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domingo, 30 de septiembre de 2018

DIARIOS, 8 DE ENERO DE 1854, de H. D. Thoreau

DIARIOS, 8 DE ENERO DE 1854,  de H. D. Thoreau

    "La esperanza de la mañana se pierde pronto en lo que se convierte en la rutina del dia y no volvemos a recuperarnos hasta que desembarcamos de nuevo en las orillas pensativas de la noche"

viernes, 28 de septiembre de 2018

LA JUSTIFICACIÓN DEL MURO DE BERLÍN. EL HOMBRE SIN ROSTRO, de Markus Wolf

LA JUSTIFICACIÓN DEL MURO DE BERLÍN. EL HOMBRE SIN ROSTRO, de Markus Wolf 

    "En los días que precedieron a la construcción del Muro de Berlín, el 13 de agosto de 1961, para mí era evidente que se aproximaba alguna forma de acción drástica. El estado de ánimo del sector oriental de la ciudad era sombrío. La escasez de fuerza de trabajo y artículos se agravaba semana a semana. Al pasar al lado de una cola frente a una tienda, cierto día escuché a las mujeres maldiciendo en el marcado dialecto berlinés: «Pueden lanzar el Sputnik, pero no se puede conseguir verduras en pleno verano. Eso es el socialismo». ¿Quién podía censurar a los jóvenes si decidían poner en juego sus cualidades para el trabajo al otro lado de la frontera, donde podían ganar dinero y comprar artículos que quienes quedaban en la patria sólo podían soñar? Ajuicio de esta gente, no estaban traicionando a un Estado, sencillamente se trasladaban a otro sector de Alemania, donde la mayoría tenía amigos o parientes dispuestos a ayudarlos a comenzar una nueva vida. Desde la fundación de Alemania Oriental, en 1949, más de dos millones y medio de personas habían huido al Oeste, y la mitad de ellas tenía menos de veinticinco años. Yo no podía dejar de preguntarme si los jóvenes de mi propia familia no se habrían marchado también si no hubieran sido parte de un clan socialista comprometido. El 9 de agosto de 1961 el número de refugiados registrados en los campamentos de acogida de Berlín Occidental fue de 1926, el más alto que se alcanzó jamás un solo día. La fuerza de trabajo del país sufría una grave hemorragia, y se perdía gente cuyo entrenamiento había costado dinero y sin cuyo aporte el nivel de vida podía descender aún más. Sentí que estábamos chapoteando en el barro. La acusación oficial de nuestro lado era que Occidente estaba sangrando al Este. Despojadas estas afirmaciones de su sesgo retórico, yo sabía que eso significaba que la atracción ejercida por Alemania Occidental se acrecentaba con su nueva prosperidad, y que la gente estaba dispuesta a sacrificar sus vínculos familiares y la seguridad de que gozaban bajo el socialismo estatal por las promesas inciertas del capitalismo. Por supuesto, la explicación oficial del Muro nunca me resultó en absoluto creíble: que se habían cerrado nuestras fronteras como medida protectora contra la agresión inminente o la penetración de agentes extranjeros. Pero con la construcción de lo que en el Este se denominó de manera oficial «la barrera protectora antifascista» y en el Oeste se rotuló el «Muro de la vergüenza», nuestras vidas cambiaron de la noche a la mañana. Yo no sólo comprendía las auténticas razones que determinaron la construcción del Muro, sino que formalmente las apoyaba. Creía que en ese momento no había otro modo de salvar nuestro país. Habíamos heredado el sector que históricamente tenía la economía más débil de Alemania, y así habíamos partido de una base más atrasada, incluso si no se tenía en cuenta la mala administración que agravaba nuestras dificultades. Además, Alemania Oriental había sido desmantelada por las fuerzas soviéticas que se llevaron su maquinaria industrial e incluso elementos de la infraestructura como los ferrocarriles, considerados como rubros de reparaciones de guerra. En cambio, Alemania Occidental pudo reconstruir su parte del país con el dinero del plan Marshall..."





jueves, 27 de septiembre de 2018

AMISTADES EFÍMERAS EN LAS TRINCHERAS. MEMORIAS DE UN OFICIAL DE INFANTERÍA, de Siegfried Sassoon

AMISTADES EFÍMERAS EN LAS TRINCHERAS. MEMORIAS DE UN OFICIAL DE INFANTERÍA, de Siegfried Sassoon 

    "...Empezaba a sentirme bastante arrogante con respecto a 'la gente que está en casa'. Pero mi mente estaba hecha un barullo; la guerra era un acontecimiento demasiado enorme como para que un solo hombre se ocupará de él. Lo único que sabía es que había perdido la fe en ella, y no me quedaba nada en que creer fuera del 'espíritu del batallón'. El 'espíritu de batallón' significaba vivir en consoladora camaradería con los oficiales y suboficiales que me rodeaban; significaba ganarse el respeto, o incluso el afecto, del pelotón y de la compañía. Pero mientras exploraba mi camino, internandome cada vez más en la guerra, había descubierto lo efímero de sus relaciones humanas. Una noche podíamos estar todos juntos en una acogedora habitación de Corby, con Wilmot tocando el piano y Dunning hablándome de las ancianas excentricas que vivían en la pensión que su madre regentaba en Bloomsbury. Una sola metralladora o unos cuantos obuses podían destruir ese cuadro dentro de una semana. El verano pasado el primer batallón había formado parte de mi vida; a mediados de septiembre estaba prácticamente exterminado. Sabía que un soldado se despedía de su independencia al alistarse; estábamos en el frente para luchar, no para pensar. Pero la cosa se ponía muy incómoda cuando uno ni siquiera podía prever nada de lo que ocurriría una semana después".

miércoles, 26 de septiembre de 2018

DISPUTAS EN EL VIAJE. EL CAMINO MÁS CORTO, de Manuel Leguineche

DISPUTAS EN EL VIAJE. EL CAMINO MÁS CORTO, de Manuel Leguineche 

    "...Ya sabía antes de partir que la agresividad es más intensa entre compañeros que entre extraños. El paisaje, la disciplina que requiere el desierto, el clima, influyen sobremanera en el comportamiento del viajero. Estoy por pensar que no existe expedición que no haya sufrido las consecuencias de la agresividad.
    Yo había decidido no permitir que las disputas del cuarteto hicieran mella en mí; sólo un tema me preocupaba: recibir en El Cairo la primera remesa de dinero enviada por el editor de mi revista. Por lo demás, había quemado las naves y, como a los primeros navegantes, me fascinaba más lo que había por delante, la terra ignota, que la neurosis que había dejado atrás, en el asfalto de Madrid. Todo ello, a pesar del retraso tan considerable sobre los planes previstos. Entonces descubrí que los viajes puros son los que se hacen sin mirar el cronómetro o el calendario, sin preocuparse por el paso o el empleo del tiempo."

