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miércoles, 26 de julio de 2017

LA GUERRA Y STALIN. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

LA GUERRA Y STALIN. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

    "«Se ha acabado», les repetía a Liuba, a Irina, a los Sávich, a conocidos y a extraños. No encuentro palabras para expresar cuánto llegué a odiar la guerra. De todas las empresas humanas, a menudo crueles e insensatas, es la más maldita. No tiene justificación alguna, y todas las especulaciones de que la guerra forma parte de la naturaleza humana o de que es la escuela de la valentía, todos los Kipling y kiplingianos, todo el romanticismo de las «conversaciones viriles en torno a una hoguera», no bastan para superar el horror de las matanzas al por mayor, el destino de las generaciones arrancadas de raíz.
    Por la tarde transmitieron el discurso de Stalin. Era breve y seguro: no se notaba emoción alguna en su voz, no nos llamó «hermanos», como el 3 de julio del 1941, sino «compatriotas». Tronaron unas salvas inauditas: mil cañones disparaban sin descanso, los cristales de las ventanas temblaron, pero yo pensaba en el discurso. Su falta de cordialidad, aunque me entristeció, no me sorprendió. Es el generalísimo, el vencedor. ¿Para qué quiere las emociones? La gente que escuchaba el discurso exclamaba con devoción: «¡Viva Stalin!». Esto también había dejado de asombrarme desde hacía tiempo, me había acostumbrado a que, por un lado, existieran las personas, con sus alegrías y pesares, y, por otro lado, en algún lugar muy por encima de todo esto, estuviera Stalin. Se le podía ver a lo lejos dos veces al año, cuando subía a la tribuna del Mausoleo. Quería que la humanidad progresara. Guiaba a la gente, decidía sus destinos. Yo mismo escribí sobre Stalin, el vencedor. Porque era él quien nos había llevado a la victoria. Los antiguos judíos nunca creyeron que Dios quisiera a los hombres: sabían que, tras una apuesta con Satanás, Jehová había matado a todos los hijos e hijas del pío Job, lo había arruinado y le había enviado la lepra sólo para demostrar que se mantendría fiel a su amo. No consideraban bueno a su Dios, lo consideraban omnipotente y lo veneraban hasta el punto de no atreverse a pronunciar su nombre. En su día, V. V. Veresáiev me dijo: «En la catedral de San Pedro hay una estatua del apóstol. Su zapato se ha desgastado de tantos besos, el metal no ha resistido. Por supuesto, podemos cuestionar la santidad de Pedro, pero ese zapato impresiona: los labios han resultado ser más poderosos que el bronce». En contra de la costumbre judía, el nombre de Stalin se pronunciaba sin parar: no como el nombre de una persona querida, sino como un rezo, un conjuro, un voto. Veresáiev tenía razón al hablar del zapato. Al escribir sobre Stalin, pensaba en los soldados que creían en ese hombre, en los guerrilleros o en los rehenes, en las cartas redactadas ante una muerte inminente que acababan con las palabras: «¡Viva Stalin!». Mucho más tarde Borís Slutski escribió: «Y a vosotros, ¿listos y eruditos? ¡Hombres sabios, cultos y letrados! Os tomaron el pelo, como a niñas, os arrastraron de la mano, como a insensatos»."

