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jueves, 28 de septiembre de 2017

ORIGEN DEL SIONISMO. LEÓN TROTSKY, de Joshua Rubenstein

ORIGEN DEL SIONISMO. LEÓN TROTSKY, de Joshua Rubenstein 

"Durante los primeros meses que pasó Trotsky en Europa occidental, a principios de abril de 1903 llegaron procedentes de Rusia noticias estremecedoras de la formación de un pogromo contra los judíos de Kishinev, la capital de la provincia besarabia de Moldavia (hoy día también se conoce a esta ciudad por el nombre de Chisinau). En la ciudad de Dubasari, cuarenta kilómetros al norte de Kishinev, se había encontrado el cadáver de un niño cristiano ruso asesinado. La prensa antisemita local había construido la acusación de que los judíos habían asesinado al niño con el fin de utilizar su sangre para elaborar pan ázimo tradicional con el que celebrar la inminente festividad de la Pascua judía: el libelo de sangre que llevaba siglos asediando a las comunidades judías. Los ciudadanos enfurecidos desencadenaron una espiral de violencia en la que mataron a casi cincuenta judíos, dejaron heridos a varios centenares y saquearon y destruyeron nada menos que setecientos hogares. Durante tres días no intervinieron ni la policía ni el ejército para poner fin a la violencia, lo que causó la inevitable impresión de que el régimen había estimulado o tolerado la creación del pogromo. El pogromo de Kishinev suscitó reacciones profundamente enfrentadas. Para el ministro del interior, Vyascheslav von Plehwe, el pogromo no significaba nada más que una advertencia contundente a los judíos del imperio para que se apartaran de la causa revolucionaria. Cuando poco más adelante, en primavera, Plehwe concedió audiencia a un grupo de judíos de Odessa, hizo caso omiso de sus peticiones de ayuda y, por el contrario, los amonestó en tono amenazador: Decid a la juventud judía, a vuestros hijos e hijas, decid a todos vuestros intelectuales, que no deben pensar que Rusia es un organismo viejo, decadente y en desintegración; una Rusia joven y desarrollada vencerá al movimiento revolucionario. Se habla mucho del miedo de los judíos, pero no es cierto. Los judíos son lo más valiente de la población. En el oeste de Rusia, aproximadamente el 90 por ciento de los revolucionarios son judíos y en el conjunto del país, en torno al 40 por ciento. No os ocultaré que nos preocupa el movimiento revolucionario de Rusia… pero debéis saber que si no apartáis a vuestra juventud del movimiento revolucionario, os haremos la situación insostenible hasta el extremo de que tendréis que abandonar Rusia, ¡hasta el último de vosotros! Luego, ese mismo verano, Theodor Herzl, un periodista vienés de primera línea y fundador del sionismo moderno, viajó a San Petersburgo, donde lo recibieron tanto Plehwe como Witte. Ambos reconocían que la política zarista empujaba a los judíos a apoyar la revolución. «Si yo fuera judío, seguramente también sería enemigo del gobierno», aseguró Plehwe a Herzl. A juicio de este, el movimiento sionista era capaz de ofrecer una vía más esperanzadora a la resistencia judía y pondría fin a «la deserción hacia el socialismo». Los socialdemócratas judíos del entorno de Lenin rechazaban los puntos de vista de Herzl..."
Sinagoga de Budapest

LOS GUÍAS. ESCALADAS EN LOS ALPES, de Albert Mummery

LOS GUÍAS. ESCALADAS EN LOS ALPES, de Albert Mummery 

    "Una vez encontré a un hombre que me dijo, a las once de la mañana, que acababa de subir los Charmoz. Parecía profundamente orgulloso de su logro y es indudable que lo había hecho a una velocidad extraordinaria. «Pero», me pregunté a mí mismo, «¿por qué lo ha hecho?». ¿Puede alguien con ojos en la cabeza y un alma inmortal en su cuerda, apresurarse a abandonar la tosca belleza de la arista de los Charmoz para regresar corriendo hasta las hordas de turistas dirigidos que llenan y hacen insufrible el mediodía y la tarde en Montenvers? Y esto no es algo excepcional; en Zermatt es frecuente encontrar personas a primera hora de la mañana que han cometido la tontería de abandonar los rincones más bellos y los íntimos recovecos de los Alpes, el Gablehorn, el Rothorn u otro pico similar, para apresurarse a volver a las orquestas de metal y a los trovadores negros de esos lugares para excursionistas. El escalador sin guía no hace ninguna de esas cosas; rara vez se le ve regresar antes de que el último brillo del día se haya ocultado en el horizonte del oeste. Es la noche, y sólo la noche, lo que le conduce de regreso a las atestadas guaridas de los turistas. Ese amor por vivir al sol y en las altas nieves es la marca de identidad del entusiasta y lo distingue del tropel de fanfarrones y de todos los «hacedores de los Alpes». No hay que asumir que el amor por la montaña deba considerarse como el primero de los deberes humanos, o que el valor de la moral de un hombre pueda determinarse por la hora a la que suele regresar al albergue, sino que el montañero, el hombre que puede entender cada cambio de luz y sombra y que venera el verdadero espíritu del mundo superior, se diferencia por esos detalles de imitadores e hipócritas empedernidos."
Mummery