LA HISTORIA DEL NAZI BUENO. LOS ASESINOS ENTRE NOSOTROS, de Simon Wiesenthal

LA HISTORIA DEL NAZI BUENO. LOS ASESINOS ENTRE NOSOTROS, de Simon Wiesenthal

    "Mientras Franz Murer dirigía la aniquilación de los ocho mil judíos de Vilna en 1942, había también allí otro austríaco llamado Anton Schmid, de procedencia vienesa. Tenía cuarenta y dos años y era Feldwebel (sargento) de la Wehrmacht regular para la que, como muchos otros austríacos, había sido reclutado. Schmid no tenía nada del típico sargento de instrucción sino que era un hombre reposado, siempre reflexivo, hablaba poco y tenía pocos amigos entre sus compañeros de armas. Sólo existe una fotografía de él que muestra a un hombre de rostro pensativo, honrado, de ojos suaves y tristes, pelo oscuro y un pequeño bigote. La unidad a que pertenecía estuvo en Vilna durante los peores meses de la actividad exterminadora de Murer. Antón Schmid era católico devoto que sufría cuando veía a otros sufrir, y un hombre de valor excepcional. Su historia no se hubiera conocido jamás sin ciertos testimonios que figuran en nuestro dossier de Murer y que cuentan que entre 250 supervivientes del ghetto de Vilna, hay varios cuyas vidas las deben a Anton Schmid. Fueron ellos quienes posteriormente relataron lo siguiente: Muchos alemanes de Vilna condenaban en secreto las atrocidades de Murer pero no hacían nada. Schmid en cambio decidió que era su deber de cristiano ayudar a los judíos oprimidos y se convirtió en una organización de ayuda de un solo hombre. Se introducía en el ghetto con gran riesgo personal, para llevar comida a los judíos que morían de hambre, llevaba botellas de leche en los bolsillos y las entregaba para los niños pequeños, estaba al corriente de que miles de judíos se escondían en algún lugar de Vilna y servía de correo entre ellos y sus amigos del ghetto , llevaba mensajes, pan, medicamentos y hasta se atrevió a robar fusiles a la Wehrmacht para darlos a los judíos de la Resistencia. —Hacía todo eso sin ni siquiera esperar que se lo agradecieran —me dijo un superviviente—. Lo hacía por pura bondad de corazón. Para nosotros los del ghetto , aquel hombre débil, callado, con su uniforme de Feldwebel , era una especie de santo. Sucedió lo inevitable. La Gestapo descubrió en los primeros días de abril de 1942 que Schmid había tratado de pasar a escondidas cinco judíos del ghetto para llevarlos a los vecinos bosques de Ponary donde pensaban esconderse. Fue arrestado y a la mañana siguiente un tribunal marcial alemán lo sentenció a muerte. Dos horas después Schmid escribía a su esposa Stefi: «Recibidas tus dos cartas... Me alegra que las cosas te vayan bien. Debo decirte lo que el destino me ha reservado, pero, por favor, sé fuerte cuando leas lo que sigue... Me acaba de sentenciar a muerte un tribunal marcial. No se puede hacer más que apelar para obtener clemencia, cosa que ya he hecho. No sabré la decisión hasta mediodía pero creo que me la denegarán, hasta ahora las apelaciones han sido denegadas. »Pero queridos míos, ánimo. Yo me resigno a mi destino. Ha sido decidido desde lo Alto por nuestro Señor y nada puede hacerse. Estoy tan tranquilo que apenas yo mismo puedo creerlo. Nuestro Dios lo  quiso así, me dio fuerzas y espero que Él os dé fuerzas a vosotros también. »Debo contaros cómo sucedió. Había siempre muchos judíos, conducidos en grupo por soldados lituanos para ser fusilados en los prados de las afueras de la ciudad: De 2.000 a 3.000 personas por vez. Siempre arrojaban a los niños pequeños contra los árboles, ¿Os imagináis? Yo tenía órdenes (que me repugnaban) de encargarme de la Versprengenstelle (centro de dispersión) donde trabajaban 140 judíos. Me pidieron que los dejara marchar de allí y me dejé persuadir, ya sabéis que tengo el corazón muy blando. No lo medité, y haberles ayudado mis jueces lo han considerado digno del máximo castigo. Será duro para vosotras, queridas Stefi y Gertha, pero tenéis que perdonarme: Obré como un ser humano, sin intención de herir a nadie. »Cuando leas esta carta, ya no estaré en este mundo ni podré escribirte más. Pero puedes estar segura de que nos reuniremos con Dios nuestro Señor en un mundo mejor. Escribí una carta anterior el 1 de abril, incluyendo la fotografía de Gertha. Esta carta se la daré al sacerdote...» Cuatro días después, el 13 de abril, Antón Schmid fue ejecutado. Murió junto con los cinco judíos que había intentado salvar y fue enterrado en un pequeño cementerio para soldados en Vilna. Dos días después, el sacerdote Fritz Kropp envió la última carta de Schmid a su viuda de Viena. «El lunes 13 a las tres de la tarde su querido esposo partió (escribía Kropp). Le conforté en sus últimos momentos... Rezó y fue fuerte hasta el último instante. Su última voluntad fue que usted se mostrara también fuerte». El nombre de Anton Schmid aparecía en varios diarios de judíos entre los ejecutados en el ghetto de Vilna y todos mencionaban su bondad y su valor. Algunos de los supervivientes le recordaban perfectamente. Comencé a recoger testimonios y un día mi amigo el doctor Mark Dvorzechi de Tel-Aviv, cuyo testimonio sobre Vilna durante el juicio de Eichmann ayudó a convencer a los austríacos de que Murer debía ser juzgado, vino a verme a Viena y me dio la dirección de la viuda de Anton Schmid. Fui a ver a Frau Schmid, mujer anciana y cansada que lleva una pequeña tienda y tiene muy poco dinero. Su hija, Gertha, casada, vive con su madre. Me contó que la vida no había sido fácil para ellas allá por 1942 cuando se supo que el Fetdwebel Schmid había sido ejecutado por intentar salvar a unos judíos ya que algunos vecinos hasta amenazaron a Frau Schmid, la viuda de «un traidor», y le dijeron que lo mejor que podía hacer era irse a vivir a otra parte. Le rompieron además los cristales de su tiendecita. Pregunté a Frau Schmid si deseaba algo. Me contestó que sí, que le gustaría visitar la tumba de su marido en Vilna. No era deseo fácil de complacer ya que Vilna fue hasta 1965 zona cerrada por los rusos a los turistas. Pero referí el caso al embajador soviético en Viena y le pedí permiso para que la familia pudiera visitar Vilna, añadiendo que el Centro de Documentación financiaría el viaje. El 20 de octubre de 1965 Frau Schmid, con su hija y su hijo político tomaron el tren para Minsk y allí el avión hasta Vilna. El Centro de Documentación se encargará de que se coloque una lápida en la tumba de Anton Schmid con el epitafio: «Aquí yace un hombre que juzgó más importante ayudar a sus semejantes que vivir»."



martes, 25 de septiembre de 2018

INFORME PARA UNA ACADEMIA, de Franz Kafka

INFORME PARA UNA ACADEMIA, de Franz Kafka

   "Para ser franco, aunque me gusta elegir imágenes simbólicas para cosas cómo esta, les diré sinceramente, señorías, que su propia condición de simios, en caso de que ya hayan superado un estado semejante, no puede serles más remota de lo que lo es la mía para mí. Sin  embargo, todo el que camina sobre la tierra siente ese cosquilleo en los talones: el diminuto chimpancé y el gran Aquiles"


LA DERROTA DEL PUEBLO NAZI Y SIN SENTIMIENTO DE CULPA. EL HOMBRE SIN ROSTRO, de Markus Wolf

LA DERROTA DEL PUEBLO NAZI Y SIN SENTIMIENTO DE CULPA. EL HOMBRE SIN ROSTRO, de Markus Wolf 

"...Al parecer la mayoría no podía o no quería comprender lo que los nazis habían hecho con la ayuda de todos o en su nombre. Casi nadie experimentaba un sentimiento de culpa o de responsabilidad por lo que había sucedido. Emmi recordaba que había escuchado a un grupo de mujeres comentando el informe acerca de los crímenes de guerra alemanes, difundidos por la estación de radio en la que yo trabajaba. «Los hombres alemanes», decían, haciéndose eco del lenguaje hitleriano ultra nacionalista que habían escuchado durante los últimos doce años, «jamás harían cosas como esas». A juicio de muchos alemanes y de gran parte del mundo, nosotros habíamos regresado del Este trayendo otra dictadura. Pero nosotros no nos veíamos, como lo haría más tarde Occidente, en el papel de personas que cambian una tiranía parda por otra roja. Los comunistas alemanes éramos quizá los menos indicados entre todos los extranjeros que vivían en Moscú cuando se trataba de analizar los crímenes de Stalin, pues la Unión Soviética nos había salvado de la muerte o la cárcel en Alemania. Otras dudas acerca de lo que estaba sucediendo fueron desplazadas por los acontecimientos que tuvieron lugar durante el régimen brutal de Hitler, y por mi parte yo era incapaz de ver nuestro sistema socialista como una tiranía. Para mí y para mi generación de comunistas, había sido una fuerza liberadora. Existía quizá cierta tosquedad en los métodos, pero siempre creímos que en esencia era una fuerza positiva, y habría sido inútil tratar de convencerme de lo contrario. Este enfoque determinaría nuestro pensamiento durante la Guerra Fría. Significaba que siempre que escuchábamos una descripción poco halagadora de nuestro propio lado, la primera pregunta que nos formulábamos no era «¿Esto es cierto?» sino «¿Qué están tratando de ocultar acerca de ellos mismos cuando nos acusan de este modo?». Una vez que este sistema de defensa mental ha sido perfeccionado, pocas críticas pueden dar en el blanco. También éramos ingenuos. Yo había tenido la esperanza de que, después del golpe de la derrota, habría más alemanes que se sentirían agradecidos porque se los había liberado de Hitler, de modo que se mostrarían dispuestos a abrazar a los soviéticos como liberadores. La realidad era bastante distinta. En el edificio de inquilinos en el que yo vivía, escuchaba a mis vecinos discutir acerca de quién se trasladaría a los apartamentos más espaciosos y ventilados del frente del edificio, los lugares de los cuales habían sido expulsadas familias nazis. Pensé con amargura que el derrumbe de Alemania como potencia mundial no había destruido las mezquinas ambiciones de su pueblo, que aspiraba a su propio Lebensraum . Mi humor se agrió cuando supe por otros que la familia que reclamaba el apartamento sobre la base de que sus miembros nunca habían pertenecido al Partido Nazi, eran conocidos Denunzianten locales, que habían delatado a cinco comunistas ante las autoridades."
mayo de 1945

