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martes, 26 de septiembre de 2017

OJEADORA DE ELEFANTES. AL OESTE CON LA NOCHE, de Beryl Markham

OJEADORA DE ELEFANTES. AL OESTE CON LA NOCHE, de Beryl Markham 

    "Según creo, soy la primera persona que ha ojeado elefantes con un avión, por tanto se puede deducir que la molestia más inquietante que jamás había pasado por encima de las cabezas de los miles de elefantes vistos por mí una y otra vez desde el aire habían sido los pájaros.
    La primera reacción de una manada de elefantes ante la Avian era siempre igual: abandonaban el lugar en donde comían y buscaban refugio, aunque con frecuencia, antes de rendirse, uno o dos de los machos se preparaban para la batalla y embestían en dirección a la avioneta, si la altura a la que volaba era lo suficientemente baja como para quedar dentro de su campo de visión. Cuando se percataban de la inutilidad de su actuación, toda la manada se metía en lo más profundo de la breña.
    Al siguiente día, al pasar de nuevo por la misma manada siempre descubría que se habían devanado los sesos durante la noche. En base a su reacción ante mi segunda intrusión consideraba que su forma de discurrir había sido algo así: a) La cosa que voló sobre nosotros no era un pájaro, pues a ningún pájaro le costaría tanto permanecer en el aire y, de cualquier manera, nosotros conocemos todos los pájaros. b) Si no era un pájaro, posiblemente sólo era otro truco de esos enanos bípedos contra quienes deberíamos dictar nuestras leyes. c) Los enanos bípedos (tanto negros como blancos), hasta donde alcanza nuestra buena memoria, han matado a nuestros machos por sus colmillos. Lo sabemos porque, al menos en el caso de los enanos blancos, lo único que se llevan son los colmillos.
    La forma de actuación del elefante según este razonamiento era siempre sensata y práctica. Cuando veían la Avian por segunda vez, se negaban a esconderse; por el contrario, las hembras, cuyos colmillos son pequeños y carecen de valor, se limitaban a rodear a sus machos cargados de tesoros, de tal manera que el marfil no podía verse desde el aire ni desde ningún otro lugar.
    Un ojeador de elefantes puede volverse loco con esta estrategia. Yo me he pasado casi una hora sobrevolando en círculos, entrecruzando y bajando en picado sobre una de las zonas más inhóspitas de África, esforzándome por romper ese terco amontonamiento, unas veces con éxito, otras veces sin él.
    Pero las tácticas varían. Más de una vez he encontrado un elefante grande y solitario con una despreocupación tentadora por su seguridad y su mole maciza muy a la vista, pero con la cabeza enterrada en un matorral. El elefante, por su parte, no hacía ningún esfuerzo por disimular la costumbre disparatada que se atribuye al avestruz. Por el contrario era una trampa ideada con inteligencia en la que caí, salvo en el sentido físico, por lo menos una docena de veces. El animal siempre resultaba ser una hembra grande, en vez de un macho y, siempre que llegaba a esa conclusión brillante pero tardía, el resto de la manada ya se había alejado varias millas y el señuelo, mirándome de reojo con una mirada triunfal, deambulaba sin prisa por el campo, agitaba la trompa con una indiferencia arrolladora y desaparecía.
    Es evidente que esta clase de inteligencia en un animal inferior puede dar lugar a exageraciones, algunas de ellas con la perseverancia suficiente como para que cristalicen en leyendas. Pero no se puede poner en duda la verdad por el simple hecho de que de ella haya nacido la leyenda. Los logros, casi divinos en ocasiones de nuestras propias especies en épocas pasadas, caminan tambaleándose a través de la historia apoyados la mayoría de las veces en las muletas de la fábula y la credulidad humana.
    Con respecto a la brutalidad de la caza del elefante, ya no creo sea más brutal que el noventa por ciento de las restantes actividades humanas. Supongo que no es más trágica la muerte de un elefante que la muerte de un novillo Hereford, y seguro que no a los ojos del novillo. La única diferencia estriba en que el novillo no tiene ni la destreza ni la oportunidad de burlar al señor que le conduce hacia el chuletero, mientras el elefante cuenta con éstas para luchar contra el cazador.
    Los cazadores de elefantes pueden ser desmedidamente brutos, pero sería un error considerar el elefante como un animal pacífico en conjunto. La creencia popular de que el único elefante peligroso para el hombre es el llamado «solitario» es errónea, tan errónea que un número considerable de hombres que así lo creía han quedado convertidos en polvo sin tener siquiera el justo derecho a la desintegración gradual. Si un elefante macho normal percibe el olor del hombre, en general atacará de inmediato, y su velocidad será tan increíble como su movilidad. Sus armas son la trompa y las patas, al menos en el desagradable asunto de la exterminación de un simple humano; esos resplandecientes sables de marfil esperan a sus resplandecientes enemigos.
    En Kilamakoy Blix y yo apenas entrábamos dentro de esa categoría y seguro que no después de haber acorralado al gran macho o, como sucedió, que el macho nos acorralara a nosotros. Puedo decir con auténtica satisfacción que no nos pisoteó en el instante más duradero de todos los instantes: el último de nuestras vidas."

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