TIEMPO DE POSGUERRA. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

TIEMPO DE POSGUERRA. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

    "En Praga me dieron un automóvil para ir a Núremberg. De nuevo una carretera por la que había pasado la guerra: ruinas, máquinas de guerra, centinelas. Conducíamos despacio, el tráfico era denso: las unidades americanas se retiraban de Chequia occidental.
    Medité en lo que había traído el fascismo a la desdichada Europa: no sólo había destruido las ciudades y exterminado a millones de hombres, sino que había envenenado la conciencia de los supervivientes. La cizaña del fascismo y del nacionalismo había volado muy lejos. Recordé a dos viejos, un húngaro y un rumano, que se pegaban escupiéndose a la cara, cómo los italianos en Rijeka insultaban a los eslovenos, cómo los campesinos de un pueblo alemán cerca de Budapest juraban venganza contra los «malditos húngaros». En Skoplje todas las calles estaban numeradas, como en Nueva York, pero Skopje es una ciudad pequeña; los nombres primero habían sido serbios, luego búlgaros y, por último, los macedonios habían preferido los números, que son neutrales. En Bucarest, en Budapest, los judíos supervivientes habían oído muchas veces decir: «Sucios asquerosos, Hitler os tendría que haber atrapado a todos». Vi a los alemanes de los Sudetes llevando brazaletes blancos en señal de humillación: los vi y sentí lo espantoso que era pagar al fascismo con su misma moneda. Eran pensamientos poco alegres. El conductor me explicó lo que había ocurrido durante la ocupación: «Nos escupieron en el alma»."
Tras derrota en la Segunda Guerra, 860.000 alemanas fueron violadas