lunes, 24 de septiembre de 2018

EL MANDATO DEL PUEBLO. COMPORTARSE COMO ADULTOS, de Yanis Varoufakis

EL MANDATO DEL PUEBLO. COMPORTARSE COMO ADULTOS, de Yanis Varoufakis

   "...aceptar las condiciones del actual programa de rescate era algo que quedaba sencillamente descartado. De nuevo, el embajador me interrumpió cuando llegue a este punto, esta vez con una amenaza vaga e implícita, pero muy reconocible. Por respeto a los electores que me habían elegido para ocupar el cargo de ministro, me sentí en la obligación de pararle los pies.
    -Desde que jure el cargo en este ministerio, esta sala se ha convertido en el foco de atención de las esperanzas y expectativas de millones de personas. Pero este no es mi habitat natural. Mi habitat natural está ahí fuera -dije señalando la plaza Sintagma-. Me siento más agusto ahí fuera, en una manifestación contra este ministerio, como he estado haciendo desde que tenía 13 años. Si me obligan a jurar lealtad a un fallido programa de rescate que condena mi pueblo a seguir viviendo en la presente humillación,  puede dar por hecho que aprovecharé la primera oportunidad que me den para volver ahí fuera como uno más de los miles de manifestantes. De hecho, es algo que me alegraría el día.
   El embajador cogió el mensaje y no tardo ni un minuto en enfilar hacia la salida. No me sorprendería nada que después de volver a la embajada hubiera transmitido a Washington el siguiente mensaje: 'Varoufakis no va a cambiar de opinión. Si el programa de rescate actual debe seguir adelante, su destitución es imprescindible'. Lo que no sabía es quién podría ser el destinatario del mensaje: ¿el Departamento de Estado? ¿la Casa Blanca? ¿el Tesoro? Para mediados de abril, ya tenía una idea bastante clara"

UN FUERTE CONTRASTE. UN RUMOR DE GUERRA, de Philip Caputo

UN FUERTE CONTRASTE. UN RUMOR DE GUERRA, de Philip Caputo 

    "Aquel período en Vietnam fue singular, con algo del característico sabor romántico de las guerras coloniales de Kipling. Hasta el nombre de nuestro grupo era evocador: Brigada Expedicionaria. Nos gustaba ese nombre y como era la única brigada norteamericana que se encontraba en el interior del país en aquel momento, teníamos la sensación de que éramos seres especiales, la sensación de ser «unos pocos, nosotros los pocos felices, nosotros el grupo de hermanos». El teniente Bradley —el oficial de transporte motorizado del batallón— expresó perfectamente la atmósfera de aquellas semanas, a las que calificó de «espléndida guerrita».
    No era tan espléndida para los vietnamitas, naturalmente, y a principios de abril tuvimos un aviso de la naturaleza de la contienda que se estaba librando en el monte. Dos comandos australianos, asesores de un grupo de Rangers del ejército sudvietnamita, llegaron a la zona de la compañía Charley. Eran unos personajes de aspecto duro y facciones enjutas, acompañados por un ranger de aspecto aún más duro, cuyos ojos delataban la hastiada expresión del hombre al que ya no le preocupan las cosas que ha visto y hecho. Los australianos hablaron con Loker —sargento del pelotón de Tester—, que anteriormente había prestado servicio como consejero con ellos. Fue una reunión bulliciosa. Algunos de nosotros, curiosos ante esos extranjeros, nos reunimos en las cercanías para oír lo que decían. Los australianos describieron un enfrentamiento que habían sostenido aquella mañana. Los detalles del combate escapan a mi memoria, pero recuerdo que el más bajo de los dos dijo que su patrulla se había llevado un recuerdo del cuerpo de un vietcong muerto. Sacó algo del bolsillo y, sonriente, lo sostuvo en alto, a la manera de un pescador que posa para una fotografía con una trucha gigantesca. Fue una visión educativa, ya que no edificante. Nada podía haber estado mejor calculado para dar una idea del tipo de guerra que era la del Vietnam y del tipo de cosas que los hombres son capaces de hacer en la guerra si participan en ella el tiempo suficiente. No ocultaré mis emociones. Me impresionó lo que vi, en parte porque no esperaba ver semejante cosa y en parte porque el hombre que la sostenía era una fiel imagen de mí mismo: un miembro del mundo de habla inglesa. En realidad, tendría que decir «las sostenía», en plural, porque eran dos, ensartadas en un alambre: dos orejas humanas, marrones y sanguinolentas."

viernes, 21 de septiembre de 2018

AYUDA A LOS POBRES. UNA MAESTRA EN KATHMANDU, de Victoria Subirana

AYUDA A LOS POBRES. UNA MAESTRA EN KATHMANDU, de Victoria Subirana 

    "Un día, al abrir la nevera, descubrí que estaba completamente vacía. Me había quedado sin leche para mi hijo. Era de noche, había estado todo el día trabajando y no tenía ni dinero para comprar ni comida para cenar. El niño lloraba; Kami, como era habitual desde hacía varios meses, aparecía pasada la medianoche, apenas nos veíamos y nuestra relación se hacía cada vez más distante. Cogí el teléfono y le pedí a Maya que si podía prepararme comida. Ella mandó a su marido para que viniera a buscarnos al niño y a mí. Aquella noche Maya y yo lloramos largo y tendido:
    —Eres una persona muy especial, Vicki —me dijo Maya—. Nunca he conocido a nadie con más capacidad y más fuerza que tú, pero, precisamente por ser como eres, debes cuidarte. No consientas que los pobres te empobrezcan a ti también.
     Aquellas palabras me hicieron reaccionar. Recordé una frase de Emerson que expresaba muy bien la situación que estaba viviendo en aquel momento: «Para poder elevarme, tienes que estar en un terreno más alto». ¿Cómo pretendía yo ayudar a los pobres desde mi angustia, mi infelicidad y mi pobreza?"

EL EDUCADO ASESINO. LOS ASESINOS ENTRE NOSOTROS, de Simon Wiesenthal

EL EDUCADO ASESINO. LOS ASESINOS ENTRE NOSOTROS, de Simon Wiesenthal

    "...el delegado del comandante del campo de Lwów, Richard Rokita, que luego pasó a Tarnopol, también Galitzia, prosiguiendo su carrera de asesino. Dio muerte a varios centenares de judíos o quizá miles, probablemente ni él mismo lo sepa. A Rokita le llamábamos «el cordial asesino», porque nunca pegaba a nadie, nunca gritaba a los prisioneros, sino que se limitaba a dispararles un tiro con toda educación. Era algo artista y en su Kattowitz natal, Alta Silesia (ahora Polonia), tocaba el violín y adoraba la música. Cuando vino al campo de concentración de Lwów, lo primero que hizo fue organizar una orquesta especial en el campo, ya que entre los prisioneros había músicos de primera categoría. Rokita encargó a Sigmund Schlechter, famoso compositor judío de Lwów, que escribiera un «tango de la muerte» que la orquesta del campo pasó a interpretar mientras se llevaban a cabo las ejecuciones. Muchas veces vemos ejecuciones con acompañamiento musical en los escenarios; pero, en Lwów, al son de la música se disparaban balas de verdad. En una ocasión Rokita, paseando por el campo vio un judío viejo y débil. El judío le saludó y Rokita le devolvió el saludo amigablemente; luego arrojó un trozo de papel al suelo y dijo al anciano que lo recogiera. El judío se agachó y Rokita le mató de un tiro. Como he dicho, era un asesino cordial."

