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viernes, 15 de septiembre de 2017

FIGUERAS, CAPITAL DE LOS ÚLTIMOS DÍAS DE LA REPÚBLICA ESPAÑOLA. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

FIGUERAS, CAPITAL DE LOS ÚLTIMOS DÍAS DE LA REPÚBLICA ESPAÑOLA. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

    "Llegué a Gerona el 28 de enero. Antes era una pequeña ciudad antigua de callejuelas pintorescas con arcadas, jardines y viejas murallas de piedra. Pero, ahora, la ciudad al completo gritaba. No gritaba un solo hombre ni cien, gritaba la ciudad entera. Antes Gerona tenía treinta mil habitantes. Ahora, cuatrocientos mil. Personas con costales y cestas que se echaban a dormir en las calles y en las plazas. Los aviones fascistas bombardeaban y ametrallaban incesantemente y a los republicanos ya no les quedaban aviones de combate ni baterías antiaéreas. Parecía que no existiera otra cosa que gritos, sangre y palas en el cementerio: cavaban fosas comunes.
    El 30 de enero el jefe de división, un español alto y huesudo, dijo: «No quedan palas. Tenemos que cavar, pero no tenemos palas». Los caminos estaban inundados por un alud de fugitivos y los habitantes de la ciudad intentaban marcharse. Uno cargaba con una butaca. Un hombre barbudo, con aspecto de profesor, llevaba un carro lleno de libros enormes, atados con una cuerda gruesa. Los campesinos azuzaban a sus ovejas y cabras. Las niñas llevaban sus muñecas. Toda la población se marchaba. Ahora ya nadie escribía en las paredes que no querían vivir con los fascistas. No era momento para las palabras. Además, no sé si los que partían pensaban en la vida. Avanzaban sin eslóganes, sin esperanzas, quizá sin pensamientos.
    Algunas unidades continuaron luchando, conteniendo al enemigo. La pequeña ciudad de Figueras, situada a veinte kilómetros de la frontera francesa, pasó a ser por poco tiempo la capital de la República española. En una vieja herrería me encontré con un periodista conocido: habían instalado allí la redacción y la imprenta de un periódico barcelonés. Estaban preparando un nuevo número. Un hombre con la cabeza vendada dictaba en la penumbra: «Se ha repelido con éxito el ataque del enemigo, superior en número».
    Busqué a Sávich, pero no pude encontrarlo. Cuando estaba en la plaza principal, abarrotada de gente, empezó el bombardeo. Luego los aviones italianos, a vuelo rasante, ametrallaron a los refugiados. El jefe del Estado Mayor me dijo: «Tengo que dar parte, pero ni siquiera tenemos máquina de escribir». Circulaban unos rumores siniestros. Se decía que los italianos habían desembarcado en Portbou y cortado el paso entre Figueras y Francia. Los franceses no dejaban que nadie cruzara la frontera, ni siquiera las mujeres. En un café vendaban a los heridos.
    «Creo que los rusos están allí», me dijo un jefe militar señalando el edificio de una escuela. Pero allí sólo vi a Negrín, Álvarez del Vayo y otros ministros. Estaban sentados en taburetes alrededor de una mesa larga, cubierta de mapas y carpetas. Negrín dijo: «Debemos ganar tiempo para evacuar a la población a Francia. Cuando lo hayamos conseguido, viajaremos a Madrid». Uno de los ministros argumentaba que lo más importante era evacuar al ejército y sacar el material de guerra: a través de Marsella se podía trasladar el armamento y a los soldados a Valencia y, desde allí, junto con las unidades del frente central, pasar a la ofensiva. No todas las ilusiones estaban perdidas…
(...)
    Nos dijeron que el primero de febrero se reunirían en Figueras las Cortes. Sávich y yo pasamos un buen rato buscando la entrada al sótano del viejo castillo. Los italianos bombardeaban la ciudad sin descanso. En la entrada al castillo se apostaba un centinela con guantes blancos. Un viejecito sacó, no sé de dónde, una alfombra raída y cubrió con ella la escalera que conducía al sótano. «No es cómodo —dijo—, pero, después de todo, son las Cortes». Se asignaron unos bancos para el cuerpo diplomático y los periodistas. A petición del encargado, me senté en un banco destinado a los diplomáticos, para que no quedara vacío. Más tarde se sentó conmigo un miembro de nuestra embajada. Negrín estaba sin afeitar, con los ojos hinchados por las noches de insomnio. Dijo que Inglaterra y Francia habían traicionado a la República, que habían sometido Cataluña al bloqueo. Los franceses impedían el paso de los heridos graves. Dijo también la siguiente frase: «Francia se arrepentirá de lo que ha hecho». Aprobaron una proclama dirigida al pueblo: la lucha continuaba. Votaron nominalmente, los diputados se levantaban uno tras otro y respondían solemnemente «Sí». Uno de ellos llevaba un vendaje improvisado en el brazo y la sangre se filtraba por la gasa.
    Por la noche fui a la ciudad francesa de Perpiñán a transmitir la sesión de las Cortes para Izvestia, y por la mañana volví a España.