LOS JUICIOS DE NÚREMBERG. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

LOS JUICIOS DE NÚREMBERG. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

    "Sí, me encontraba en la apoteosis de la justicia con la que había soñado en el verano de 1942. Miraba con avidez a los procesados, como si buscara la respuesta a la tragedia. Goering sonreía a la hermosa estenógrafa, Hess leía un libro, Streicher comía bocadillos. Y entretanto se leían los documentos: en las cámaras de tortura habían muerto trescientos mil, seiscientos mil, seis millones…
Por la manera en que le quedaba la ropa a Goering se veía que había adelgazado, pero seguía viéndose obeso. Tenía en el rostro un no sé qué femenino, y los auriculares que llevaba parecían un pañuelito. Escribía mucho, mandaba todo el rato notas a su abogado. De repente miró atentamente hacia mí, le susurró algo a su vecino y todos comenzaron a mirarme. Creí que detrás de mí ocurría algo, pero los hermanos Kukrinitski estaban como siempre dibujando. Luego un escolta me contó que Goering me había reconocido; resultó que ellos también me escrutaban.
    Tal vez el único episodio imprevisto ocurrió con el hombre al que los nazis llamaban la «conciencia del partido», Hess. Al principio del juicio, decía no recordar nada. Su defensor insistía en que el acusado padecía amnesia; se dedicó una audiencia entera a los informes de los médicos. Un buen día Hess pidió la palabra y declaró haber simulado amnesia por razones tácticas. Era un disparate. Por lo demás, recuerdo todas las audiencias como una larga pesadilla.
    Cuando proyectaron la película sobre los campos de la muerte, Schacht dio la espalda a la pantalla: no quería verlo; otros, en cambio, miraban; Frank lloraba y se enjugaba las lágrimas con un pañuelo. Suena inverosímil, pero lo vi con mis propios ojos: Hans Frank, el mismo que escribió que en Polonia, a su llegada, había tres millones y medio de judíos y que, en 1944, sólo quedaban unos cientos de miles, sollozaba al ver en la pantalla lo que muchas veces había visto en la vida real. Quizá lloraba por él mismo, tal vez se daba cuenta de la suerte que le esperaba.
    Los acusadores hablaban de fechorías terribles. Los planes de ataque contra diversos países tenían nombres convencionales: la anexión de Austria era el «plan Otto»; la toma de Checoslovaquia, el «plan verde», y la de Yugoslavia, «acción Marita»; el aniquilamiento de Polonia, el «caso Himmler»; el ataque planeado contra Gibraltar, la «operación Félix»; la invasión de la Unión Soviética, «la operación Barbarrosa». Cerca de cincuenta millones de muertes y una veintena de individuos insignificantes: ¡no, eso no cabía en la conciencia de nadie!
    Ribbentrop, delgado, calvo, dijo que, debido al insomnio, había tomado muchos somníferos y se le había debilitado la memoria; en general, se había ocupado de la diplomacia, firmando tratados y entablando negociaciones. Se comportaba como un venerable anciano burgués. El mariscal de campo Keitel parecía un ordenancista. Más de una vez había visto a tipos así, que respondían a todo como un soldado raso: «Cumplía órdenes»; cuando leyeron la orden que dictó sobre marcar a los prisioneros de guerra soviéticos, se encogió de hombros: «Fue un lamentable malentendido». Frank, el hombre que, después de haber cometido atrocidades en Polonia, rompió a llorar viendo Auschwitz en la pantalla, respondía de buena gana a las preguntas, descargaba toda la responsabilidad sobre Himmler, decía que se había ocupado exclusivamente del «traslado»: «Yo no era más que un subordinado administrativo». Lo observé mientras leían su informe sobre la liquidación del gueto de Varsovia. En él informaba acerca de que se había recogido la ropa y de que lo mismo se podía hacer con la chatarra; las tuberías del alcantarillado donde se escondían los supervivientes se habían inundado de agua. Escuchaba sus propias palabras con estupor, pestañeando. Cuando el fiscal mencionó que había robado un cuadro de Leonardo da Vinci, Frank respondió: «Me resulta difícil precisar cuánto valía la obra, no soy un entendido y, además, los precios variaban según al marco». El que sí que se consideraba un entendido era Alfred Rosenberg, que recogía ediciones raras de libros rusos; era un erudito, ideólogo del Partido Nazi. Al mismo tiempo cumplía varios cargos administrativos y se apropiaba de las riquezas de la Unión Soviética sin desdeñar siquiera las bagatelas: ordenó, por ejemplo, arrancar los dientes de oro a los judíos «dos o tres horas antes de la operación» (así se referían a los exterminios en masa).