jueves, 20 de septiembre de 2018

PERDIDO EN EL HINDU-KUSH. EL CAMINO MÁS CORTO, de Manuel Leguineche

PERDIDO EN EL HINDU-KUSH. EL CAMINO MÁS CORTO, de Manuel Leguineche 


Una patrulla militar interceptaba la carretera del valle. Por fortuna —explicó el Jefe—, levantaron la barrera sin más averiguaciones. En el pueblo de Katuk, lleno de camellos, burros y caballos que habían convertido las calles sin asfaltar en un estercolero, dos soldados me dieron el alto. Fui conducido hasta una guarnición militar de la montaña. Un oficial me pidió el pasaporte, lo examinó y por señas me preguntó por mi destino. Señalé con la mano en dirección al norte e inesperadamente se subió la manga del uniforme, para mostrarme una herida supurante. “¿Tiene usted algo para esto?”, pareció decirme. Fui al coche en busca del maletín de primeros auxilios y le apliqué un ungüento antiséptico que tapé con gasa y esparadrapo. Dijo algo en señal de agradecimiento y sólo comprendí una palabra: “Doctor”. Examiné el pasaporte y vi que el oficial había escrito una nota en idioma pastu. A la salida de Katuk, dos centinelas cortaban la carretera con bidones. Me pidieron el pasaporte, leyeron las notas escritas por el oficial y se cuadraron militarmente. Respondí el saludo y seguí mi camino. La carretera era de tercer orden, llena de baches y piedras. No podía pasar de quince kilómetros a la hora. Al anochecer llegué a una aldea, una concentración de muy popas chozas fabricadas con lodo y paja. Era preferible pasar allí la noche, si me aceptaban. Como sabéis, existe una ley del viajero según la cual no es aconsejable acampar en el extrarradio de ciudades y pueblos, donde el índice de criminalidad suele ser alto; pero de la misma manera debía evitar pasar la noche en algún camino de montaña, donde un nómada de apariencia noble y hospitalaria durante el día puede convertirse en un peligroso merodeador o bandido durante la noche. Necesitaba la protección de los hombres de la aldea. A la puerta de una casucha, tres aldeanos tocados con turbantes y picados de varicela, como casi todos los habitantes de estas regiones; me invitaron con un gesto amistoso a acompañarles. Uno de ellos desapareció en el interior de la casa y volvió con unos trozos de pila y varias piezas de han, cordero y pan. Dejaron de hablar entre ellos y no hicieron otra cosa que observar cómo, comía. Después traje del coche la radio y sintonicé una emisora china. Uno de ellos puso el sonido a todo volumen y poco más tarde toda la aldea se concentraba allí para escuchar la música que salía del receptor. Dormí a cubierto con unas mantas que me proporcionaron los aldeanos. A la mañana siguiente pude contemplar desde el borde del camino toda la belleza de aquel paraje, tiendas de piel de cabra desparramadas por las laderas y columnas de humo que se alzaban desde el fondo del valle. El viaje continuó por senderos en los que no apreciaba huellas de neumático. Al cruzar por las aldeas y los campamentos nómadas, los niños seguían al jeep y los hombres interrumpían sus labores para verme pasar. En Qala-i-Naw, vi un jeep ruso aparcado a la entrada del pueblo, con el emblema de la Organización Mundial de la Salud pintado» en la puerta. No lejos de allí estaba el médico.
—¿Hay alguna posibilidad de encontrar por aquí algo del comer? —pregunté.
—No, y si hubiera alguna —añadió—, yo me guardaría bien de comer. Aquí se han registrado quince casos de cólera en las últimas 24 horas. Le recomiendo qué se alimente de melones.
A dos kilómetros de la aldea, pasé por un cementerio musulmán. Dos enterradores cubrían una tumba. Conté hasta veinte tumbas recientes. Esa noche aproveché la presencia de un pelotón de soldados que vivaqueaban en una llanura para dormir junto a ellos. Al día siguiente el calor era insoportable. Pasé por otras aldeas abandonadas debido a la epidemia de cólera. Dejé de beber el agua de los ríos hasta llegar a uno de cierto caudal. Lo localicé en el mapa, era el río Murgab, que penetra en la Unión Soviética.
Seguí el curso de agua hacia el norte, hasta llegar, en la frontera soviética, al pueblo que da nombre al río. La vida allí me pareció normal. Pedí algo de comer y me sirvieron cordero y vegetales. Comí con gran apetito. El cólera no había llegado hasta Murgab. Pero no todo iba a marchar tan bien; en la mesa de al lado no me quitaba ojo un tipo tocado con un gorro de astracán, muy bien afeitado y vestido a la manera occidental. Un rato después, al pedir el té, observé que se había ido. El muy zorro volvió pocos minutos más tarde acompañado de dos soldados. Les faltó tiempo para llevarme hasta la salida de la aldea. Esto me impidió acogerme a la protección de Murgab. Debí seguir adelante. Por espacio de unos cien kilómetros no encontré ningún pueblo, ninguna tienda nómada. Tan sólo un sendero estrecho y, abajo, gargantas profundas. La marcha era cada vez más penosa. Cuando se hizo de noche comencé a ver ojos que fosforecían en medio de la carretera. Eran manadas de lobos. Presa del miedo, comencé a disparar a un lado y otro y las bestias se dispersaron.
No podía más. Detuve el jeep y me dispuse a pasar allí mismo la noche, pero me resultó imposible conciliar el sueño. Aunque el silencio era impresionante, el menor sonido del viento, el canto de alguna cigarra o el simple rumor de una rama me sobresaltaba. Disparé varias veces en la oscuridad y el eco de las detonaciones» que se prolongaban por el valle, me transmitió una seguridad instantánea. Traté de desviar mis pensamientos hacia otras materias, la comida china, el chicken chow men, el vino chileno, las chicas de Tahití, la cerveza de barril en Munich, lo clásico. No había amanecido aun cuando decidí reanudar el viaje. Me sentía más seguro en movimiento. Me fue imposible detenerme en ningún campamento nómada: los niños, al verme llegar, se armaban de piedras y lo mismo hacían las mujeres desde el interior de sus tiendas. En varias ocasiones un silbido prolongado hacía que varios hombres se lanzaran hacia la carretera montados en sus caballos. Me salvó llegar a tiempo a la aldea de Sherin Tagab. La visión de los melones extendidos a la puerta de una casa y el samovar de cobre de una casa de té me reanimaron. Había también racimos de uvas. Lo suficiente para un banquete después de dos días sin apenas probar bocado. Sin duda, el ayuno había acentuado mis miedos y la visión de fantasmas, espíritus o bestias que sólo existían en mi imaginación. Después de varías tazas de té aromático, me quedé dormido sobre la mesa.
Ya había pasado una semana desde mi marcha en solitario a partir de Herat. Sabía que mi ausencia, sin posibilidad de comunicarme con Kabul, alarmaría a mis amigos, pero no podía hacer nada, tan sólo tratar de acelerar, pero los caminos eran cada vez peores. En Shebergan encontré a un médico afgano que había estudiado en Inglaterra. Acababa de llegar procedente de Kabul para tratar de luchar contra la mortífera epidemia. Pedí algo sólido para comer.
—Beba té —me respondió.
—Pero ya llevo siete días con melones y té, deme al menos un par de huevos fritos…
—Están contaminados, todo está contaminado, beba té, le basta para sobrevivir.
—Una copa de agua, tan sólo una copa de agua, doctor —supliqué.
—Sería usted hombre muerto en menos de 48 horas. Venga conmigo —dijo—, voy a enseñarle algo.
Subimos a su jeep ruso y me llevó hasta una larga cabaña. Era un improvisado hospital repleto de enfermos. Olía a muerto y desinfectante. Al pasar por delante de las camas, que eran charpoys, improvisadas camas con cuerda de yute, los enfermos tendían sus manos hacia el doctor y otros le agarraban de las piernas. A los cinco minutos no podía más. Era un cuadro espeluznante. Me disculpé y me despedí del médico.
—Recuerde —me dijo—, ni una sola gota de agua.
Esa misma tarde, al atravesar otra aldea que aparecía desierta, un nómada situado en medio de la carretera con una niña en brazos me impidió seguir. Se vino hacia mí y me mostró una herida que la niña tenía en la pierna derecha, cubierta de moscas. «No doctor, no soy médico», insistí. Fue inútil. Aquel hombre estaba desesperado. «Vamos a ver qué se puede hacer», le dije. Espanté las moscas y examiné la herida. La infección era tan profunda que había mordido la carne hasta atacar el hueso. Limpié la herida con algodón y agua oxigenada, le di una pomada polivalente y vendé la pierna. Pero en pocos minutos otros enfermos con heridas, tumores y ganglios, aparecieron junto a mi coche. Distribuí todos los tubos de pastillas y pomadas de que disponía. El resto del día no sucedió nada. El sol se ocultaba ya, cuando una señal en la carretera me permitió comprobar que me encontraba a unos cien kilómetros de Mazar Sharif. Era la primera indicación que veía. Me dio seguridad, fue para mí como las gaviotas que señalan al marino la proximidad de tierra. Hice acopio de fuerzas y seguí hasta Mazar. Las calles estaban desiertas cuando llegué, ya avanzada la mañana del día siguiente. Un maestro me informó de que la carretera, una buena carretera rusa hasta Kabul, comenzaba en Pul-i-Kumri. Pero al llegar al lugar indicado, mi gozo cayó en un pozo, pues la tal carretera era un espejismo. «Vaya hacia Doshi», me dijeron. Por fin, se dio a ver el asfalto y aceleré a toda la velocidad posible hacia el Edén. Aquí me tenéis.
—Démonos prisa, hay que recuperar algunos días —decidió Al.
El desfiladero del Kyber, infestado de bandidos y las indomables tribus afridi, es obligado paso para todas las invasiones de la India, era nuestro próximo obstáculo."