miércoles, 27 de septiembre de 2017

ROBERT DESNOS. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

ROBERT DESNOS. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 


    "Conocí al poeta Robert Desnos en 1927, pero fue más tarde, en 1929-1930, cuando nos vimos con frecuencia. Nunca fue mi amigo, pero me atraía por su carácter apasionado y, a la vez, por su dulzura, por su humanidad. No había nada en él del literato profesional. Además, no se parecía a los franceses que yo conocía, que hacían todo para complicar las cosas o, como se dice en Francia, «couper les cheveux en quatre». Aún imperaba el culto a la poesía hermética cuando Desnos declaró que era necesario comprender y ser comprendido.
    Desnos había sido uno de los partidarios más acérrimos del surrealismo de los inicios. Enseguida había hecho suyo el dogma de «la escritura automática» y del culto a los sueños. En un café ruidoso, cerraba de pronto los ojos y se ponía a profetizar, mientras alguno de sus compañeros anotaba lo que decía. Tenía entonces veintidós años, y esto lo sé por terceras personas.
    Pero en 1929 el surrealismo comenzaba a escindirse y, pese a todos los esfuerzos de André Breton (a quien llamaban en tono de broma «el papa del surrealismo») por mantener la unidad del grupo, los poetas se dispersaron en distintas direcciones. A pesar de su nombre, el surrealismo no era un vuelo poético, sino una buena pista de despegue, de modo que la clamorosa ingenuidad de las primeras declaraciones no fue obstáculo para que de él salieran poetas como Éluard y Aragon.
    En 1930 Desnos declaró: «El surrealismo, tal y como lo presenta Breton, es uno de los peligros más graves para el pensamiento libre, una pérfida trampa para el ateísmo, el mejor asidero para el renacimiento del catolicismo y el espíritu clerical».
    ¿Por qué me cautivaban tanto sus versos y su manera de ser? Responderé con palabras de Éluard: «De todos los poetas que he conocido, Desnos era el más espontáneo, el más libre, era un poeta inseparable de la inspiración, podía hablar como pocos poetas saben escribir. Era, de todos, el más osado».
    He dicho que, de vez en cuando, nos encontrábamos. Algunas veces fue a verme al boulevard Saint-Marcel (la portera, que nos consideraba a mí y a cuantos me visitaban tipos sospechosos, gritó a Desnos que se limpiara los pies, a lo que Desnos respondió con calma: «Madame, vous êtes un c…»). Una vez fui a su taller, en la rue Blomet, al lado de una sala de baile frecuentada por negros. El local de Desnos estaba atestado de trastos indescriptibles que compraba, no se sabe por qué, en el «mercado de pulgas», como llaman al rastro de París. Se me ha quedado grabada en la memoria una espantosa sirena de cera. A él le gustaba mucho. (Muchos años más tarde, leí unos versos suyos en que calificaba de «sirena» a Yuki, la mujer que amaba, y él se comparaba con un «caballito de mar»).
Desnos procuraba ganarse la vida escribiendo artículos para periódicos. Fue reportero del Paris Matinal, de Merle, y luego colaboró con otros medios. Conoció el poder del dinero y escribió: «¿Un periódico se escribe con tinta? Es posible, pero sobre todo se escribe con petróleo, con margarina, con carbón, con algodón, con caucho, si no con sangre».
    Desnos escribía mucho sobre el amor, y uno de sus mejores libros se titula La noche de las noches sin amor. Encontró a su sirena. Yo conocía a Yuki; era hermosa, muy espabilada, venía a menudo a Montparnasse con su marido, el pintor japonés Fujita, viejo parroquiano de La Rotonde. Fujita se fue al Japón y Yuki se convirtió en la mujer de Desnos. Su amor era enternecedor, con esa leve ironía que es inseparable del romanticismo. Cuando, en 1944, los nazis le detuvieron y lo enviaron a un campo de tránsito, escribió desde allí a Yuki: «¡Amor mío! Nuestro dolor sería insoportable si no lo considerásemos como una enfermedad pasajera y sentimental. Nuestro encuentro, después de esta separación, embellecerá nuestra vida durante treinta años por lo menos… No sé si recibirás esta carta para el día de tu cumpleaños. Quisiera regalarte cien mil cigarrillos rubios, doce vestidos maravillosos, un piso en la calle del Sena, un automóvil, una casita en el bosque de Compiègne, una casa en Belle-Île y un pequeño ramillete».
    Si pensamos en el lugar donde escribió estas líneas y en qué estado se hallaría su corazón, se comprenderán mis palabras sobre la ironía romántica: no se trata de un recurso literario, sino de pudor. Sus últimos versos, escritos en un «campo de la muerte», están dirigidos a Yuki: «Tanto he soñado contigo, tanto he hablado y caminado, tanto he amado tu sombra, que no me queda nada de ti. Ya no me queda sino ser sombra entre las sombras, y cien veces más sombra que la sombra».
    En 1931 Desnos, que aborrecía los periódicos, encontró trabajo en una agencia inmobiliaria. Hay pocos episodios pintorescos en su biografía: el pudor censuraba su vida.
    Cuando todavía trabajaba como periodista, le enviaron a Cuba, donde se celebraba no sé qué congreso. Desnos se enamoró de la música popular cubana, no se hartaba de hablar de ella, de canturrearla, de tamborilearla sobre la mesa. Quería imitar a los poetas anónimos de Cuba y se puso a componer coplas.
    En 1942 escribió sus Coplas de la calle de Saint-Martin donde había nacido. En aquella época los parisinos supieron lo que significa un toque de campanilla o una llamada a la puerta antes del amanecer: «Je n’aime plus la rue Saint-Martin | Depuis qu’André Platard l’a quittée, | Je n’aime plus la rue Saint-Martin, | Je n’aime rien, pas même le vin. || Je n’aime plus la rue Saint-Martin | Depuis qu’André Platard l’a quittée, | C’est mon ami, c’est mon copain. | Nous partagions la chambre et le pain. || C’est mon ami, c’est mon copain. | Il a disparu un matin. | Ils l’ont emmené, on ne sait plus rien. | On ne l’a plus revu, dans la rue Saint-Martin». [Ya no me gusta la calle Saint-Martin | Desde que André Platard la dejó, | Ya no me gusta la calle Saint-Martin, | No me gusta nada, ni siquiera el vino. || Ya no me gusta la calle Saint-Martin | Desde que André Platard la dejó, | Es mi amigo, mi compañero | Compartíamos la habitación y el pan. || Es mi amigo, mi compañero | Desapareció una mañana. | Se lo llevaron, no supimos nada más. || No lo hemos vuelto a ver, en la calle Saint-Martin].
La última vez que me encontré con Desnos fue en primavera, o tal vez en verano de 1939. Era un día muy caluroso, nos sentamos en la terraza vacía de un café y hablamos, como es natural, de lo que entonces todo el mundo hablaba: ¿habrá o no habrá guerra? Desnos estaba triste. Cuando nos despedimos se puso a despotricar: «¡Mierda! ¡Una auténtica mierda!». No sé a qué se refería, si a Hitler, a Daladier o al destino.
    Cuando volví a París después de la guerra, me contaron que Desnos había muerto en un campo de concentración. Luego me enteré de los detalles. Había participado en la Resistencia, no sólo había escrito versos políticos, sino que además había recogido información sobre los movimientos de las tropas alemanas. El 22 de febrero de 1944 le previnieron por teléfono: «No duerma en casa». Desnos tuvo miedo de que, en su lugar, arrestaran a Yuki. Se quedó y abrió tranquilamente la puerta.
Cuando lo condujeron a la rue des Saussaies, donde se encontraba la Sûreté, un joven fascista le gritó:     «¡Quítese las gafas!». Desnos entendió lo que significaba y respondió: «No tenemos la misma edad. Preferiría los puñetazos a las bofetadas».
    Un pez gordo de la Gestapo, mientras cenaba con algunos escritores y periodistas franceses, hablaba de las últimas detenciones y dijo: «¡En el campamento de Compiègne ahora hay un poeta, imagínenselo! Se llama… Robert Desnos. Pero no creo que le deporten». Entonces, el periodista Laubreaux, a quien todos conocemos muy bien (luego huyó a España), exclamó: «¡Deportarle no! ¡Hay que fusilarle! ¡Es un hombre peligroso, un terrorista, un comunista!».
    De Compiègne trasladaron a Desnos a Auschwitz. Algunos de los reclusos se salvaron de milagro y, según explican, Desnos se esforzaba en dar ánimos a los demás. En Auschwitz, al ver que sus compañeros caían en la desesperación, dijo que sabía leer las líneas de la palma de la mano, y a todos les vaticinó una larga vida y felicidad. Siempre murmuraba algo: componía versos.
    Las tropas soviéticas avanzaban rápidamente hacia el oeste. Los nazis trasladaron a los reclusos de Auschwitz a Buchenwald y luego a Checoslovaquia, al campo de Terezin. La gente, agotada, apenas podía caminar: los SS mataban a los que se quedaban rezagados.
    El 3 de mayo el ejército soviético liberó a los recluidos en el campo de Terezin. Desnos tenía el tifus. Luchó durante mucho tiempo contra la muerte: amaba la vida, tenía ganas de vivir. Un joven checo, de nombre Joseph Stuna, que trabajaba en el hospital vio en las listas el nombre de Robert Desnos. Stuna conocía la poesía francesa y se preguntó si sería él. Desnos se lo confirmó: «Sí. Soy poeta». Durante los tres últimos días de su vida, Desnos pudo hablar con Stuna y con una enfermera que sabía francés; evocaba París, la juventud, la Resistencia. Murió el 8 de junio.
    Quiero contar ahora una conversación que mantuve con Desnos y que se me ha quedado grabada en la memoria. Esta conversación adquirió para mí un nuevo significado después de haber leído los poemas que escribió en el campo de concentración y de haber conocido algunas circunstancias de los últimos meses de su vida.
    Nos vimos por casualidad en el boulevard de Port-Royal. Entonces yo vivía en la rue Cotentin, cerca de la estación de Montparnasse, pero no sé por qué nos dirigimos hacia Saint-Marcel y entramos en el café de la mezquita. Estaba oscuro y desierto. Corría el año 1931, Desnos se sentía feliz, pues había encontrado a Yuki, escribía mucho y hasta por su aspecto parecía tranquilo.
    No sé por qué nos pusimos a hablar de la muerte. Por lo general, la gente evita ese tipo de conversación, ésa es una cuestión en la que cada uno prefiere pensar a solas.
  (...)
    De todas maneras, yo nunca habría entablado aquella conversación, lo hizo Desnos, de improviso, sin partir de la idea de su propia muerte, sino de largos razonamientos sobre el cosmos y la materia.   Había adquirido una nueva fe: «La materia, en nosotros, se vuelve pensante. Luego vuelve a su estado anterior. Los planetas desaparecen, seguramente la vida también se extingue en otros cuerpos celestes. ¿Es por eso el pensamiento algo inferior? ¿Quita sentido a la vida su provisionalidad? ¡Nunca!».
    No hace mucho recibí un estudio sobre la poesía de Desnos, editado por la Academia de Bélgica. La autora, Rosa Buchole, cita un soneto inédito que Desnos escribió en el campo de concentración: «Sur le bord de l’abîme où tu vas disparaître | Contemple encore la rose, écoute la chanson | Qu’autrefois tu chantais au seuil de ta maison, | Vis encore un instant consenti à ton être. || Et puis tu rejoindras, dans l’oubli, tes ancêtres, || Ô passante, et passée avec tant des saisons, | Tu te perdras dans la planète et ses moissons | Ne va pas espérer pourtant un jour renaître. || Une étoile filante, au fond des temps rejoint. | Maintes lueurs, maints crépuscules et maints points | Du jour au bord d’un fleuve où tu te désappris. || La matière eut en toi conscience d’elle-même, | Au loin l’écho se tait qui répétait “Je t’aime” | Et le pur moment n’émeut plus nul esprit». «[Al borde del abismo donde desaparecerás | contempla aún la rosa, escucha la canción | que antaño cantabas a la puerta de tu casa. | Vive todavía el instante que a tu ser consiente. || Y luego te reunirás, en el olvido, con tus antepasados, | Oh, transeúnte, que has pasado tantas temporadas, | te perderás en el planeta y en sus cosechas. | No esperes, sin embargo, renacer un día. || Estrella fugaz, encuentras al final de los tiempos | tantos brillos, tantos crepúsculos y tantos puntos | de luz a la orilla del río donde viene el olvido. || La materia tuvo en ti conciencia de ella misma, | se desvanece a lo lejos el eco que repetía “Te amo” | Y el simple movimiento no conmueve ya a ningún espíritu»].
    Este soneto se escribió en un lugar en que la mentira o la pose resultan inútiles. Desnos había visto las cámaras de gas adonde llevaban cada día a un grupo de reclusos. Meditando sobre la proximidad de la muerte, repetía lo que me había dicho en una época en la que era feliz. ¡Cuánto amaba la vida, a los amigos, a Yuki, la poesía, París, las banderas rojas en la place de la Bastille, las casas grises!
    El eco se apagó. Pero nada pasa sin dejar huella: ni los versos, ni el valor, ni la sombra entre las sombras, ni el momentáneo resplandor de una estrella fugaz. Soy poco apto para la filosofía, pocas veces pienso sobre las cosas en términos generales; éste es, sin duda, uno de mis mayores defectos. Pero a veces intento entender, con una especie de arrebato por el tiempo perdido, lo que la gente llama el sentido o el significado de la vida: y ahí entran, naturalmente, el susurro de la «caña pensante» y el eco que Desnos oyó hasta el último minuto, las palabras de amor, el calor del corazón."
Recuerdo a Desnos en Terezin, 2016