    Los fugitivos no podían avanzar por las carreteras, se desbordaban como los ríos en primavera y llenaban todos los salientes rocosos. Cerca de Puigcerdà había tanta nieve que los niños se hundían en ella. Junto al paso de Ares vi a unas ancianas que se arrastraban por unas rocas cubiertas de hielo. Los campesinos sacrificaban las ovejas, las asaban allí mismo y daban de comer a los soldados. Una mujer dio a luz en pleno campo. Buscamos a gritos ayuda médica. Apareció un anciano, un otorrino, que asistió a la mujer. Luego, calentándose frente a la hoguera, dijo: «Ha tenido suerte este niño, un poco más y no habría nacido en suelo español». El médico que pronunció estas palabras no parecía ni mucho menos un héroe. Llevaba una blusa verde de mujer y alargaba hacia el fuego sus dedos hinchados por el reuma.
    Vi a Álvarez del Vayo en la cabaña de un pastor. Alguien le llevó un café claro en una escudilla. Su mirada era tan triste que tuve que volverme. Él, sin dejarse abatir, me contó que habían enviado un camión cargado de pan a los soldados, me habló de la descarga de artillería y de la evacuación de los heridos. (Es un hombre de gran fe. Cada dos o tres años me encuentro con él en París, Moscú o Ginebra y siempre me acuerdo de aquel día de febrero, los ojos trágicos y la voz pausada y calma de aquel ministro de Asuntos Exteriores refugiado en una cabaña).
    Tres días después Sávich y yo estábamos de pie sobre una roca, en algún lugar cerca de la frontera. Pasaba frente a nosotros una interminable muchedumbre de refugiados. Los asnos rebuznaban. Lloraban los niños. Pasó una compañía de soldados, uno de los cuales, no sé por qué, tocaba la corneta. Bombardeaban. Un campesino cogió un puñado de tierra y lo envolvió en un gran pañuelo rojo.
    Más tarde escribí un poema que refería muchos de los detalles mencionados en este capítulo, pero también otro plano, el de la angustia que sólo se puede expresar en verso: «En la húmeda noche los vientos afilaban las rocas. España, arrastrando las armas, avanzaba penosamente hacia el norte. Y hasta el alba chillaban las cornetas enloquecidas. Los soldados sacaron los cañones de combate. Los campesinos azuzaban al aturdido ganado. Los niños cargaban con sus juguetes y la boca de la muñeca se retorcía en una mueca. Las mujeres daban a luz en el campo, envolvían a sus bebés y seguían la marcha para morir de pie. Ardían aún las hogueras, antes de la separación. El bronce de las trompetas todavía no había enmudecido. ¿Qué puede ser más triste y maravilloso que una mano apretando un puñado de tierra? Aquella noche, las canciones se liberaron de las palabras y los pueblos se movieron de sitio, como si fueran barcos».
    En los puestos fronterizos, los franceses no sólo apostaron gendarmes, sino militares, al principio senegaleses, luego batallones franceses. Registraron a los españoles que deponían las armas. También registraron a muchos de los refugiados. En Le Perthus vi que algunas madres eran separadas de sus hijos por error. Gritaban y se negaban a seguir, pero las empujaban.
    Yo tenía un pase policial, un carnet de periodista expedido por la Prefectura de París. En la ciudad me había servido de poco, pero allí resultó milagroso: me dejaban pasar libremente de España a Francia y viceversa. Tenía que salvar a muchos compañeros que corrían el riesgo de acabar internados en campos de prisioneros: periodistas, señoras de la limpieza de la embajada, conductores, un joven poeta y varios miembros de las Brigadas Internacionales. Durante varios días no me ocupé de otra cosa. Algunos ni siquiera tenía tiempo de enviar telegramas a mi periódico. Prefería llamar a París, donde se suponía que estaba Paul Jocelyn.
    Conocí a personas maravillosas. Por ejemplo, un maestro de un pueblo fronterizo llamado Prats de Molló, que se pasaba el día y la noche repartiendo sopa caliente y pan a los refugiados en un paso de montaña. Cientos de personas le llevaban provisiones. Conocí también a un mecánico de Arles-sur-Tech, propietario de un pequeño garaje que, sin tomarse un descanso, llevaba en su coche destartalado, desde el paso de Ares a la ciudad, a refugiados exhaustos y congelados. Los gendarmes del paso eran afables, y aquel mecánico me ayudó a que cruzaran la frontera muchos camaradas. Lamento no recordar su nombre.
    El 6 de febrero pisé suelo español por última vez. Estuve en el pueblo de Camprodon. Alrededor todavía se libraban combates.
   El gobierno francés había mandado ejecutar órdenes inhumanas, pero sobre el terreno cada uno actuaba a su manera. Cada día era testigo de gestos de solidaridad, bondad y compasión, aunque también de palmaria bajeza. En el pueblo de Le Boulou busqué a una campesina y a sus hijos, a quienes debía entregar una carta y dinero de parte del marido. El alcalde, gordinflón, con el rostro impasible y embrutecido, me respondió: «Aquí hay muchas como ésas…». Y el policía gritó: «No es asunto suyo. ¡Lárguese de aquí cuanto antes!». Le recordé los sentimientos humanos, a lo que me respondió que a él le traían sin cuidado. En las pequeñas ciudades de Saint-Laurent de Cerdans, Prats de Molló y Arles-sur-Tech, los lugareños daban de comer a los refugiados y los escondían de la policía."


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