En el capítulo anterior, Manuel Leguineche cuenta que, como no llegaba Steve, el jefe de la expedición, dieron la voz de alarma a sus amigos dentro y fuera del país, periodistas y diplomáticos. En el capítulo siguiente, Leguineche cuenta la repercusión mundial que tuvo en ese momento la desaparición de Steve al norte de Afganistán justo cuando las autoridades trataban de ocultar al mundo la grave epidemia de cólera:

"Los periódicos de todo el mundo publicaron la noticia. Entre ellos, lo hizo de manera destacada el New York Times: «Periodista americano perdido en Afganistán en medio de una epidemia de cólera». El Departamento de Estado recibió cerca de un millar de telegramas en los que amigos, familiares, periodistas o políticos se interesaban par el paradero de Steve. Justo el tipo de escándalo que las autoridades afganas procuraban tapar por todos los medios. La repercusión de la noticia fue tal que los países limítrofes enviaron a sus especialistas sanitarios a Kabul con la misión de indagar sobre el alcance de la epidemia y, llegado el caso, proceder al cierre de la frontera."


LA BRUTALIDAD CONTRA LOS OBJETORES DE CONCIENCIA. MEMORIAS DE UN OFICIAL DE INFANTERÍA, de Siegfried Sassoon

LA BRUTALIDAD CONTRA LOS OBJETORES DE CONCIENCIA. MEMORIAS DE UN OFICIAL DE INFANTERÍA, de Siegfried Sassoon 


    "...Me parecía que era un hombre de buen corazón, pero su actitud hacia los objetores de conciencia era francamente brutal. Describió, con evidente deleite, sus métodos para tratar con dos de ellos que habían aparecido en el cuartel de la Brigada. Uno había sido un hueso duro de roer, porque era un hombre bien educado, y las autoridades le tenían miedo. Pero el mayor había conseguido que le dieran dos años de trabajos forzados. Le hubiera dado algunos buenos golpes si se lo hubieran permitido, dijo. El otro era un humilde desdichado que se negaba a marchar. Así que el mayor lo había atado a un carro y lo había arrastrado por un camino hasta dejarlo malherido. 'Al cabo de unos 200 metros empezó a gritar que ya era suficiente, y después se convirtió en un soldado bastante decente. Se  portó bien y lo mataron en las trincheras'. Esbozó una torva sonrisa. La disciplina tenía que ser reforzada con la brutalidad, dijo el mayor, y como ya he señalado, no era permeable a ninguna argumentación"

miércoles, 19 de septiembre de 2018

EL NAUFRAGIO DE LA MEDUSA, de Alexander Corréard

EL NAUFRAGIO DE LA MEDUSA, de Alexander Corréard

    "Al despuntar el día 5, había dos metros y 70 cm de agua en la cala y las bombas ya no podían trabajar. Se decidió que debíamos evacuar lo antes posible. La fragata, se decía, amenazaba con tumbarse; un miedo infantil, sin duda, pero lo que obligaba más imperiosamente al abandono era que el agua había penetrado ya hasta el entrepuente. Se retiró con prisa una cantidad de galleta de la bodega; también se preparó vino y agua. Estas provisiones estaban destinadas a ser dispuestas en las lanchas y en la bolla. Para preservar la galleta del contacto con el agua salada, se guardó en barriles bien provistos de aros de hierro que eran perfectamente adecuados para ese fin. Ignoramos porque esas provisiones, tan cuidadosamente preparadas, no se embarcaron ni en la balsa ni en los botes; la precipitación con la que abandonamos La Medusa fue probablemente la causa de esta negligencia...
... el artefacto se hundió al menos un metro; estábamos de tal forma apretados unos contra otros que era imposible dar un solo paso; en las partes de atrás y de delante el agua nos llegaba hasta la cintura. En el momento de desligar los de la fragata, se nos envío un saco con 25 libras de galleta, que cayó al mar. La recuperamos a duras penas; se había convertido en una pasta. La conservamos a pesar de su estado. Algunos de nosotros, como se ha dicho más arriba tuvimos la sabia precaución de fijar las vasijas de agua y de vino a las traviesas de la balsa, y las vigilamos con una severa exactitud. Así era nuestra situación exacta cuando pusimos proa al mar.
(...)
   10 o 12 infelices cuyas extremidades, inferiores habían quedado atrapadas en los huecos que dejaban entre si las tablas de la balsa y que no pudieron liberarse, habían perdido allí sus vidas. Otros varios habían sido arrastrados por la fuerza del agua. A la hora de la comida nos adjudicábamos nuevos números para no romper la serie: faltaban 20 hombres. No podemos afirmar que no esté número sea exacto, porque descubrimos que algunos soldados, con el fin de aumentar su ración, se habían apropiado de 2 incluso de 3 números. Éramos tantas personas en apretada conclusión de que era absolutamente imposible prevenir esos abusos"
(...)
    "Los vapores del vino pronto llevaron el desorden a sus cerebros, ya debilitados, por la presencia del peligro y la falta de alimentos. Inflamados así, estos hombres se volvieron sordos a la voz de la razón y quisieron arrastrar a la perdición común a todos sus compañeros de desgracias. Abiertamente expresaron su intención de deshacerse de los oficiales que, decían, querían oponerse a sus designios y, a continuación, destruir la balsa cortando las amarras que unían sus diferentes piezas...
  ...creyendo que se había restablecido el orden, habíamos vuelto a nuestra posición en el centro de la balsa, con la única precaución de conservar nuestras almas. Era casi media noche, Tras una hora de aparente tranquilidad, los soldados volvieron a sublevarse. Su espíritu parecía enteramente, alienado se lanzaban sobre nosotros como desesperados, empuñando el cuchillo o el sable... poseían todas sus fuerzas y también estaban armados de nuevo nos vimos obligados emplearnos en nuestra defensa...
    ... tomamos algunos instantes de reposo, reposo aún más terrible que el estado de vigilia. Sueños crueles nos asaltaban y aumentaban el horror de nuestra situación. Devorados por el hambre y la sed, nuestros lamentos a veces arrancaban del sueño al infortunado que descansaba a nuestro lado. El agua nos llegaba hasta las rodillas y, en consecuencia, solo podíamos descansar de pie apretados unos contra los otros para formar una masa inmóvil. Por fin, el cuarto amanecer desde nuestra partida vino a iluminar nuestro desastre y a mostrarnos a 10 o 12 de nuestros compañeros yaciendo sin vida sobre la balsa. Esta visión nos sacudió tanto más vivamente cuanto que nos anunciaba que pronto nuestros cuerpos,privados de la existencia, aparecerían tendidos en el mismo lugar. Dimos a los cadáveres el mar por sepultura, reservando uno solo, destinado a alimentar a aquellos que la víspera habían estrechado sus manos temblorosas mientras les prometían una amistad eterna"