Terezin


LOS FRANCESES DE 1939. LA AGONÍA DE FRANCIA, de Manuel Chaves Nogales

LOS FRANCESES DE 1939. LA AGONÍA DE FRANCIA, de Manuel Chaves Nogales 

    "No creo que nadie se haya atrevido a proclamarlo antes de ahora, pero, para mí, la verdad evidente, inconclusa, es que la Francia real valía todavía menos que su representación política, el pueblo francés se había hecho indigno de su régimen democrático, el elector valía menos que el diputado, el administrado menos que el administrador, el lector menos que el escritor, el industrial, el comerciante, el financiero menos que el director general o el ministro del ramo y, en general, el gobernado menos que el gobernante. Aun en los casos flagrantes de incompetencia, debilidad o inmoralidad con que los enemigos de la democracia se gargarizan, el hombre, el político, ha estado siempre por encima de las circunstancias. Poincaré era muy superior a la burguesía francesa que representaba y cuya quiebra fraudulenta contuvo eficazmente."

martes, 26 de septiembre de 2017

LEYENDAS DEL NAZISMO. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

LEYENDAS DEL NAZISMO. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

    "A continuación explicaré un relato relacionado conmigo pero que trasciende los límites de la historia personal. En 1944 el comandante del Ejército Norte, con el deseo de elevar la moral de sus hombres, desanimados por la retirada, escribió en el orden del día: «Iliá Ehrenburg incita a los pueblos asiáticos a “beber la sangre” de las mujeres alemanas. Iliá Ehrenburg exige a los asiáticos que violen a las mujeres alemanas. “¡Tomad a las chicas rubias, son vuestras presas!”, ha dicho. Ehrenburg despierta los bajos instintos de la estepa. Sería una vileza retirarse ahora que los soldados alemanes defienden a sus mujeres». Al saber de esta orden, escribí inmediatamente al Krásnaia zvezdá: «Hubo un tiempo en que los alemanes falsificaban importantes documentos estatales; ahora han llegado al punto de falsificar mis artículos. Las palabras que el general alemán me atribuye delatan su autoría: sólo un alemán puede componer semejantes marranadas».
    La leyenda creada por el general hitleriano sobrevivió al colapso del Tercer Reich, al juicio de Núremberg y muchos más acontecimientos.
    En 1960 la ciudad de Viena me invitó a participar en un encuentro entre representantes del arte y la literatura. Poco después recibí una carta del organizador de la reunión, un socialdemócrata austriaco, en la que me preguntaba si era cierto que durante la guerra hice un llamamiento a violar mujeres alemanas. La revista alemana Spiegel explicó que la embajada de la República Federal de Alemania había presentado «documentos» de mi terrible pasado a las autoridades. En fecha reciente, Kindler, que vive en Munich y es el editor de la versión alemana de mis memorias, me hizo llegar unas fotocopias divertidas. Al parecer, en 1950, un tal Jürgen Thorwald había publicado en Stuttgart una historia de la guerra en la que escribió: «Durante tres años Iliá Ehrenburg ha hablado a los soldados del Ejército Rojo abiertamente, con total libertad y dando muestras de todo su odio, diciendo que las mujeres alemanas son un botín de guerra legítimo». Resultó que Jürgen Thorwald no era otro que Heinz Bongartz, quien en 1941 había publicado un libro ensalzando a Hitler con una dedicatoria al criminal de guerra y almirante Raeder.
    En 1962 el periódico de Munich Soldatenzeitung lanzó una campaña contra la publicación de mis memorias en Alemania Occidental. Como es natural el periódico aludía al panfleto ficticio que llamaba a violar a las mujeres alemanas; amenazaron al editor y me calificaron de «mayor criminal de la historia». Algunos escritores, como Ernst Jünger, apoyaron la campaña del periódico fascista. Otros, sin embargo, se indignaron. Kindler demostró que Thorwald se hacía eco de la mentira de Goebbels; aun así, todavía hoy los revanchistas se obstinan en hablar de mi libro como «las memorias del asesino y violador».
    Lo repito: no se trata de mí. Pero entre los cincuenta millones de víctimas de la Segunda Guerra Mundial no figura una: el fascismo. Sobrevivió a mayo de 1945; durante un tiempo languideció, apático, pero sigue con vida.
(...)
    Alemania ... temía que todos los sacrificios, las grandes hazañas del pueblo soviético, el arrojo de los partisanos polacos, yugoslavos y franceses, el dolor y orgullo de Londres, los hornos crematorios de Auschwitz y los ríos de sangre desaparecieran como el fuego de bengala de la victoria y se redujeran a un capítulo más de la historia. En 1944 escribí: «El escritor francés Georges Bernanos, católico militante, al rechazar con desdén las tentativas de algunos demócratas de defender el fascismo, escribió en La Marseillaise: “Antes de la guerra, una buena parte de la opinión pública de Inglaterra, Estados Unidos y Francia justificó, apoyó y ensalzó el fascismo. Y repito, no sólo aceptó el fascismo, sino que lo apoyó con la esperanza, que tildaré de absurda, de controlar esta peste, de utilizarla contra sus oponentes y competidores. […] Múnich no fue un episodio de locura sino el infame epílogo de la especulación empresarial”. Por desgracia hay todavía personas que quieren mantener “en reserva” este contagio, simplemente diluyendo el caldo de cultivo en el que se crían los bacilos de la peste. Debemos recordar que el fascismo nació de la codicia y la estupidez de algunos, y de la perfidia y cobardía de otros. Si la humanidad quiere terminar con la pesadilla sangrienta de estos años tiene que erradicar el fascismo. Si se permite al fascismo reproducirse en cualquier lugar, dentro de diez o veinte años volverán a correr ríos de sangre. El fascismo es un cáncer terrible que no se puede curar con aguas minerales, hay que extirparlo. Y no creo en el buen corazón de la gente que llora por los verdugos; esos seres supuestamente buenos preparan la muerte de millones de inocentes»."

OJEADORA DE ELEFANTES. AL OESTE CON LA NOCHE, de Beryl Markham

OJEADORA DE ELEFANTES. AL OESTE CON LA NOCHE, de Beryl Markham 

    "Según creo, soy la primera persona que ha ojeado elefantes con un avión, por tanto se puede deducir que la molestia más inquietante que jamás había pasado por encima de las cabezas de los miles de elefantes vistos por mí una y otra vez desde el aire habían sido los pájaros.
    La primera reacción de una manada de elefantes ante la Avian era siempre igual: abandonaban el lugar en donde comían y buscaban refugio, aunque con frecuencia, antes de rendirse, uno o dos de los machos se preparaban para la batalla y embestían en dirección a la avioneta, si la altura a la que volaba era lo suficientemente baja como para quedar dentro de su campo de visión. Cuando se percataban de la inutilidad de su actuación, toda la manada se metía en lo más profundo de la breña.
    Al siguiente día, al pasar de nuevo por la misma manada siempre descubría que se habían devanado los sesos durante la noche. En base a su reacción ante mi segunda intrusión consideraba que su forma de discurrir había sido algo así: a) La cosa que voló sobre nosotros no era un pájaro, pues a ningún pájaro le costaría tanto permanecer en el aire y, de cualquier manera, nosotros conocemos todos los pájaros. b) Si no era un pájaro, posiblemente sólo era otro truco de esos enanos bípedos contra quienes deberíamos dictar nuestras leyes. c) Los enanos bípedos (tanto negros como blancos), hasta donde alcanza nuestra buena memoria, han matado a nuestros machos por sus colmillos. Lo sabemos porque, al menos en el caso de los enanos blancos, lo único que se llevan son los colmillos.
    La forma de actuación del elefante según este razonamiento era siempre sensata y práctica. Cuando veían la Avian por segunda vez, se negaban a esconderse; por el contrario, las hembras, cuyos colmillos son pequeños y carecen de valor, se limitaban a rodear a sus machos cargados de tesoros, de tal manera que el marfil no podía verse desde el aire ni desde ningún otro lugar.
    Un ojeador de elefantes puede volverse loco con esta estrategia. Yo me he pasado casi una hora sobrevolando en círculos, entrecruzando y bajando en picado sobre una de las zonas más inhóspitas de África, esforzándome por romper ese terco amontonamiento, unas veces con éxito, otras veces sin él.
    Pero las tácticas varían. Más de una vez he encontrado un elefante grande y solitario con una despreocupación tentadora por su seguridad y su mole maciza muy a la vista, pero con la cabeza enterrada en un matorral. El elefante, por su parte, no hacía ningún esfuerzo por disimular la costumbre disparatada que se atribuye al avestruz. Por el contrario era una trampa ideada con inteligencia en la que caí, salvo en el sentido físico, por lo menos una docena de veces. El animal siempre resultaba ser una hembra grande, en vez de un macho y, siempre que llegaba a esa conclusión brillante pero tardía, el resto de la manada ya se había alejado varias millas y el señuelo, mirándome de reojo con una mirada triunfal, deambulaba sin prisa por el campo, agitaba la trompa con una indiferencia arrolladora y desaparecía.
    Es evidente que esta clase de inteligencia en un animal inferior puede dar lugar a exageraciones, algunas de ellas con la perseverancia suficiente como para que cristalicen en leyendas. Pero no se puede poner en duda la verdad por el simple hecho de que de ella haya nacido la leyenda. Los logros, casi divinos en ocasiones de nuestras propias especies en épocas pasadas, caminan tambaleándose a través de la historia apoyados la mayoría de las veces en las muletas de la fábula y la credulidad humana.
    Con respecto a la brutalidad de la caza del elefante, ya no creo sea más brutal que el noventa por ciento de las restantes actividades humanas. Supongo que no es más trágica la muerte de un elefante que la muerte de un novillo Hereford, y seguro que no a los ojos del novillo. La única diferencia estriba en que el novillo no tiene ni la destreza ni la oportunidad de burlar al señor que le conduce hacia el chuletero, mientras el elefante cuenta con éstas para luchar contra el cazador.
    Los cazadores de elefantes pueden ser desmedidamente brutos, pero sería un error considerar el elefante como un animal pacífico en conjunto. La creencia popular de que el único elefante peligroso para el hombre es el llamado «solitario» es errónea, tan errónea que un número considerable de hombres que así lo creía han quedado convertidos en polvo sin tener siquiera el justo derecho a la desintegración gradual. Si un elefante macho normal percibe el olor del hombre, en general atacará de inmediato, y su velocidad será tan increíble como su movilidad. Sus armas son la trompa y las patas, al menos en el desagradable asunto de la exterminación de un simple humano; esos resplandecientes sables de marfil esperan a sus resplandecientes enemigos.
    En Kilamakoy Blix y yo apenas entrábamos dentro de esa categoría y seguro que no después de haber acorralado al gran macho o, como sucedió, que el macho nos acorralara a nosotros. Puedo decir con auténtica satisfacción que no nos pisoteó en el instante más duradero de todos los instantes: el último de nuestras vidas."