    De repente las horrorosas cifras se interrumpían con detalles de la vida cotidiana. El fiscal hablaba de las obras de arte expoliadas en diferentes países. Goering había amasado una excelente colección de cuadros de los viejos maestros. No sé por qué salió a colación, pero se mencionó una vez que, en vez de robar, había regateado el precio de un servicio de porcelana: ¡oh, sí, amaba la belleza! Enumerando sus títulos, no se olvidaba de hacer constar que había dirigido el departamento forestal y presidido la asociación de cazadores.
    El exterminador de los checos, Neurath, explicó: «Los acontecimientos me pillaron por sorpresa. Hitler me mandó llamar y me dijo: “Es usted un hombre moderno, es decir, tiene sangre fría; dominará a los checos”». La especialidad de Streicher eran los judíos; parecía un viejo colérico cualquiera. Veinte años atrás, en el mismo Núremberg, había sido sospechoso de corruptor de menores, pero había logrado salir indemne. Cuando comenzaron a interrogarlo en relación con el número de judíos asesinados, se quedó sorprendido: «Siempre fui un ferviente seguidor de Theodor Herzl, siempre he apoyado la necesidad de dar Palestina a los judíos».
    Los observaba y veía una sola cosa: miedo. Una cosa es matar a un millón de personas —es un programa, celo administrativo, disciplina del Partido, frenesí—, y otra muy diferente sentir que dentro de uno o seis meses te matarán a ti, Hermann, Julius, Rudolph, Alfred. Algunos trataban de discutir sobre el proceso judicial: Seyss-Inquart, que había cometido torturas en Holanda, tenía formación jurídica y de pronto recordó la base del derecho; otros trataban de complacer a los jueces con su sensibilidad o, al menos, con su cortesía y detallismo a la hora de testificar, y otros se esforzaban en achacar la responsabilidad a su vecino de banco y a Hitler. Hitler no estaba en Núremberg, pero de no haberse quitado la vida en un momento de arrebato tal vez también él le habría echado la culpa a los demás diciendo que él quería la prosperidad de Alemania y de toda Europa, pero que sus ideas se habían distorsionado, que muchos habían actuado a escondidas de él y lo habían engañado.
    «Usted es un hombre moderno, es decir, tiene la sangre fría», le había dicho Hitler a Neurath. Tal vez estas palabras explican muchas cosas. Durante las largas audiencias del proceso se habló de las cámaras de gas, de lo que se suponía que tenían que hacer los administradores alemanes en Bakú tras ocupar la ciudad, de la utilización de los cabellos femeninos suministrados por Auschwitz. Todo era muy «moderno»: la ocupación de varios países, el plan para destruir Leningrado, la ejecución de los rehenes franceses y Babi Yar; una gran empresa o, si se prefiere, un trust gigantesco.
    Un día, en un gélido pasillo, estuve conversando con Vsévolod Ivánov. Entonces lo conocía poco aún, nos habíamos visto pocas veces. Era un hombre lleno de ideas e imágenes enmarañadas, con una consciencia honesta y clara. Me preguntó con aire perplejo: «¿Cómo se hace para comprender todo esto?». «No lo sé», respondí. Para los jueces, en cambio, resultaba fácil: el delito era flagrante. Pero nosotros, los escritores, queríamos entender otra cosa: ¿cómo habían sido capaces aquellos hombres de llegar a perpetrar aquellas atrocidades y cómo habían podido los otros hombres cumplir sus órdenes sin rechistar? Queríamos comprenderlo, pero no podíamos.
    Recordaba haber asistido en Poltava a juicios contra campesinos ignorantes y desesperados; recordaba a Landrú, encarnación del mito de Barba Azul, y al loco de Gorgulov: en esos casos vimos distorsiones del ser humano, pero, en Núremberg, había sólo una contabilidad sanguinaria. Di una ojeada al banco y de pronto pensé que si aquellos hombres estuvieran en un restaurante celebrando las bodas de plata del viajante Ribbentrop o la jubilación del funcionario bávaro Wilhelm Frick, nadie se dignaría mirarlos. Aquí acaba el mundo de Dostoievski y comienza el de los robots."
Curiosa fotografía en la que todos los procesados se retratan durante el Juicio contra la jerarquía nazi.