LA SANGRE Y EL ÁMBAR,  de David Torres

    Tener la facilidad de escritura de David Torres, su soltura, seguro que es fruto de un trabajo arduo. Pero visitar un país de la mano de tu novia, oriunda de él, eso es algo mas que unas vacaciones, es una suerte. y lo es no solo para el, que viajo en el invierno polaco de comienzos de este siglo (2004?), sino para sus lectores. Porque, sin duda, la mejor baza de este libro es ser introducido en los ambientes de un país distante, con una historia feroz y unos prejuicios a flor de piel, en un idioma endiabladamente dificil. A eso nos da barra libre con su libro a través de sus experiencias por varios enclaves de Polonia. Varsovia, Cracovia, Auschwitz, Gdansk, Malbork, Treblinka, Torun... son algo mas que fotos en una guía turística, merecen algo más que un sorbo de vodka o un dia de esqui en Zakopane. Cada uno de esos enclaves, y otros mas que tambien visita el autor, tienen tanta historia, suponen tantas ideas y sentimientos profundos que, por si solos, han merecido multitud de libros históricos y ensayos políticos, religiosos o deportivos. Así es Polonia, aparentemente llana como la palma de la mano, pero llena de picos y simas emocionales.. Este libro los ilustra de primera mano, y son tan fecundos e imperecederos que no importa los 10 0 15 años que hayan pasado desde que se publicara este libro.
    La excusa formal del viaje es, por otra parte, la visita a un escritor de ciencia ficción, uno de los mejores del genero: Stanislaw Lem. Visita sin mayor transcendencia que la de conocer al ídolo en su vejez de primera mano.
    El viaje nos pasea por los lugares polacos que explican la historia hasta la presidencia de Lech Walesa. Junto a las impresiones, se desarrolla la historia que acompaña los protagonistas del lugar, por ejemplo Astilleros de Gdansk-Solidaridad-Lech Walesa, y las ideas han nacido de esas impresiones durante la visita. Merece la pena estar allí también a través de las paginas. Hay también momentos para la risa, la paradoja, el dialogo (en el barrio judío de Kamiziers, por ejemplo)... En definitiva, una buena introducción al país si se pretende viajar o al menos enterarse de lo que pasa por las calles de Polonia (todavía en 2017) ante cualquier distorsión periodística de las habituales. Que para eso también sirve viajar, ya sea físicamente o con un libro.
    Por otra parte, y ante lo importante que es la historia reciente de Polonia para los polacos y para el resto del mundo (uno de los devenires que mas han marcado a fuego la historia mundial), adjunto un interesante articulo sobre esa misma historia reciente como territorio de guerra política, de confrontación social alentada desde el poder actual, un gobierno a la derecha de la derecha. No es mas que una puesta al dia de la distopía "1984" de George Orwell para reescribir la historia a conveniencia del caudillo de turno:
http://cultura.elpais.com/cultura/2017/03/01/actualidad/1488388189_648943.html


martes, 18 de septiembre de 2018

EL PARTIDO DE FÚTBOL. Y ENTONCES NACÍ YO, de Miguel Gila

EL PARTIDO DE FUTBOL ENTRE LOS DOS BANDOS DE LA GUERRA CIVIL.  Y ENTONCES NACÍ YO, de Miguel Gila

"Algunas veces salíamos a hacer intercambio, los nacionales nos daban tabaco de Canarias y nosotros les dábamos papel de fumar de Alcoy. El día primero de año de 1937 desafiamos al enemigo a un partido de fútbol. Concertamos la hora, salimos de las trincheras, construimos las porterías con ramas de árbol clavadas en el suelo y se inició el partido. Les ganamos por seis goles a dos. Cuando volvíamos y ya estábamos a punto de meternos en nuestras trincheras, comenzaron a dispararnos; pero creo que no lo hacían porque éramos rojos y ellos nacionales, sino porque les habíamos metido seis goles. Esto fue lo que les cabreó."


EN LA GUERRA. UN RUMOR DE GUERRA, de Philip Caputo

EN LA GUERRA. UN RUMOR DE GUERRA, de Philip Caputo

    "En el trueno, yo oía el rugir de la artillería. No podía escuchar caer la lluvia sin recordar aquellas noches en el frente, ni caminar por un bosque sin buscar instintivamente una trampa de alambres o una emboscada. Era capaz de manifestarme en voz tan alta como el activista más convencido, pero no podía negar el dominio que la guerra ejercía sobre mí, ni el hecho de que había sido una vida tan fascinante como repulsiva, tan estimulante como triste, tan tierna como cruel.
   Este libro se propone, en parte, tratar de aprehender algo de sus realidades ambivalentes. Todo el que combatió en Vietnam, si es sincero consigo mismo, tendrá que reconocer que disfrutó del compulsivo encanto del combate. Se trataba de un goce peculiar porque se mezclaba con un dolor equivalente. Bajo el fuego, la energía vital del hombre aumentaba proporcionalmente a la proximidad de la muerte, de modo que sentía tanta alegría como miedo. Sus sentidos se aguzaban, alcanzaba una placentera y a la vez atroz claridad de conciencia. Parecía el elevado estado de percepción que provocan las drogas. Y podía, también, habituarse a él ya que hacía que pareciera vulgar cualquier otra cosa que la vida le ofreciese en cuanto a deleites y tormentos.
(...)
   Dos amigos míos murieron al tratar de retirar los cadáveres de sus hombres del campo de batalla. Semejante devoción, simple y desinteresada —el sentimiento de pertenecer a los demás—, fue lo único decente que encontramos en un conflicto notorio por sus monstruosidades.
    Pero esa ternura habría resultado imposible si la guerra hubiese sido mucho menos brutal..."

lunes, 17 de septiembre de 2018

WIESENTHAL SOBREVIVE UNA VEZ MÁS

WIESENTHAL SOBREVIVE UNA VEZ MÁS.  LOS ASESINOS ENTRE NOSOTROS, de Simon Wiesenthal

    "Wiesenthal recuerda muy bien el frío espantoso, la noche clara, el crujir de la nieve helada bajo los pies. Cada paso era un esfuerzo mayor. Resultó que iba andando al lado del príncipe Radziwill, uno de cuyos parientes se casaría, en el transcurso del tiempo, con la hermana de la hoy viuda de John F. Kennedy. Tenían los brazos atados codo con codo, e intentaban sostenerse mutuamente, pero al fin no pudieron seguir y cayeron en la nieve. Wiesenthal oyó una voz que decía: «¿Estáis vivos?», y luego un disparo. Pero el SS debía de tener las manos entumecidas, porque la bala fue a parar entre Wiesenthal y Radziwill. La columna desapareció en la oscuridad, pero Wiesenthal y Radziwill siguieron allí echados. Al cabo de un rato se empezó a sentir a gusto, casi calentito, allá sobre la nieve, y recuerda haber dormido algo y que luego lo levantaron y lo echaron a un camión con los cadáveres. Luego le contaron que las autoridades del campo habían enviado a recoger los muertos para que los vecinos de Mauthausen, al ir de mañana a su trabajo, no se impresionaran al ver tantos cadáveres. Al parecer, él y Radziwill estaban casi tiesos de frío y les supusieron muertos. Pero cuando el camión llegó al crematorio del campo y sacaron los cuerpos, los prisioneros designados para el trabajo notaron que aquellos dos hombres no estaban «muertos del todo». Por suerte no había ningún SS presente y el patio estaba muy oscuro; así, que los prisioneros llevaron a Wiesenthal y Radziwill a unas duchas cercanas, les quitaron las ropas y los pusieron bajo un chorro de agua fría que les reavivó. Desde las duchas, un estrecho corredor llevaba a los barracones del campo y los dos fueron conducidos en secreto a uno de ellos, débiles y aturdidos pero con vida."
Museo de Mauthausen

SEXO. EL CUENTO DE LA CRIADA, de Margaret Atwood

SEXO. EL CUENTO DE LA CRIADA, de Margaret Atwood 

    "En la sala había reminiscencias de sexo y soledad y expectativa, la expectativa de algo sin forma ni nombre. Recuerdo aquella sensación, el anhelo de algo que siempre estaba a punto de ocurrir y que nunca era lo mismo, como no eran las mismas las manos que sin perder el tiempo nos acariciaban la región lumbar, o se escurrían entre nuestras ropas cuando nos agazapábamos en el aparcamiento o en la sala de la televisión con el aparato enmudecido y las imágenes parpadeando sobre nuestra carne exaltada. Suspirábamos por el futuro. ¿De dónde sacábamos aquel talento para la insaciabilidad? Flotaba en el aire; y aún se respiraba, como una idea tardía, cuando intentábamos dormir en los catres del ejército dispuestos en fila y separados entre sí para que no pudiéramos hablar..."
Margaret Atwood hace un cameo en el piloto de la serie                                                                                                                                                                               

domingo, 16 de septiembre de 2018

EL FINAL DE MACIAS, PRIMER DICTADOR DE GUINEA ECUATORIAL. AGONÍA, TRAICIÓN, HUIDA, de José Luis Rodríguez Jiménez