lunes, 25 de septiembre de 2017

LAS PURGAS SOVIÉTICAS. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

LAS PURGAS SOVIÉTICAS. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

    "Tenía cuarenta y siete años, una edad de madurez espiritual. Sabía que había ocurrido una desgracia, sabía también que ni yo ni mis amigos ni todo nuestro pueblo renunciaríamos nunca a Octubre, que ni los crímenes de algunos individuos ni cualquiera de las cosas que habían mutilado nuestra vida podrían desviarnos de nuestro duro y noble camino. Había días en que ya no quería vivir, pero incluso en esos momentos sabía que había escogido el camino correcto.
    Después del XX Congreso del Partido, algunas de las personas que conocí en el extranjero me preguntaron si no se había asestado un golpe fatídico a la misma idea del comunismo. No entienden una cosa que yo, viejo escritor no afiliado al Partido, sé: las ideas resultaron ser tan fuertes que fueron los comunistas quienes hablaron a nuestra gente y a todo el mundo de nuestros crímenes pasados, de las distorsiones tanto de la filosofía del comunismo como de sus principios de justicia, solidaridad y humanismo. Nuestro pueblo, a pesar de todo, seguía construyendo en aquellos tiempos, y algunos años después repelieron la invasión fascista y acabaron de construir la casa en la que ahora vivían, estudiaban, alborotaban y discutían chicos y chicas que no habían conocido los crueles errores del pasado.
    Pero Liuba y yo estábamos sentados en el banco de una plaza abandonada. Pensé que me tocaría permanecer en silencio durante mucho tiempo. En España la gente estaba combatiendo y no podría compartir con nadie mis experiencias. No, no se había asestado un golpe fatal contra la idea. Se había asestado un golpe contra la gente de mi generación. Unos murieron. Otros se acordarían hasta la muerte de aquellos años. Su vida, a decir verdad, no era fácil."
Trotski fue purgado de la vida sovietica

EL AMANTE CÍNICO. EL PERIODISTA DEPORTIVO, de Richard Ford

EL AMANTE CÍNICO. EL PERIODISTA DEPORTIVO, de Richard Ford 

    "Antes de que se acabase mi matrimonio, pero después de la muerte de Ralph, durante aquel período errabundo de dos años en el que me compré una Harley-Davidson y me fui hasta Buffalo, di clases en un college, sufrí aquel ensueño que me absorbió durante tanto tiempo y empecé a perder mis lazos más íntimos con X sin siquiera darme cuenta, debí de acostarme con dieciocho mujeres distintas. Dadas las circunstancias, el número no me parece ni excesivo, ni especialmente escandaloso o sorprendente. Estoy seguro de que X lo sabía, y retrospectivamente veo que hizo lo posible para adaptarse. Intentó que yo no me sintiera tan mal. Procuraba no hacerme preguntas, ni tampoco me pedía explicaciones los días en que me iba fuera por trabajo, a alguna meca deportiva como Denver o San Luis. Seguramente, esperaba que un día u otro se me pasaría, como ella creía que se le había pasado (aunque ahora no piense lo mismo, dondequiera que esté; y ojalá esté bien). Nada de esto hubiera sido tan terrible si con las mujeres a las que «veía» me hubiera empeñado en fingir que todo era mucho más profundo de lo que era. Cualquiera que se gane la vida viajando sabe que eso es un error. En las épocas bajas, yo me quedaba, por ejemplo, solo al final de un partido, en la tribuna de prensa de algún palacio de los deportes americano de cemento y acero. Muchas veces, había una reportera terminando su último artículo. Se me había agudizado la vista para localizar a esas rezagadas. Acabábamos tomando unos martinis en algún bar ambiental y panorámico, luego íbamos a un pequeño apartamento de las afueras con mi coche alquilado. El apartamento tenía lamparillas de pie, terraza hawaiana y alfombras de cáñamo, y había una hija esperando, una pequeña Mandy o Gretchen. Y en un abrir y cerrar de ojos, la niña estaba dormida, sonaba música lenta, las copas se llenaban de vino y la reportera y yo nos desplomábamos juntos en la cama. ¡Y bingo! De pronto, deseaba con toda mi alma formar parte de aquella vida. Deseaba entrar en aquella pequeña existencia y participar plenamente en ella, aunque fuese fugazmente, y compartir sus ilusiones secretas, sus esperanzas... «Te quiero», me había oído decir a mí mismo más de una vez a Becky, Sharon, Susie o Marge, ¡y sólo las conocía desde hacía cuatro horas y quince minutos! Yo me lo creía a pies juntillas y para demostrarlo disparaba una andanada de preguntas curiosas. Me interesaba por los qués, quiénes y porqués de su vida. Todo para entrar en su vida, perder la terrible distancia que nos separaba y, durante unas pocas horas, ir a la deriva, cerrar la puerta, simular intimidad, interés, expectación, y resolverlo todo en un confuso romance nocturno. «¿Por qué fuiste a Penn State y no a Bryn Mawr?» Ya. «¿En qué año dejó el servicio tu marido?» Hum. «¿Por qué tu hermana se lleva mejor con tus padres que tú?» Es lógico. Como si saberlo todo hubiera podido cambiar en algo las cosas. Desde luego, aquél era el peor cinismo del mundo, el más cobarde. No el efecto levemente vigorizante de acostarse juntos, que no podía hacer daño a nadie, sino el hecho de pedirles que me lo contaran todo cuando yo no tenía nada que contar a cambio, ni podía comprometerme a nada. Sólo podía prometerles, lo que resulta ridículo, que seguiríamos «siendo amigos», y a la mañana siguiente escabullirme lo antes posible, para dedicarme a mis asuntos o volver a casa. Lo peor era el sentimentalismo, la compasión por la solitaria vida de alguien (es lo que sentía casi siempre, aunque entonces no lo hubiera admitido). Pasaba de la compasión al interés y del interés al sexo. Es lo mismo que hacen los peores periodistas deportivos cuando se ponen frente a alguien que acaba de recibir un golpe en la cabeza y le preguntan: «Mario, ¿en qué pensabas cuando tu cara empezó a tomar el aspecto de un tomate maduro? ¿En qué pensaste mientras contaba hasta diez?» No fui consciente de lo que estaba haciendo hasta mucho después, después de los tres meses que pasé dando clases en el Berkshire College, de la época en que viví con Selma Jassim, a quien no le interesaban las confidencias. Intentaba ser consciente de mí mismo y ser consciente de alguien más. No es una aproximación al amor muy original. Y no funciona. Conduce a una terrible ensoñación, a la abstracción más remota."

domingo, 24 de septiembre de 2017

EL SECRETO DE LA LUCHA, de William Morris

EL SECRETO DE LA LUCHA, de William Morris

    "Los hombres luchan y pierden la batalla, y aquello por lo que lucharon sobreviene a pesar de su derrota y, cuando viene, resulta no ser lo que ellos querían, y otros hombres tienen que luchar por lo que ellos querían bajo otro nombre"

viernes, 22 de septiembre de 2017

LA INFANCIA EN LA ERA DE LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL. EN CASA, UNA BREVE HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA, de Bill Bryson

LA INFANCIA EN LA ERA DE LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL. EN CASA, UNA BREVE HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA, de Bill Bryson 

