía la falta de noticias, imaginando una docena de razones justificadoras, todas salvo la que más temían, y su temor creciente a medida que cada largo día sin noticias se oscurecía en una noche más larga aún.
Un pequeño grupo de marines se reunió y contempló las cartas y las fotografías. No sé qué sintieron ellos, pero yo estaba embargado de emociones encontradas. Lo que habíamos encontrado otorgaba al enemigo la humanidad que yo deseaba negarle. Resultaba reconfortante comprender que los vietcongs estaban hechos de carne y hueso y que no eran los misteriosos fantasmas que yo había pensado, pero esta misma idea me produjo una perdurable sensación de remordimiento. Aquéllos eran hombres a los que habíamos contribuido a matar, hombres cuyas muertes afligirían a otras personas con sus pérdidas irrevocables. Nadie dijo nada, pero más tarde, de vuelta en el campamento base, el soldado de primera Lockhart expresó lo que seguramente era una emoción colectiva:
—Son jóvenes —me comentó—. Son como nosotros, teniente. Siempre son los jóvenes quienes mueren.
Permanecimos allí unos minutos, tratando de encontrar algún sentido a todo aquello. La compañía sólo había hecho lo que se esperaba que hiciera y lo que le habían enseñado a hacer: había matado al enemigo. Todo lo que habíamos aprendido en el Cuerpo de Infantes de Marina nos indicaba que debíamos sentirnos orgullosos y así nos sentíamos casi todos, pero no comprendíamos por qué se mezclaban con nuestro orgullo sentimientos de piedad y culpa. La respuesta era sencilla, aunque en aquel momento no resultaba evidente para nosotros: pese a su intensidad, nuestro entrenamiento en el Cuerpo de Infantes de Marina no había borrado por entero los años que habíamos pasado en el hogar, en la escuela, en la iglesia, aprendiendo que la vida humana era preciosa y que tomarla estaba mal. Los campos de ejercicios y nuestros dos primeros meses en Vietnam habían embotado, pero no anulado, nuestra sensibilidad. Manteníamos la capacidad de remordimiento y todavía no habíamos alcanzado la etapa de insensibilidad moral y emocional.
O al menos así le ocurría a la mayoría de nosotros. Había excepciones. Como mínimo un marine de la compañía ya había superado la callosidad y pasado al salvajismo..."