EL FINAL DE MACIAS, PRIMER DICTADOR DE GUINEA ECUATORIAL. AGONÍA, TRAICIÓN, HUIDA,  de José Luis Rodríguez Jiménez

    "...Herrero de Miñón recordó la relación cordial que en Madrid estableció con Ndongo, perteneciente a la clase media alta guineana, hombre de buena formación y con experiencia en el trato con el poder colonial, ya que había sido comandante de la Gendarmería francesa en Camerún antes de poder dedicarse con libertad a la política en su país. Relación más estrecha, de sincera amistad mantuvo, con y Ibongo, aunque esté advirtió al español que el origen cultural de cada uno imposibilitaba una relación plena. Se lo dijo con una metáfora: 'somos amigos, pero tú no has comido el corazón del Antílope, hay cosas que no puedes comprender de mi país. Que sea una metáfora no resta importancia a la pervivencia de la cultura tradicional en la sociedad guineana, e incluso de la magia entonces y durante los años siguientes. Agustín Gervás, que fue ministro consejero en la Embajada de España en Guinea tras el golpe de Obiang contra Macías, pudo oír allí que cuando el expresidente conoció su condena a muerte, mediante fusilamiento, hizo saber que utilizaría su condición de hechicero para sobrevivir y vengarse, que si un pelotón disparaba sobre él, se reencarnaría en un elefante y arrasaría las viviendas y propiedades de sus ejecutores. El fusilamiento se retrasó. El presidente Obiang trató de combatir la magia de Macias con otra magia. Hizo venir a palacio a varios hechiceros. Estos le dieron la solución: el regreso de Macías a la vida se evitaría si sus ejecutores guisaban su cerebro y sus testículos y se los comían; bastaba con una cucharada del guiso. La magia, una buena paga y una generosa ración de alcohol terminaron con Macías"
Obiang

Macias

LOS DELITOS DE LA STASI. STASILAND, de Ana Fulder

LOS DELITOS DE LA STASI. STASILAND, de Ana Funder 

    "Aunque la cárcel de Hohenschönhausen no está muy lejos del centro de Berlín Este, su existencia era desconocida incluso para la gente de los barrios colindantes. Todas las calles que llevaban a la zona o salían de ella permanecían bloqueadas por una barrera de control y un centinela. Hohenschönhausen era una cárcel para presos políticos: eran las instalaciones de seguridad más recónditas de una zona asegurada dentro de un país amurallado; otro hueco en el mapa. Frau Paul me llevó allí un día. Era un día tan frío como cualquier otro, y estábamos en una calle residencial como cualquier otra. Mientras íbamos andando, iba asintiendo y me iba contando: —Aquí estaban las barreras. —Lo único que quedaba era un bolardo en la acera que llegaba a la altura de la cadera. Entramos a lo que había sido la zona de seguridad de la Stasi—. Aquel edificio de allí era el departamento M, vigilancia postal —me explicó frau Paul, que caminaba unos pasos por delante de mí e iba señalando con la mano extendida—. Ese otro era el taller de falsificación de la Stasi, y aquel de allí era un hospital especial de la Stasi. —Eran edificios de hormigón puro. Parecían vacíos—. En aquellas torres de apartamentos vivían funcionarios de la Stasi.
(...)
    Me llevó a la sala donde la interrogaron. En este complejo había salas para 120 interrogatorios simultáneos. La de ella tenía papel pintado con motivos marrones hasta la mitad de la pared, suelo de linóleo de un color parduzco, una mesa grande y una silla. Detrás de la puerta había un pequeño taburete de cuatro patas, parecía una banqueta para ordeñar. —Veintidós horas sentada ahí —dijo frau Paul. Luego fuimos a otro edificio, al u-boot. Desde arriba parecía bastante corriente. Bajamos unos cuantos escalones. Frau Paul me iba contando que había sido construido por los rusos en 1946 con el fin de albergar varias cámaras de tortura. La escuchaba a medias, todavía me estaba haciendo al extraño olor. Algunos olores son difíciles de reconocer. Me acuerdo de la biblioteca de la facultad en época de exámenes: olía a sudor, a abrigos mojados, a mal aliento; era un olor híbrido, pero era el olor a miedo en estado puro. Este u-boot olía a humedad, a orín rancio, a vómito y a tierra: el olor de la miseria. El pasillo, que parecía un túnel, era largo e inhóspito, con bombillas peladas colgando de cables. Frau Paul empezó a abrir puertas. Primero, un compartimento tan pequeño que solo cabía una persona de pie, pensado para ser llenado de agua helada hasta el cuello. Había 68 iguales, me contó. Después había celdas de hormigón que no contenían nada y donde metían a los presos y los dejaban a oscuras entre sus propios excrementos. Había una celda tapizada hasta arriba de caucho negro almohadillado. A frau Paul la tuvieron encerrada justo al lado. Recuerda haber oído a los presos que estaban dentro de la celda de caucho, y cómo iban perdiendo la cabeza poco a poco; al final las únicas palabras que les quedaban eran: «¡No saldré de aquí en la vida!». Cuando los sacaban de allí, le mandaban a ella fregar los vómitos y la sangre. En la celda más extraña había una especie de yugo de madera parecido a los aparatos que exponen en las ferias del condado. El preso quedaba casi doblado en dos, con la cabeza y las manos entre las ranuras y el yugo cerrado por encima. Frente a la cabeza colgaba un cubo de metal a modo de morral. El suelo y las paredes eran negras, con salientes afilados. Frau Paul me explicó que el preso iba descalzo, uncido en el yugo. Los salientes se le clavaban en las plantas de los pies. Luego caía agua desde un tubo que había en el techo, directa a la cabeza. Al final, el preso sentía tanto dolor que perdía el conocimiento y se le caía la cabeza. De este modo, acababa en el agua del cubo que tenía frente a él y o bien revivía de nuevo al dolor o bien se ahogaba. No había nada de divertido en esa celda ni en estar allí con frau Paul, sentir el suelo afilado bajo mis botas, tocar el tosco yugo e imaginar estar doblado allí en la oscuridad, sufriendo y oscilando entre seguir consciente y ahogarse. Pero también había algo cerril. Parecía demasiado primitivo para la mitad del siglo XX y demasiado primitivo para este lugar. Este artilugio pertenecía a un Este más lejano y de más atrás en el tiempo, a una barraca de feria que muestra una historia con reminiscencias de los Monty Python. Pero en cierto modo había algo aún más escalofriante en el despacho con el taburete enano donde le hicieron sentarse a frau Paul, y en la mesa y la silla de despacho de lo más corrientes donde se sentaba el interrogador. Era en los despachos donde la Stasi se sentía realmente en su salsa: como innovadores, inventores de historias y vendedores ambulantes de pactos con el diablo. En ese cuarto fue donde le ofrecieron un trato y donde lo rechazó, donde un alma se dobló y se deformó para siempre. Ninguno de los torturadores de Hohenschönhausen ha sido llevado ante la justicia"





viernes, 14 de septiembre de 2018

DORMIR AL RASO. UN AÑO EN LOS BOSQUES, de Sue Hubbell

DORMIR AL RASO. UN AÑO EN LOS BOSQUES, de Sue Hubbell 

    "Esta noche he dormido al aire libre porque no podía soportar entrar. La cabaña, que este mismo invierno me parecía tan cómoda y acogedora, ha empezado a resultarme sofocante y restrictiva, así que extendí una lona en el suelo para aislar la humedad, puse el saco de dormir encima y me quedé dormida mirando las estrellas. A Tazzie le gusta permanecer a mi lado, y como estaba en el suelo podía acurrucarse contra mi espalda. Pero Andy es un perro conservador, que se preocupa mucho, y no le parecía prudente dormir al descubierto, ya que podría haber serpientes y escarabajos. Gemía con inquietud mientras yo me ponía cómoda, y en una ocasión me despertó a mitad de la noche, acariciándome con el hocico y lloriqueando, suplicándome que le dejase entrar a dormir en su alfombra. Es posible que esté más domesticado que yo, y me pregunto si me estoy asilvestrando. Los elementos y los lugares salvajes me atraen con más fuerza de lo que hiciesen hace unos años, y vivir en la casa, limpiar el polvo y cocinar no me interesa lo más mínimo."