   "Los niños acomodados tenían que soportar con frecuencia las penurias implícitas en la construcción del carácter. El cuñado de Isabella Beeton, Willy Smiles, tuvo once hijos pero solo servía el desayuno para diez con el fin de poner freno a la lentitud a la hora de sentarse a la mesa. Gwen Raverat, hija de un académico de Cambridge, recordaba en los últimos años de su vida que le obligaban a echarse sal en las gachas del desayuno, en lugar de las brillantes cucharadas de azúcar que sus padres se regalaban, y que tenía prohibido untar el pan con mermelada en base a que cualquier cosa sabrosa podía causar estragos en su fibra moral. Una contemporánea, miembro de una familia de clase similar, recordaba con melancolía la comida que le servían a ella y a su hermana a lo largo de la infancia: «En Navidad teníamos naranjas. La mermelada no la vimos jamás». Y a la destrucción de las papilas gustativas le acompañaba un curioso respeto por el poder que ejercían el miedo y el terror en la construcción del carácter. Los libros que preparaban a los jóvenes lectores para la posibilidad de que la muerte se los llevara en cualquier momento, y si no se los llevaba a ellos casi a buen seguro acabaría llevándose a mamá, a papá o a su hermano favorito, eran extremadamente populares. Esos libros subrayaban siempre lo maravilloso que era el cielo (aunque daba la sensación de que era también un lugar sin mermelada). Al parecer, la intención era ayudar a los niños a no tener miedo a morir, aunque el efecto era casi a buen seguro el contrario. Había otras obras literarias concebidas para asegurarse de que los niños comprendieran la ofensa estúpida e imperdonable que era desobedecer a un adulto. (...)
    Para muchos, las duras experiencias de la infancia no eran más que un modesto calentamiento para el estrés de la vida en las escuelas públicas. Es casi imposible encontrar una adversidad acogida con mayor entusiasmo que la escuela pública inglesa en el siglo XIX. Desde el momento de su llegada, los alumnos eran sometidos a regímenes durísimos, incluyendo baños fríos, frecuentes golpes de vara y la retirada de la dieta de cualquier cosa que pudiera ser descrita como apetitosa. Los chicos del Radley College, cerca de Oxford, estaban siempre tan famélicos que se veían obligados a recoger bulbos de las flores del jardín de la escuela para asarlos después en sus habitaciones a la llama de una vela. En otras escuelas donde no había bulbos, los chicos se comían incluso las velas. El novelista Alec Waugh, hermano de Evelyn, asistió a una escuela de preparatorio llamada Fernden que, por lo que parece, estaba singularmente consagrada a los ideales del sadismo. El día de su llegada, le sumergieron los dedos en un recipiente con ácido sulfúrico para quitarle por completo las ganas de morderse las uñas, y poco después le obligaron a comerse el contenido de un tazón de pudin de sémola en el que acababa de vomitar, una experiencia que, es natural, disminuyó por completo su entusiasmo por la sémola para el resto de su vida. Las condiciones de vida en los colegios privados siempre fueron severas. Las ilustraciones de los dormitorios de los colegios del siglo XIX nos muestran unos espacios que en nada se diferencian de los dormitorios de las cárceles o de los hogares para pobres. Los dormitorios solían ser tan fríos que el agua que pudiera haber en jarras y tazas se helaba por las noches. Las camas eran poco más que plataformas de madera, a menudo sin otra cosa para calentarlas y acolcharlas que un par de toscas mantas. En Westminster y Eton, cada noche encerraban a una cincuentena de chicos en salas enormes y allí los dejaban, sin ningún tipo de supervisión, hasta la mañana siguiente, quedando de este modo los más débiles a merced de los más fuertes. Los más jóvenes tenían que levantarse a veces a media noche para ponerse a lustrar botas, ir a buscar agua y diversas tareas más que estaban obligados a realizar antes de la hora del desayuno. No es de extrañar que Lewis Carroll comentara ya de adulto que nada en el mundo lo convencería para repetir la experiencia vivida en sus días de colegio. Muchos chicos eran azotados a diario, a veces incluso dos veces. De hecho, no recibir una azotaina era motivo de celebración. «Esta semana lo he hecho mucho mejor en aritmética y no he visto la vara ni una sola vez», escribió feliz a casa, a principios de los años ochenta del siglo XIX, un niño que estudiaba en Winchester. Las azotainas solían consistir en un castigo de entre tres y seis golpes administrados con una vara de madera de abedul de aspecto y tacto similares a los de un látigo, aunque a veces se adoptaban medidas incluso más violentas. En 1682, un director de Eton se vio obligado a dimitir después de acabar con la vida de un niño. Una cifra muy notable de jóvenes acabaron aficionándose al siseo y al escozor de las zurras, hasta tal punto que las azotainas por puro placer acabaron conociéndose como le vice anglais . Se sabe de al menos dos primeros ministros del siglo XIX, Melbourne y Gladstone, que eran flagelantes devotos, y de una tal señora Collet, de Covent Garden, que dirigía un burdel especializado en ofrecer sexo con bofetones."

ILYA EHRENBURG HUYE A RUSIA. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

ILYA EHRENBURG HUYE A RUSIA. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

    "Una vez, cerca de nuestra embajada, se detuvieron dos mujeres que, a juzgar por su indumentaria, eran trabajadores y saludaron al escudo levantando el puño. Dos policías las echaron: por la noche se acercó un coche con una esvástica. Algunos oficiales nazis habían decidido hacer una visita a un colaborador de nuestra embajada. Veía todo esto desde la ventana y me sentía fatal. Pienso que los lectores me entenderán.
    Había llevado a la embajada mi radio y cada tarde escuchaba a Londres. El 18 de junio, cuatro días después de la entrada de los alemanes en París, habló por primera vez De Gaulle diciendo que la guerra continuaba y llamando a los franceses a no someterse a los traidores. Escuchaba y me alegraba. La ventana de mi habitación estaba abierta y dos policías, de guardia junto a la puerta de la embajada, escuchaban también las palabras de De Gaulle. Uno estaba en posición de firmes. No sé lo que hicieron después, si sirvieron con celo a los alemanes, pero en aquel momento De Gaulle era para él su superior. El segundo sonreía con escepticismo.
(...)
    Un literato, que había pasado un tiempo en un campo de trabajo para su reeducación, a la pregunta de cómo se había sentido allí respondió: «Como un zorro vivo en una tienda de pieles». Así me sentí yo en aquel tren.
(...)
    Regresé a Moscú el 29 de julio de 1940. Estaba convencido de que los alemanes nos atacarían pronto, pues las terribles escenas de los éxodos de Barcelona y París todavía estaban grabadas en mi memoria. En Moscú, sin embargo, todavía se respiraba un ambiente de calma. Según la prensa, las relaciones de amistad entre la Unión Soviética y Alemania eran más fuertes que nunca y se reprochaba a Inglaterra su negativa a entablar negociaciones de paz con Hitler.
    Escribí una nota a Mólotov con intención de explicarle la situación de Francia y cuál era la opinión de los soldados y oficiales alemanes. Me recibió su adjunto, S. A. Lozovski. Conocía a Lozovski desde antes de la revolución y lo había visto en París, cuando intervenía en los mítines bolcheviques. Me escuchó distraído, mientras miraba a un lado con expresión melancólica. No pude contenerme y le pregunté si algo de lo que le estaba contando le interesaba lo más mínimo. Lozovski sonrió con el semblante triste: «Personalmente, encuentro sus palabras muy interesantes. Pero, como usted sabe, una cosa es la opinión personal y otra, la política». (Yo todavía era, clarísimamente, un ingenuo: creía que la información certera ayudaba a perfilar la política, pero resultó ser exactamente al contrario. La información sólo es necesaria en la medida en que sirve para justificar la política elegida).
(...)
    Me convocaron a una reunión de escritores moscovitas. Fue dramático: se decía que Stalin había invitado a un grupo de escritores, había tildado a Avdéienko de «enemigo» y criticado la obra de Leónov Metel [Tormenta de nieve] y la de Katáiev Domik [La casita]. Teníamos que votar a favor de que se expulsara a Avdéienko de la Unión de Escritores. Varios autores competían por ver quién atacaba a Leónov y Katáiev con mayor virulencia. Yo me quedé sentado, estupefacto. ¿Cómo era posible que Stalin, en vísperas de la guerra, tuviera tiempo para dedicarse a la crítica literaria? Todo me resultaba incomprensible. Me desesperaba, pero no estaba allí el sabio de Bábel a quien acudir en busca de explicaciones…"

jueves, 21 de septiembre de 2017

LA LANZA DE LOS MASAI. AL OESTE CON LA NOCHE, de Beryl Markham

LA LANZA DE LOS MASAI. AL OESTE CON LA NOCHE, de Beryl Markham 

  "Colmando de alabanzas a Arab Maina, Arab Kosky corrió hacia el ciervo abatido, con la espada desenvainada de su funda de cuero rojo dispuesta para la caza.
    Miré los brazos delgados de Arab Maina, con sus músculos lisos y uniformes, y no aprecié ningún signo visible de tan inmensa fuerza. Arab Maina, al igual que Arab Kosky, era alto y flexible como un junco joven y su piel brillaba como un ascua bajo el susurro del viento. Su rostro era joven y duro, pero había en él una suave complacencia. Había amor, amor a la caza, amor a la seguridad de su fuerza, amor a la belleza y a la utilidad de su lanza.
    La lanza, construida por los herreros de su propia tribu, era de acero flexible templado y forjado. Pero era algo más.
    Para todo murani su lanza es el símbolo de su virilidad y forma parte de él en la misma medida que los tendones de su cuerpo. Su lanza es la manifestación de su fe; sin ella no puede conseguir nada, ni tierra, ni ganado, ni esposas. Ni siquiera el honor puede ser suyo hasta llegar el día en que, después de su circuncisión, se presenta ante los miembros reunidos de su tribu -hombres y mujeres de todas las edades, de manyattas, tan desparramados como las semillas de la hierba silvestre- y les jura lealtad, a ellos a su herencia común.
    Coge la lanza de las manos del ol-oiboni y la sujeta, como hará siempre mientras sus brazos tengan fuerza y sus ojos no queden nublados por la edad. Es el emblema de su sangre y de su clase y, al poseerla, se convierte repentinamente en un hombre.
    Al poseerla, nunca antes.
    Arab Maina colocó el pie izquierdo sobre el ciervo y extrajo con cuidado su lanza.
    -No sé, puede haberle roto un hueso -dijo.
    Pasó los dedos manchados de sangre por los bordes afilado: del arma y torció los labios en una ligera sonrisa.
    -En nombre de Dios, ¡el metal no está mellado! Mi lanza está ilesa -se paró a arrancar un puñado de hierba y limpió la sangre del acero caliente y brillante."