LA GUERRA FRÍA EN BERLÍN. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

LA GUERRA FRÍA EN BERLÍN. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

    "Mi visado expiró. Me fui a Berlín. Allí la Guerra Fría se había convertido en un hecho cotidiano. Por la fiesta de la Trinidad se organizó un «encuentro de la juventud». Muchachos y chicas con camisas y blusas azules marchaban, cantaban y escuchaban los discursos. Todo eso ocurría entre las ruinas. Un lado de la Potsdamer Platz pertenecía a la República Democrática, mientras que en el otro lado estaban acantonadas las fuerzas estadounidenses. Los chicos con camisas azules lanzaron al otro lado paquetes de octavillas con la imagen de la paloma de Picasso. En respuesta, volaron naranjas por los aires, y un joven con una camisa a cuadros gritó: «¡Pero no tenéis naranjas!».
    La gente cruzaba la frontera constantemente para ir al trabajo, ver a los parientes, comprar algo. Hice varias salidas al Berlín occidental. Frente al Romanisches Café, donde en otros tiempos me había sentado con Moholy-Nagy, Maiakovski, Walter Mehring y Tuwim, se cambiaban marcos orientales por marcos occidentales. El mismo ajetreo había entre los cientos de cambistas ubicados en barracas o en las plantas bajas de las casas destruidas. La tasa de cambio entonces era fantástica: por un marco occidental se pedían siete marcos orientales. Costaba un marco afeitarse a ambos lados de la ciudad. Los burgueses ahorradores del sector occidental iban a afeitarse al oriental, con lo cual sacaban un beneficio de seis marcos. Las amas de casa del sector occidental compraban en la zona oriental las hortalizas, mientras que las del oriental adquirían en la zona occidental café, naranjas y plátanos. En las tiendas de la Potsdamerstrasse se vendían tejidos ingleses, y los burgueses ahorradores de Charlottenburg llevaban cheviot excelente a los sastres de Alexanderplatz, donde hacerse un traje resultaba tres veces más barato. En la Kurfürstendamm la gente bailaba samba, bebía vino del Rin, admiraba a las cantantes estridentes y semidesnudas. Los aficionados al teatro, sin embargo, iban al Berlín Oriental para ver las obras de Brecht. En el Berlín Occidental había mucho desempleo, pero los estadounidenses no escatimaban dinero: para ellos no era una ciudad sino un escaparate del paraíso capitalista; los desempleados recibían un subsidio de cien marcos al mes y decían a los amigos del Berlín Oriental: «Sin trabajar ganamos setecientos marcos de los vuestros».
En el sector oriental abundaban las librerías. Se veían muchos manifiestos políticos, en las carteleras se anunciaban Los bandidos de Schiller o discusiones sobre el tema: «¿Es necesario el arte?». El Berlín Occidental estaba repleto de tiendecitas que vendían artículos de lujo.
(...)
    Por los altavoces de los dos Berlín no dejaban de intercambiarse acusaciones de la mañana a la noche. Esto, como tantas otras cosas, recordaba lo que sucedía en el frente. La prensa del Berlín Occidental aseguraba que los «rojos» habían alentado una concentración juvenil para ocupar toda la ciudad. Los estadounidenses, los ingleses y los franceses alinearon los carros armados. Pero no se produjo ni un disparo: sólo hubo muchas octavillas y algunas naranjas.
    La guerra tiene sus leyes. Empobrece el mundo espiritual de las personas, simplifica sus juicios, santifica a los suyos y convierte en un monstruo al enemigo. La Guerra Fría se parecía demasiado a cualquier otra guerra. Si consideramos Moscú y Nueva York como la retaguardia, los berlineses vivían en la línea del frente. Pero el escritor no puede contentarse con las consignas habituales, con la iconografía o con las caricaturas."

ESCALAR. ESCALADAS EN LOS ALPES, de Albert Mummery

ESCALAR. ESCALADAS EN LOS ALPES, de Albert Mummery 

    "Cuando me pongo en marcha por la mañana no quiero saber qué es lo voy a hacer exactamente o cómo voy a hacerlo. Me gusta la sensación de que habré que esforzarme al máximo y de que, incluso así, podremos vernos frustrados y vencidos. De manera similar, es infinito el deleite de recordar todos los vaivenes de una larga e incierta victoria, mientras que la memoria de una aburrida certeza detrás de dos guías incansables es aburrida en extremo y no tarda en diluirse en el monótono pasado."