SOLDADOS FUERA DE CONTROL. UN RUMOR DE GUERRA, de Philip Caputo

SOLDADOS FUERA DE CONTROL. UN RUMOR DE GUERRA, de Philip Caputo 

    "Mientras los aviones bombardeaban nos abrimos paso a través de los setos y el humo en dirección a la colina cuya serena cresta de color verde pálido veíamos asomar entre los árboles, más adelante. Habíamos avanzado algunos centenares de metros pero la colina no parecía más cercana. El fragor de la batalla era constante y enloquecedor, tan enloquecedor como los setos espinosos y el calor del fuego que se extendía a nuestras espaldas.
    Entonces ocurrió. La sección perdió su propio dominio. Fue una detonación emocional colectiva de hombres que habían sido llevados al límite de su aguante. Perdí el control de ellos y de mí mismo. Desesperados por llegar a la colina, atravesamos alocadamente el resto de la aldea, aullando como salvajes, encendiendo las chozas de paja, arrojando granadas a las casas de cemento que no podíamos incendiar. En nuestro frenesí, arremetimos contra los setos vivos sin sentir los pinchazos de las espinas. No sentíamos nada. Éramos incapaces de sentir algo por nosotros mismos, menos aún por otros. Cerramos nuestros oídos a los gritos y las súplicas de los aldeanos. Un anciano corrió a mi lado, me cogió por el pecho de la camisa y me preguntó:
   —¿Tai Sao? ¿Tai Sao? —¿Por qué? ¿Por qué?
   —Apártate de mi camino —respondí.
   Le cogí de la camisa y lo empujé duramente; sentí que me veía a mí mismo en una película. El anciano permaneció tendido en el lugar donde había caído, sin dejar de preguntar «¿Tai Sao? ¿Tai Sao?». Me lancé en dirección al pie de la colina, que ahora se encontraba a corta distancia.
    La mayor parte de la sección no tenía la menor idea de qué estaba haciendo. Un marine corrió hasta una choza, le prendió fuego, salió, dio una vuelta a su alrededor, penetró en medio de las llamas y rescató a un paisano que estaba en el interior; luego corrió e incendió la siguiente. Atravesamos la aldea como una tromba. Cuando empezamos a escalar la colina 52 no quedaba nada de Ha Na, salvo una larga franja de cenizas que ardían lentamente, troncos de árboles chamuscados a los que las llamas habían arrancado las hojas y pilas de cemento derruido. De todas las cosas desagradables que presencié en Vietnam, aquélla fue la peor: la repentina transformación de mi sección, de un grupo de soldados disciplinados, en una turba incendiaria.
   El pelotón salió de su locura casi inmediatamente. Nuestras cabezas se despejaron en cuanto escapamos de la aldea y respiramos el aire de la cima de la colina. Nos enteramos de que la compañía de Miller había derrotado a las ametralladoras enemigas después de los ataques aéreos, aunque había perdido muchos hombres. Se ordenó a la compañía C que permaneciera en la colina 52 durante la noche. Iniciamos nuestras excavaciones. Los escombros todavía llameantes de Ha Na estaban a nuestras espaldas. En dirección opuesta, se elevaba humo desde el sitio donde había librado su batalla la compañía D y desde la línea arbolada que habían bombardeado los aviones durante la primera hora de la contienda.
    Todo estaba sereno mientras cavábamos nuestras trincheras, extrañamente sereno después de cinco horas de combate. Mi pelotón era otra vez una sección. La calma del mundo exterior equivalía a la calma que sentíamos en nuestro interior, una tranquilidad tan profunda como profunda había sido nuestra ira. Aquella quietud interior contenía cierta dulzura, sentimiento que no habría sido posible de no haber destruido la aldea. Era como si el incendio de Ha Na hubiese surgido de una necesidad emocional. Había sido una catarsis, una purga de meses de pánico, frustración y tensión. Habíamos aliviado nuestro propio dolor infligiéndoselo a otros. Pero esa sensación de alivio estaba inseparablemente mezclada a sentimientos de culpa y de vergüenza. Al ser otra vez hombres volvíamos a sentir emociones humanas. Estábamos avergonzados de lo que habíamos hecho pero nos preguntábamos si lo habíamos hecho realmente. El cambio que se había producido en nosotros, de soldados disciplinados a salvajes desbocados y otra vez a soldados, había sido tan repentino y profundo para conferir una calidad de ensueño a la última parte de la batalla. Pese a las pruebas en sentido contrario, algunos tuvimos dificultades en creer que éramos los mismos que habían provocado tanta destrucción.

    El capitán Neal no tuvo ninguna dificultad en creerlo. Estaba legítimamente furioso conmigo y me advirtió que sería relevado y se me incoaría un expediente disciplinario si volvía a ocurrir algo semejante. Yo no necesitaba que me lo advirtiera. Me sentía bastante mal por todo eso, por la guerra, por lo que la guerra nos estaba haciendo, por mí mismo. Mientras contemplaba las brasas allá abajo y las ruinas de las casas, cayó sobre mí una sensación de culpabilidad más pesada que la más pesada carga que jamás hubiera soportado. La insensata destrucción de Ha Na no era lo único que me perturbaba, sino las oscuras y destructivas emociones que había sentido a lo largo de la batalla,.."

jueves, 13 de septiembre de 2018

CAMINAR POR LAS NOCHES DE ESTAMBUL. UNA SENSACIÓN EXTRAÑA, de Orhan Pamuk

CAMINAR POR LAS NOCHES DE ESTAMBUL. UNA SENSACIÓN EXTRAÑA, de Orhan Pamuk

    "Así fue como Mevlut llegó a comprender por fin la verdad que una parte de él había intuido todo el tiempo: caminar de noche por las calles de la ciudad le hacía sentir como si deambulara por el interior de su propia mente. Y por esta razón, cuando hablaba con los muros, los carteles publicitarios, las sombras y las formas extrañas y misteriosas que no llegaba distinguir en la oscuridad, era como si estuviera hablando consigo mismo"

DOS CLASES DE POLÍTICOS. COMPORTARSE COMO ADULTOS, de Yanis Varoufakis

DOS CLASES DE POLÍTICOS. COMPORTARSE COMO ADULTOS, de Yanis Varoufakis

    "-Hay dos clases de políticos -dijo-. Los que ven las cosas desde dentro y los que prefieren verlas desde fuera. Los que prefieren estar fuera son aquellos que prefieren ser libres para contar su versión de la verdad. El precio que pagan por su libertad es que los que están dentro, los que toman las decisiones importantes, no les prestan la menor atención. Los que viven las cosas desde dentro, por su parte, deben acatar una ley sacrosanta: no ponerse en contra de los que, como ellos, también están dentro, y no hablar nunca con los de fuera sobre lo que hacen o dicen los de dentro. ¿Cuál es su recompensa? Acceder a información privilegiada y tener la oportunidad, sin ninguna garantía, eso si, de influir sobre los que tienen el poder y condicionar sus decisiones. -Acto seguido, Summers llego por fin a su pregunta-: Entonces, Yanis -me dijo- ¿cuál de los dos eres tú?
    El instinto me apremiaba a responder con una sola palabra; pero utilicé unas cuantas más.
   -Por carácter soy de los que se sienten muy cómodos viendo las cosas desde fuera -empecé así mi respuesta-, pero -me apresuré a añadir- estoy dispuesto a aplacar mi carácter si con eso puedo conseguir un nuevo acuerdo para Grecia que suponga salir de la prisión por deuda. No tengas ninguna duda,  Larry: me comportaré como uno más de los de dentro durante el tiempo que haga falta para obtener un acuerdo que sea viable para Grecia y, por supuesto, para Europa. Pero si los que están dentro me demuestran que no están dispuestos a liberar a Grecia de las ataduras que nos impone una deuda interminable, no dudaré en convertirme en un informante y contarlo todo; o sea, volver a ver las cosas desde fuera, y así regresar a mi habitat natural"
El autor y un sinvergüenza