miércoles, 20 de septiembre de 2017

TROTSKY ENCUENTRA A STALIN. LEÓN TROTSKY, de Joshua Rubenstein

TROTSKY CONOCE A STALIN. LEÓN TROTSKY, de Joshua Rubenstein 

    "A principios de 1913, en Viena, Trotsky se encontró con Iósif Stalin por primera vez. Trotsky estaba visitando a un amigo de la época del Pravda vienés, Matvei Skobelev, un menchevique elegido para la Duma hacía poco tiempo. Estaban discutiendo sobre el derrocamiento del zar ante una taza de té cuando, según escribió Trotsky muchos años después, sin que llamaran para advertirnos, se abrió la puerta de repente y apareció en el umbral una figura desconocida. No era muy alto, era delgado y tenía una cara oscura, gris, descolorida, sobre la que se apreciaban las huellas de la viruela. Llevaba un vaso vacío. Evidentemente, no esperaba encontrarme allí y su expresión no tenía nada de amistoso. Hizo un sonido gutural que se podría haber tomado por un saludo, se acercó al samovar, se sirvió un poco de té en silencio, y en silencio salió. Skobelev le informó de que era Djugashvili, que era del Cáucaso y que acababa de ser elegido miembro del Comité Central Bolchevique, donde estaba labrándose un nombre. Quizá Trotsky tiñera su recuerdo, pero no parece haber nada falso en este retrato somero. En aquel momento, Stalin acababa de empezar a editar el Pravda bolchevique y no habría simpatizado mucho con Trotsky, que todavía estaba enzarzado en debates polémicos con Lenin. Stalin ya había manifestado su descontento con Trotsky calificándolo como otro intelectual inútil. Mostrar buena disposición hacia otra figura del partido tampoco formaba parte del carácter de Stalin, a menos que creyera que podía obtener algo. Conociendo su papel en la revolución de 1905 y después de haber visto el debate de Trotsky en el congreso del partido de 1907, Stalin podría perfectamente haber sentido que era un hombre al que, o bien tendría que adular, o bien tendría que desafiar: era demasiado pronto para decidirse por una de las dos opciones."

martes, 19 de septiembre de 2017

EL EJÉRCITO BLANCO EN LA REVOLUCIÓN RUSA. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

EL EJÉRCITO BLANCO EN LA REVOLUCIÓN RUSA. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

    "En las estaciones había que saltar por encima de cuerpos tendidos por el suelo: enfermos de tifus, refugiados, especuladores.
   Ese muchacho de cabello rizado, que aún ayer cantaba: «Lucharemos con valentía por el poder de los soviets», ahora decía a voz en cuello: «Lucharemos con valentía por la santa Rusia y exterminaremos a todos los judíos». Nunca sintió el deseo de entrar en combate, vende botas de fieltro robadas de un almacén.
   Los cosacos eran feroces. Era el resultado de su tradición, de su rencor por haber visto su vida puesta patas arriba, destrozada, y por la confusión imperante propia de la época.
    En el ejército de los blancos había hombres de las Centurias Negras, ex miembros de la Ojrana, gendarmes, verdugos. Desempeñaban cargos importantes en la administración, en el contraespionaje, en la OSVAG. Afirmaban (y tal vez lo creían) que el pueblo ruso estaba sometido a los engaños de los comunistas, de los judíos y de los letones; bastaba con azotarle y luego encadenarlo para restablecer el orden.
    Muchos años después compré en París un poemario de un tal Posazhnói que se denominaba a sí mismo «húsar negro». Trabajaba en la fábrica Renault, maldecía a los «franceses comedores de ranas» y lloraba por su pasado grandioso al acordarse de su caballo de batalla: «Entró Pegaso en el comedor, bebió vino de Kajetia, comió un ramo de rosas blancas y defecó con solemnidad en la bandeja. ¡No era una época de descarados, el público gritaba “¡Hurra!”, los músicos tocaban con frenesí la zurná! ¡Callaos, recuerdos míos!». Expresaba sus ideales de este modo: «Los que hoy son rojos, perecerán. ¡Al diablo con ellos, ya es hora! Y burbujeará de nuevo la espuma en las copas de aquellos que antaño fueron junkers». Reía leyendo estas imprecaciones en 1929, pero en 1919 los tipos como Posazhnói irrumpían en los vagones, abofeteaban a la gente, fusilaban.
    No obstante, lo que más abundaba en el ejército de los blancos era gente que había perdido el juicio, con el cuerpo devorado por los piojos y el corazón por las ofensas reales e imaginarias, por las matanzas, por los arrestos y fusilamientos, por el llanto de las ciudades que pasaban de mano en mano, por la certeza de que mañana ellos mismos serían llevados contra ese mismo sucio paredón al que conducían a un nuevo grupo de «sospechosos».
   Leonhard Frank tituló uno de sus libros El hombre es bueno. Pero el hombre no es bueno ni malo: puede ser bueno, pero también malvado. Como es natural, entre los blancos no sólo había gente sádica, sino muchas personas de lo más corriente, más bien de natural afables y que en otro tiempo nunca hicieron daño a nadie. Pero tuvieron que dejar la bondad en sus casas junto con el confort y las bagatelas familiares. La crueldad estaba dictada por la desesperación. Ni siquiera en otoño de 1919, cuando se apoderaron de Oriol, los blancos se sintieron triunfadores. Avanzaban con premura como en un país extraño, veían enemigos en todas partes. En las tabernas, los oficiales blancos exigían que el cantante de turno entonara para ellos la romanza de moda: «Tú serás el primero, ten cuidado de que no encalle tu navío. Cuanto más acerados sean tus nervios, más cercano está el objetivo». Las borracheras a menudo acababan a tiro limpio: disparaban contra los clientes, contra los espejos o al aire; aquellos oficiales creían ver en todas partes guerrilleros, militantes de organizaciones clandestinas, bolcheviques. Cuanto más gritaban vanagloriándose de la firmeza de sus nervios, más claro estaba que flaqueaban; su objetivo se diluía en una neblina de alcohol, envidia, miedo y sangre.
Entre los voluntarios también había personas alistadas por pura casualidad, románticos ingenuos o faltos de voluntad que se habían dejado persuadir por sus camaradas, hipnotizados por los discursos sobre la «fidelidad», el «honor», el «juramento».
    También yo encontré a uno de esos extraviados; era un alférez a quien le gustaban las poesías de Blok. Sabe Dios cómo fue a parar al Ejército Blanco. Me salvó la vida y confieso con amargura que no me acuerdo de su nombre. Fue entre Mariúpol y Teodosia. Llevábamos mucho tiempo en el barco: primero se declaró un incendio; luego, el barco se quedó aprisionado por el hielo en el mar de Azov. No había pan. Los enfermos de tifus reptaban por el hielo. Una de las últimas noches, un fortachón enorme, tocado con gorro alto de piel, me arrastró a la cubierta helada. Todos dormían. El oficial era mucho más fuerte que yo, pero había bebido más de la cuenta. Luchamos. Él repetía de modo estúpido: «Te voy a bautizar».
    Me empujaba hacia la borda. Recuerdo que pensé: «Bien, nos caeremos juntos al agua». Jadviga, que viajaba con nosotros, al oír los gritos se precipitó hacia el compartimento de la tripulación donde estaba el alférez cuyo nombre he olvidado. Éste subió a cubierta y dijo: «¡Alto o disparo!». Al ver el revólver, mi «padrino» dejó de agarrarme."

LA SEMILLA. AL OESTE CON LA NOCHE, de Beryl Markham

LA SEMILLA. AL OESTE CON LA NOCHE, de Beryl Markham 

    "Mira la semilla en la palma de la mano de un granjero. Un soplo puede llevársela y ése es su fin. Pero contiene tres vidas: la suya propia, la del hombre a quien puede alimentar cuando crezca y la del hombre que vive de su cultivo. Si la semilla muere, esos hombres no morirán, pero seguramente ya no pueden vivir como antes. Se verán afectados por la muerte de la semilla; deben cambiar, poner su confianza en otras cosas.
    Un año murieron todas las semillas en Njoro y en todas las granjas de alrededor de Njoro, en las tierras bajas, en las laderas de las colinas, en las parcelas cuadradas robadas a los bosques, en las granjas grandes y en las granjas construidas sólo con un arado y una esperanza. Las semillas murieron por carecer de alimento, murieron de hambre por falta de lluvia.
    Una mañana el cielo fue transparente como un cristal. Y también a la mañana siguiente, y a la siguiente, y durante todas las demás mañanas hasta que se hizo difícil recordar cómo caía la lluvia, o cómo era un campo verde y húmedo de vida en donde un pie desnudo se hundiese en él. Todo aquello que crecía detuvo su crecimiento, las hojas se abarquillaron y las criaturas le dieron la espalda al sol.
    Quizá en algún lugar -en Londres, en Bombay, en Boston- un periódico incluyera una sola frase (en una página de menor categoría): «La sequía amenaza el África Oriental Británica». Tal vez alguien lo leyera y levantara la mirada con la esperanza de que aquel día sus propios cielos estuvieran tan despejados como los nuestros, o considerara que la sequía en el último rincón de África no era casi noticia.
    Puede que no lo sea. Casi no es noticia cuando un hombre a quien nunca has visto y nunca verás pierde el trabajo de un año, o el trabajo de diez años, o incluso el trabajo de una vida en una parcela de tierra que se encuentra demasiado lejos como para poder imaginarlo.
    Pero cuando abandoné Njoro, todo estaba demasiado cerca como para olvidarlo fácilmente. La lluvia alimenta la semilla y la semilla el molino. Cuando la lluvia se detiene, las ruedas del molino se detienen o, si continúan girando, muelen la desesperación de su dueño.
    Mi padre era su dueño..."