LA DEMOCRACIA. LA AGONÍA DE FRANCIA, de Manuel Chaves Nogales

"la convicción de que en la democracia los mejor dotados fracasaban mientras en los regímenes totalitarios el material humano más innoble, los antiguos confidentes de la policía, los chulos, los estafadores, toda la escoria de una mesocracia ruin se convierte fácilmente en instrumento eficaz de gobierno, se ha deducido la superioridad fundamental de los regímenes autoritarios. Un régimen que convierte a los profesores de Universidad en viles servidores de los intereses particulares que se entrechocan en la democracia —piensan sus enemigos— es positivamente inferior a un régimen que sabe convertir en estadistas a los gánsters. Un régimen que hace de Charles Maurras un panfletista contumaz no tiene punto de comparación con un régimen que tiene la virtud milagrosa de hacer de Goering nada menos que un estadista.
Éste es el gran señuelo del totalitarismo. Mientras la democracia mantiene a los hombres en un estado permanente de impureza, el totalitarismo es un Jordán purificador maravilloso. Mientras el demócrata tiene que subir un calvario con la cruz a cuestas, cayendo y levantándose entre la befa y los salivazos de la canalla irritada, el totalitario aparece ante las masas humildemente postradas como un arcángel resplandeciente.
Basta imaginar las catástrofes fulminantes que se producirían en Alemania, Italia o la URSS si las masas, humildemente postradas ante sus arcángeles rutilantes que menean diestramente las espadas flamígeras del totalitarismo, adoptasen la actitud rebelde que habían adoptado en el seno de la democracia francesa.
Porque la única verdad de la decadencia de las democracias radica en el hecho innegable de la rebelión de las masas, el gran fenómeno de nuestro tiempo, provocado no por un afán de superación multitudinario, sino por un desencadenamiento diabólico de los más bajos instintos.
Las democracias, privadas de la asistencia de las masas, en cuyo nombre actúan y gobiernan, están perdidas. El totalitarismo, la nueva barbarie, lo único que ha conseguido ha sido sustraer a la democracia las masas populares que eran su razón de ser, pero no porque represente una superación filosófica, ni siquiera política, social o económica, sino por el desequilibrio tremendo que se ha producido entre el progreso material y el progreso espiritual, por el hecho puro y simple de que hoy día un adolescente semianalfabeto, pero que tenga buenos movimientos, reflejos y pulmones resistentes puede aterrorizar a una ciudad de millones de habitantes planeando sobre ella con una tonelada de mortíferos explosivos, gracias a un motor cuyo funcionamiento ni siquiera conoce y que conduce a ciegas con sólo mover unos resortes.
Se ha conseguido reducir al mínimum los valores humanos que entran en juego en la lucha y con ese mínimum de humanidad, mejor dicho, con esa animalidad amaestrada que basta para las grandes acciones gracias al progreso mecánico, los nuevos bárbaros pretenden dominar y esclavizar a una civilización que ni intelectual ni espiritualmente han podido superar."

LA DERROTA SOCIAL. LA AGONÍA DE FRANCIA, de Manuel Chaves Nogales

LA DERROTA SOCIAL. LA AGONÍA DE FRANCIA, de Manuel Chaves Nogales 

    "En la ciudad moderna, en la complejidad de sus servicios se produce este fenómeno terrible que ya hemos señalado al principio. Un Estado puede derrumbarse, un país puede ser invadido sin que se produzca en las masas una reacción profunda, pero en cambio no es posible que el servicio municipal de limpieza deje de recoger las basuras durante cuarenta y ocho horas. Las masas modernas lo soportan todo menos la incomodidad material, física. La independencia de la patria, los derechos del hombre, los destinos de la civilización, son hoy para la gran masa ciudadana puras abstracciones que no tienen ningún sentido frente al hecho cierto, tangible, irritante, de que al salir del trabajo no se pueda tomar el aperitivo o de que haya que perder una hora haciendo cola ante la puerta de una panadería o de que el tráfico rodado no esté cuidadosamente regulado en las encrucijadas por los agentes de la autoridad. El automovilista que se ve obligado a permanecer quince minutos inmovilizado entre cuatro filas de autos por un embotellamiento adquiere inmediatamente la convicción de que el Estado que le gobierna ha fracasado en su función esencial, y en ese momento no le importa lo más mínimo su significación ideológica ni su destino histórico; lo que quiere, nerviosamente, angustiosamente, es que las ruedas de su auto puedan seguir rodando, recorrer el número de kilómetros que se había propuesto salvar en el tiempo a que le da derecho la potencia de la máquina que maneja. Todo lo demás le trae completamente sin cuidado. Este fenómeno de falta de imaginación colectiva es esencialísimo si se quiere comprender la catástrofe de Francia.
(...)
    Mientras en el camino de París a Tours cien mil autos apelotonados marchaban lentamente, tropezándose, empujándose, y quedándose atascados en las cunetas con esa morosidad y esa confusión terrible de los grandes éxodos, los primeros destacamentos alemanes que entraban en París estaban formados por agentes de la circulación que se pusieron tranquilamente a regular el tránsito. París fue conquistado por los agentes de la porra. El último automóvil fugitivo que salía de París tuvo que desviar su ruta en la Puerta de Saint Cloud porque un agente de circulación hitleriano maniobrando las señales luminosas del tráfico había puesto el disco rojo en el cruce para dar paso a los carros de asalto de la primera división motorizada alemana que entraba al asalto de París.
Ésta es una de las grandes revelaciones de la catástrofe de Francia. Tenemos el prejuicio de que las grandes catástrofes de los pueblos sólo son posibles en medio de un apocalíptico desorden; conservamos fielmente la imagen dramática de las guerras clásicas, creemos demasiado en la realidad de las estampas románticas de victorias y derrotas y no acertamos a ver que en nuestro tiempo, dentro de la cuadrícula estrecha de nuestra organización social y urbana, las cosas suceden de una manera mucho más sencilla, con una simplicidad y una facilidad aterradoras. En la Puerta de Saint Cloud un guardia de la circulación había sido sustituido por otro. Esto es todo.
    Un inmenso imperio se ha derrumbado, veinte siglos de civilización han sucumbido."
EL AUTOR, EN EL CENTRO

