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viernes, 13 de septiembre de 2019

A PUNTO DE MORIR. EL ÚLTIMO FRANCOTIRADOR, de Kevin Lacz

A PUNTO DE MORIR. EL ÚLTIMO FRANCOTIRADOR, de Kevin Lacz 

    "Después de que el muecín llamara a la oración, en las calles, como de costumbre, empezaba a haber movimiento. Cuando una familia no sale de su casa por la mañana, los vecinos ya saben que pasa algo. El lenguaje corporal de las calles prestaba una gran atención a los combates. Las mujeres de la vecindad que lanzaban el agua de fregar —o lo que sea que lancen a la calle— miraban hacia nuestro edificio. Bastaba con leer las pistas no verbales para completar el diálogo de aquellas mujeres: «¿Por qué no ha salido hoy Hiba (o Mohamed)? Si siempre sale…». Por supuesto, ya saben que es porque los estadounidenses estamos allí.

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    Vi a varios «curiosos» —muyas que examinaban nuestra posición— y no pararon de llegar al cruce coches que dejaban a un hombre en edad militar y recogían a otro. Todo lo que veía a través de la mira era sospechoso. Todo es sospechoso, en realidad, cuando te encuentras en la madriguera del enemigo. Pasado un rato, el bullicio se apagó y volvió la calma. La gente empezó a evaporarse de las calles. Comprendí que estaba a punto de pasar algo.
Pasó enseguida. Un cohete golpeó contra la pared del edificio, cerca de la posición de Dale. La intensa explosión hizo que los dientes me castañetearan y los oídos me pitaran con fuerza. La conmoción me dejó fuera de juego durante un segundo o dos, en los que no pude buscar desde dónde disparaban. De pronto me encontré entre una lluvia de balas. Podía oír la ametralladora y acto seguido notar cómo las balas me pasaban, como un látigo, cerca de la cabeza. La ventana estaba quedando hecha trizas. Con el corazón a mil intenté decidir si era mejor aguantar la posición o bien ponerme a cubierto. En unos pocos segundos había pasado de sentirme como el amo del zoo que contempla a los animales en sus jaulas, a ser la principal atracción del parque.

    Me escabullí hacia la izquierda tirando de la Mk 11 hacia mí y lanzándome de cabeza hacia la esquina de la habitación, hacia las diez, con la esperanza de que la pared fuera lo bastante gruesa para frenar las balas de 7,62. Casi en el mismo instante en el que me eché a un lado, una ronda cosió a balazos la silla en la que había estado sentado.

    Si no me hubiera apartado, estaría muerto.

—Dauber, ¿estás bien? —gritó Luke desde la otra habitación.

—¡Estoy bien! ¡Aquí sigo!

    Esperé a tener una ocasión para devolver el fuego, pero estaba atrapado. Antes de que pudiera pensar seriamente sobre lo cerca que había estado de morir, otro cohete impactó junto a la ventana. El estallido fue tan brutal y ensordecedor que pareció tragarse todo el aire de la habitación. Al cabo de unos pocos segundos contemplé el hueco irregular que había sido la ventana y me quedé allí quieto, como maniatado. Estaba acorralado, el fuego enemigo me impedía intervenir. No podía hacer nada. Las balas silbaban por todas partes y hacían saltar el yeso de las paredes. Era una sensación a la que no estaba nada acostumbrado, y que no me gustaba. El instinto me impelía a levantarme otra vez y abrir fuego, pero la lluvia de balas no cejaba. Lo único que podía hacer era seguir con la cabeza gacha y esperar.

    Luke se acercó a rastras por el pasillo, para comprobar cómo estaba; como siempre, iba muy bien protegido con el casco y el chaleco antibalas.

—Dauber, ¿qué hay?

    Señalé hacia la ventana, la mesa, la silla.

—Creo que me han disparado —dije, intentando tomarme a risa el ejercicio de huida y evasión con el que acababa de librarme de la Parca.

—Ya veo. Bueno, ahora a por ellos —dijo Luke.

—Así será —dije—. Por suerte el puto cohete no ha entrado en la habitación.

    Bob logró llegar hasta una ventana desde la que podía abrir fuego limpiamente, y, pasados unos diez minutos, todo volvió a la calma. Yo me tomé otro momento para reconocer que había estado a punto de palmarla, y luego pasé a otras ideas. Las balas que habían destrozado la mesa y la silla en las que estaba me habían pasado increíblemente cerca, y me encontré preguntándome: ¿cómo de cerca está un cerca? En mi cabeza, había ido de poco. Pero me acordé de uno de los lemas que nos repetimos en las fuerzas armadas: «Cerca solo vale para las granadas». Las balas habían pasado cerca, pero habían fallado su diana.
Resultado de imagen de Ramadi

No logro imaginar qué debieron pasar los soldados de la segunda guerra mundial cuando todo lo que podían hacer era sentarse en la trinchera y esperar a que la artillería acabara de barrer la zona. Ramadi no era la Europa en guerra, pero todo combatiente, para ser de veras eficaz en la batalla, debe pasar por un proceso de aprendizaje. Incluso los hombres rana, por «Grandes y Duros» que seamos, debemos saber cuándo es necesario ponerse a cubierto. No todo se puede resolver echándole huevos, hay veces en las que no se puede hacer más que seguir con vida para volver al combate mañana. Pensé en el cartel que había visto en mis primeros días en Irak: «LA AUTOSUFICIENCIA MATA». Odiaba tener que admitirlo, pero habíamos ido cayendo en la autosuficiencia. Pensé en el contraste que había entre la euforia de la semana anterior, cuando rescatamos al rehén, y estar a punto de morir en un escondrijo.

    Lentamente, guardé la gorra de los Boston Red Sox en la mochila. En más de una de las sesiones de vigilancia, había empezado a usar en vez del casco mi gorra de la «B», con estampado de camuflaje. Aun a regañadientes, tenía que admitir que, en mitad del territorio muya, eso me iba a proteger poco la mollera. Me abroché el casco al cuello y me volví a poner el correaje. Me había habituado a sentarme en mi escondite sin correaje, por culpa del calor. ¡En fin! Tocaba ponérselo otra vez. No me volverían a pillar con los pantalones bajados. Tendría todos los pertrechos a mano, listo para echarme a correr en cualquier momento con todo lo necesario. Ramadi no me iba a matar. No le iba a dar esa alegría. Me puse en pie y cogí un pellizco de tabaco. Moví la mesa, aparté la silla y volví a coger el arma, porque eso es lo que hacemos los SEAL.

    Marc se acercó a la habitación.

—Joder, tío, los muyas no han dejado nada en pie.

—Pues sí, ¿quién iba decirlo? Parece que hasta saben disparar."

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