lunes, 18 de septiembre de 2017

LA LIBERTAD EN PARIS. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg


LA LIBERTAD EN PARIS. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

    "Un día, en medio de viejos salterios y pastorales, di con Eda de Baratinski. En la página de portada se leía la siguiente dedicatoria: «A Prosper Mérimée, traductor de nuestro gran Pushkin. Evgueni Baratinski». Compré el libro por seis sous y me puse a leerlo enseguida. El Sena movía melancólicamente sus escamas, y en una barcaza dormía un gato bien alimentado. Ante mí se hallaba la morgue y por la mañana veía a los juerguistas de París que acudían para contemplar los cadáveres de los suicidas. En la neblina azulina, la catedral de Notre Dame parecía un bosque de piedra. Baratinski escribía: «Una vaga reflexión embarga al forastero: | ¿acaso esas piedras sombrías que tiene ante él | no son las ruinas de un mundo antiguo?».
(...)
    En París, el pasado se funde con el presente. Es una ciudad asombrosa que no se ha construido siguiendo un plan sino que ha crecido como un bosque. La pared de una casa maltrecha donde se agolpan los desdichados, una pared llena de pintadas obscenas, de declaraciones de amor, de injurias electorales, tiene todo el derecho a aspirar a la veneración de los transeúntes y a la protección del Estado.
(...)
    Todo parecía imprevisible y todo era posible. Iba por la place Clichy componiendo versos cuando un tumulto de gente invadió la plaza. La muchedumbre gritaba, quería romper el cordón policial para llegar a la embajada española: protestaban contra la ejecución del anarquista Ferrer. Se oyó un disparo y acto seguido se levantaron barricadas, voltearon los ómnibus, derribaron las farolas. El gas inflamado salta a borbotones de los surtidores. Yo no sabía con seguridad quién era Ferrer ni por qué lo habían ejecutado, pero me puse a gritar con todo el mundo. Parecía que hubiese estallado la revolución. Unas horas más tarde, los clientes habituales saboreaban apaciblemente su café o su cerveza en los bares.
    En aquella época París recibía el apelativo de «capital del mundo», y es cierto que vivían en ella representantes de centenares de países. Indios con turbantes denunciaban la hipocresía de los liberales ingleses. Los macedonios organizaban mítines tumultuosos. Los estudiantes chinos festejaban la proclamación de la república. Se publicaban periódicos en polaco, portugués, finlandés, árabe, yiddish y checo. Los parisinos aplaudían La consagración de la primavera de Stravinski, al futurista italiano Marinetti y a Ida Rubinstein, que había llevado a la escena un misterio de D’Annunzio. Y la «capital del mundo» era al mismo tiempo una provincia remota. París se dividía en barrios, y cada uno de ellos tenía su calle principal, con sus tiendas, sus pequeños teatros, sus bailes. Todo el mundo se conocía, cotilleaban en la calle, se contaban chismes de la panadera, de la amante de Jacques, de que su mujer le ponía los cuernos.
    Uno podía vestirse como quisiera, hacer lo que le viniera en gana. Cada primavera se organizaba el baile de los alumnos de la Academia de Bellas Artes: por las calles marchaban en procesión estudiantes y modelos desnudos; los más discretos llevaban ropa interior. En una ocasión, un pintor español se desnudó por completo delante de La Rotonde; un policía le preguntó con indolencia: «¿No tienes frío, amigo?». Dos veces al año —en el mardi gras y en la mi-carême— se celebraban carnavales: se veían desfilar carrozas adornadas, la gente se paseaba con máscaras absurdas y lanzaba confeti a los rostros de los transeúntes; también se sacaba a pasear a los bueyes blancos premiados en los concursos, y en los restaurantes se anunciaba con carteles: MAÑANA, NUESTROS QUERIDOS CLIENTES PODRÁN DEGUSTAR BISTECS DE CARNE DE BUEY CON LAUREL. En todos los bancos, debajo de los castaños o de los plátanos, los enamorados se besaban con recogimiento; nadie los molestaba. Un día, A. I. Okúlov, después de atizarse una docena de copas de coñac, saltó al techo de un coche de punto y se puso a explicar a los transeúntes que pronto colgarían a todos los ministros de las farolas: algunos se detuvieron a escucharle, pero, por supuesto, nadie le creyó. Yo vivía no sólo sin pasaporte, también sin carnet de identidad. Cuando me pidieron un documento oficial en el banco me presenté en la prefectura y me pidieron que llevara a dos franceses en calidad de testigos. Yo tenía prisa por cobrar el dinero y supliqué al dueño de la panadería donde compraba el pan y a un pintor a quien apenas conocía —y que fui a buscar al café donde se acomodaba desde primera hora de la mañana para beber ron— que me acompañaran. Era obvio que ninguno de los dos sabía nada de mí, pero accedieron a poner su firma. El funcionario me entregó un certificado que ratificaba solemnemente que fulano de tal había declarado tal y cual cosa; con aquello era suficiente, no sólo para el empleado del banco, sino también para los policías que a veces organizaban redadas contra los delincuentes. En el cabaret se cantaban cuplés que decían que el presidente de la República era un cornudo, el ministro de Justicia era un corrupto y el ministro de Instrucción Pública perseguía a las jovencitas y les mandaba notas llenas de faltas de ortografía. Gustave Hervé en el periódico La Guerre Sociale incitaba a destruir la burguesía, el cantante Montegus glorificaba a los soldados del 17.º Regimiento que se habían negado a disparar contra los manifestantes."

EL DESIERTO. AL OESTE CON LA NOCHE, de Beryl Markham

EL DESIERTO. AL OESTE CON LA NOCHE, de Beryl Markham 

    "El desierto para mí tiene la misma categoría que la oscuridad; ninguna de las formas que se ven son reales o permanentes. El desierto, como la noche, es ilimitado, incómodo e infinito, como la noche intriga la mente y la conduce hasta la inutilidad. Cuando has recorrido medio desierto experimentas la desesperación de un insomne a la espera del amanecer, y éste sólo llega cuando su llegada ha perdido importancia. Vuelas una eternidad cansado del panorama invariable y cuando por fin te liberas de su monotonía, no recuerdas nada de él porque en él no había nada."