lunes, 3 de julio de 2017

SOBRE ALBERT F. MUMMERY. ESCALADAS EN LOS ALPES, de Albert F. Mummery

SOBRE ALBERT F. MUMMERY. ESCALADAS EN LOS ALPES, de Albert F. Mummery

    Dice Sebastián Alvaro en el prólogo:
    "A Mummery y a algunos de sus contemporáneos, como Geoffrey Winthrop Young. también se debe una contribución importante al desarrollo del alpinismo, al prescindir de la ayuda de los guías (aunque al principio escalase algunas de sus vías más conocidas con el guía Alexander Burgener), tendencia que se iría generalizando con el transcurso del tiempo. Llegar a esa conclusión también supondría un magnífico legado para el desarrollo del alpinismo. Escribiría: «He aprendido la gran verdad, a saber, que quienes realmente desean gustar las alegrías y los placeres de la montaña deben saber desenvolverse en las nieves de la altura confiando sólo en sus dotes y en sus conocimientos propios»."

¿EL HUMANISMO NO PROTEGE DE NADA? LOS HERMANOS HIMMLER, de Katrin Himmler

¿EL HUMANISMO NO PROTEGE DE NADA? LOS HERMANOS HIMMLER, de Katrin Himmler 

    "...aquella pregunta que hizo desesperar a Alfred Andersch, quien como alumno del Wittelsbacher Gymnasium tuvo que aprender griego antiguo con el padre de Himmler: ¿el humanismo no protege de nada?

    Pues no. El humanismo entendido como conocimiento de la antigüedad clásica no preserva de la barbarie ni del asesinato masivo. Katrin Himmler responde a la pregunta de Andersch mostrando a una familia cuyos vínculos estaban constituidos por el ascenso social, el orgullo paterno por las carreras de los hijos, la disciplina y la ausencia de compasión con aquellos que no parecían satisfacer tales exigencias. Uno de los documentos más reveladores, datado de los primeros tiempos de esta familia, son las cartas que el padre escribió a cada uno de los suyos en 1910, antes de partir de viaje hacia Grecia; son todo un legado político y educativo que permite calibrar los valores que lo inspiraban. Daba a su mujer instrucciones detalladas sobre cómo administrar el hogar, a quién pedir consejo en caso de que él muriese y entre quiénes elegir a los padrinos de sus hijos. Al mayor, Gebhard, lo exhortaba a contentar a la madre con aplicación, fidelidad al deber y pureza de costumbres, a la vez que lo instaba a ser un hombre capaz y de convicciones alemanas. Al menor, Ernst, le exigía que fuera cumplidor e hiciera cuanto le dijeran la madre y el maestro. Obediencia, aplicación, deber, dureza y convicciones alemanas, y no el ideal humanista de la personalidad interrogativa, argumentativa, dubitativa; esos eran los puntos de mira de la familia Himmler."