viernes, 15 de septiembre de 2017

FIGUERAS, CAPITAL DE LOS ÚLTIMOS DÍAS DE LA REPÚBLICA ESPAÑOLA. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

FIGUERAS, CAPITAL DE LOS ÚLTIMOS DÍAS DE LA REPÚBLICA ESPAÑOLA. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

    "Llegué a Gerona el 28 de enero. Antes era una pequeña ciudad antigua de callejuelas pintorescas con arcadas, jardines y viejas murallas de piedra. Pero, ahora, la ciudad al completo gritaba. No gritaba un solo hombre ni cien, gritaba la ciudad entera. Antes Gerona tenía treinta mil habitantes. Ahora, cuatrocientos mil. Personas con costales y cestas que se echaban a dormir en las calles y en las plazas. Los aviones fascistas bombardeaban y ametrallaban incesantemente y a los republicanos ya no les quedaban aviones de combate ni baterías antiaéreas. Parecía que no existiera otra cosa que gritos, sangre y palas en el cementerio: cavaban fosas comunes.
    El 30 de enero el jefe de división, un español alto y huesudo, dijo: «No quedan palas. Tenemos que cavar, pero no tenemos palas». Los caminos estaban inundados por un alud de fugitivos y los habitantes de la ciudad intentaban marcharse. Uno cargaba con una butaca. Un hombre barbudo, con aspecto de profesor, llevaba un carro lleno de libros enormes, atados con una cuerda gruesa. Los campesinos azuzaban a sus ovejas y cabras. Las niñas llevaban sus muñecas. Toda la población se marchaba. Ahora ya nadie escribía en las paredes que no querían vivir con los fascistas. No era momento para las palabras. Además, no sé si los que partían pensaban en la vida. Avanzaban sin eslóganes, sin esperanzas, quizá sin pensamientos.
    Algunas unidades continuaron luchando, conteniendo al enemigo. La pequeña ciudad de Figueras, situada a veinte kilómetros de la frontera francesa, pasó a ser por poco tiempo la capital de la República española. En una vieja herrería me encontré con un periodista conocido: habían instalado allí la redacción y la imprenta de un periódico barcelonés. Estaban preparando un nuevo número. Un hombre con la cabeza vendada dictaba en la penumbra: «Se ha repelido con éxito el ataque del enemigo, superior en número».
    Busqué a Sávich, pero no pude encontrarlo. Cuando estaba en la plaza principal, abarrotada de gente, empezó el bombardeo. Luego los aviones italianos, a vuelo rasante, ametrallaron a los refugiados. El jefe del Estado Mayor me dijo: «Tengo que dar parte, pero ni siquiera tenemos máquina de escribir». Circulaban unos rumores siniestros. Se decía que los italianos habían desembarcado en Portbou y cortado el paso entre Figueras y Francia. Los franceses no dejaban que nadie cruzara la frontera, ni siquiera las mujeres. En un café vendaban a los heridos.
    «Creo que los rusos están allí», me dijo un jefe militar señalando el edificio de una escuela. Pero allí sólo vi a Negrín, Álvarez del Vayo y otros ministros. Estaban sentados en taburetes alrededor de una mesa larga, cubierta de mapas y carpetas. Negrín dijo: «Debemos ganar tiempo para evacuar a la población a Francia. Cuando lo hayamos conseguido, viajaremos a Madrid». Uno de los ministros argumentaba que lo más importante era evacuar al ejército y sacar el material de guerra: a través de Marsella se podía trasladar el armamento y a los soldados a Valencia y, desde allí, junto con las unidades del frente central, pasar a la ofensiva. No todas las ilusiones estaban perdidas…
(...)
    Nos dijeron que el primero de febrero se reunirían en Figueras las Cortes. Sávich y yo pasamos un buen rato buscando la entrada al sótano del viejo castillo. Los italianos bombardeaban la ciudad sin descanso. En la entrada al castillo se apostaba un centinela con guantes blancos. Un viejecito sacó, no sé de dónde, una alfombra raída y cubrió con ella la escalera que conducía al sótano. «No es cómodo —dijo—, pero, después de todo, son las Cortes». Se asignaron unos bancos para el cuerpo diplomático y los periodistas. A petición del encargado, me senté en un banco destinado a los diplomáticos, para que no quedara vacío. Más tarde se sentó conmigo un miembro de nuestra embajada. Negrín estaba sin afeitar, con los ojos hinchados por las noches de insomnio. Dijo que Inglaterra y Francia habían traicionado a la República, que habían sometido Cataluña al bloqueo. Los franceses impedían el paso de los heridos graves. Dijo también la siguiente frase: «Francia se arrepentirá de lo que ha hecho». Aprobaron una proclama dirigida al pueblo: la lucha continuaba. Votaron nominalmente, los diputados se levantaban uno tras otro y respondían solemnemente «Sí». Uno de ellos llevaba un vendaje improvisado en el brazo y la sangre se filtraba por la gasa.
    Por la noche fui a la ciudad francesa de Perpiñán a transmitir la sesión de las Cortes para Izvestia, y por la mañana volví a España.
    Los fugitivos no podían avanzar por las carreteras, se desbordaban como los ríos en primavera y llenaban todos los salientes rocosos. Cerca de Puigcerdà había tanta nieve que los niños se hundían en ella. Junto al paso de Ares vi a unas ancianas que se arrastraban por unas rocas cubiertas de hielo. Los campesinos sacrificaban las ovejas, las asaban allí mismo y daban de comer a los soldados. Una mujer dio a luz en pleno campo. Buscamos a gritos ayuda médica. Apareció un anciano, un otorrino, que asistió a la mujer. Luego, calentándose frente a la hoguera, dijo: «Ha tenido suerte este niño, un poco más y no habría nacido en suelo español». El médico que pronunció estas palabras no parecía ni mucho menos un héroe. Llevaba una blusa verde de mujer y alargaba hacia el fuego sus dedos hinchados por el reuma.
    Vi a Álvarez del Vayo en la cabaña de un pastor. Alguien le llevó un café claro en una escudilla. Su mirada era tan triste que tuve que volverme. Él, sin dejarse abatir, me contó que habían enviado un camión cargado de pan a los soldados, me habló de la descarga de artillería y de la evacuación de los heridos. (Es un hombre de gran fe. Cada dos o tres años me encuentro con él en París, Moscú o Ginebra y siempre me acuerdo de aquel día de febrero, los ojos trágicos y la voz pausada y calma de aquel ministro de Asuntos Exteriores refugiado en una cabaña).
    Tres días después Sávich y yo estábamos de pie sobre una roca, en algún lugar cerca de la frontera. Pasaba frente a nosotros una interminable muchedumbre de refugiados. Los asnos rebuznaban. Lloraban los niños. Pasó una compañía de soldados, uno de los cuales, no sé por qué, tocaba la corneta. Bombardeaban. Un campesino cogió un puñado de tierra y lo envolvió en un gran pañuelo rojo.
    Más tarde escribí un poema que refería muchos de los detalles mencionados en este capítulo, pero también otro plano, el de la angustia que sólo se puede expresar en verso: «En la húmeda noche los vientos afilaban las rocas. España, arrastrando las armas, avanzaba penosamente hacia el norte. Y hasta el alba chillaban las cornetas enloquecidas. Los soldados sacaron los cañones de combate. Los campesinos azuzaban al aturdido ganado. Los niños cargaban con sus juguetes y la boca de la muñeca se retorcía en una mueca. Las mujeres daban a luz en el campo, envolvían a sus bebés y seguían la marcha para morir de pie. Ardían aún las hogueras, antes de la separación. El bronce de las trompetas todavía no había enmudecido. ¿Qué puede ser más triste y maravilloso que una mano apretando un puñado de tierra? Aquella noche, las canciones se liberaron de las palabras y los pueblos se movieron de sitio, como si fueran barcos».
    En los puestos fronterizos, los franceses no sólo apostaron gendarmes, sino militares, al principio senegaleses, luego batallones franceses. Registraron a los españoles que deponían las armas. También registraron a muchos de los refugiados. En Le Perthus vi que algunas madres eran separadas de sus hijos por error. Gritaban y se negaban a seguir, pero las empujaban.
    Yo tenía un pase policial, un carnet de periodista expedido por la Prefectura de París. En la ciudad me había servido de poco, pero allí resultó milagroso: me dejaban pasar libremente de España a Francia y viceversa. Tenía que salvar a muchos compañeros que corrían el riesgo de acabar internados en campos de prisioneros: periodistas, señoras de la limpieza de la embajada, conductores, un joven poeta y varios miembros de las Brigadas Internacionales. Durante varios días no me ocupé de otra cosa. Algunos ni siquiera tenía tiempo de enviar telegramas a mi periódico. Prefería llamar a París, donde se suponía que estaba Paul Jocelyn.
    Conocí a personas maravillosas. Por ejemplo, un maestro de un pueblo fronterizo llamado Prats de Molló, que se pasaba el día y la noche repartiendo sopa caliente y pan a los refugiados en un paso de montaña. Cientos de personas le llevaban provisiones. Conocí también a un mecánico de Arles-sur-Tech, propietario de un pequeño garaje que, sin tomarse un descanso, llevaba en su coche destartalado, desde el paso de Ares a la ciudad, a refugiados exhaustos y congelados. Los gendarmes del paso eran afables, y aquel mecánico me ayudó a que cruzaran la frontera muchos camaradas. Lamento no recordar su nombre.
    El 6 de febrero pisé suelo español por última vez. Estuve en el pueblo de Camprodon. Alrededor todavía se libraban combates.
   El gobierno francés había mandado ejecutar órdenes inhumanas, pero sobre el terreno cada uno actuaba a su manera. Cada día era testigo de gestos de solidaridad, bondad y compasión, aunque también de palmaria bajeza. En el pueblo de Le Boulou busqué a una campesina y a sus hijos, a quienes debía entregar una carta y dinero de parte del marido. El alcalde, gordinflón, con el rostro impasible y embrutecido, me respondió: «Aquí hay muchas como ésas…». Y el policía gritó: «No es asunto suyo. ¡Lárguese de aquí cuanto antes!». Le recordé los sentimientos humanos, a lo que me respondió que a él le traían sin cuidado. En las pequeñas ciudades de Saint-Laurent de Cerdans, Prats de Molló y Arles-sur-Tech, los lugareños daban de comer a los refugiados y los escondían de la policía."


EL MATRIMONIO ENTRE UNA HIMMLER Y UN JUDÍO. LOS HERMANOS HIMMLER, de Katrin Himmler

EL MATRIMONIO ENTRE UNA HIMMLER Y UN JUDÍO. LOS HERMANOS HIMMLER, de Katrin Himmler 

  "Más tarde, en un círculo de debate para descendientes de víctimas y verdugos del nacionalsocialismo, observé con extrañeza que los hijos de los perseguidos tenían que desempeñar un papel exculpatorio para los hijos de los verdugos. Tenían que consolarlos y dejar que les lloraran todas sus penas para luego concederles la absolución. Esta observación me asustó.
    Si a Dani y a mí también nos había juntado el secreto deseo de reconciliación entre ambos bandos, lo cierto es que en nuestro día a día se notaba muy poco. Aquel verano librábamos duras peleas en las que nuestras distintas herencias familiares influían más de lo que queríamos reconocer.
    En principio, Dani no parecía tener «ningún problema» con el hecho de convivir con una sobrina nieta de Heinrich Himmler en la antigua capital del Reich. Pero había momentos en los que el entorno se le volvía hostil y llegaba a convertirse en una amenaza para él, sobre todo cuando se veía enfrentado a la autoridad, al normativismo rígido y tozudo de los alemanes. Entonces, cualquier conductor de autobús poco amable enseguida se transmutaba en «nazi». Al principio me hacía gracia, pero después me ponía furiosa. Es posible que me aterrara también la contundencia de las emociones que lo asaltaban en esos momentos. Cuando ocurría, se abría entre nosotros un abismo de incomprensión. Y se repetían situaciones, palabras explosivas o imágenes que desataban reacciones violentas en los dos.
    Cierta vez que volvíamos a discutir porque Dani le había endilgado por lo bajo un «maldito nazi» a alguien y yo le exigía que matizara sus juicios sobre otras personas, me replicó airado: «Para ti lo más importante es no perder nunca la decencia». Una frase horripilante. La palabra «decencia» tenía para mí connotaciones atroces. Me recordaba el espeluznante discurso que mi tío abuelo había pronunciado en Poznan [Posen], en el que se elogió a sí mismo y a sus jefes de grupo de la SS por la «decencia» con que habían realizado sus actos asesinos. Al instante, Dani estaba arrepentido; pero yo no podía desligar esos términos de su carga histórica. En situaciones como aquella fuimos cobrando conciencia de lo fresca que estaba la historia, siempre al acecho bajo la superficie de las cosas. En el día a día nos creíamos muy seguros en nuestro trato con el pasado, pero cuando se presentaba un conflicto quedábamos irreconciliablemente reducidos a la condición de descendientes de víctimas y verdugos, de judíos y alemanes.
    Se ha escrito mucho sobre el dominio que las experiencias de la época nacionalsocialista ejercen durante generaciones tanto en las familias de las víctimas como en las de los verdugos. Las víctimas suelen tener pesadillas durante toda la vida y se atormentan no sólo con sus recuerdos sino también con la vergüenza: vergüenza por las humillaciones sufridas, pero también por el hecho de haber sobrevivido. Incluso sus hijos y sus nietos siguen padeciendo pesadillas llenas de miedo y persecución. También Dani, quien soñaba a menudo con desconocidos que lo perseguían y mataban. Yo conocía esas pesadillas de la infancia. Ahora soñaba muchas más veces con que era yo la que ejercía la violencia contra otros.
    Después de la guerra, antes de emigrar a Israel, la abuela de Dani redactó un acta basada en su recuerdo de los hechos. El horror de sus experiencias, el omnipresente miedo a la muerte sólo se pueden intuir tras las sobrias palabras; por ejemplo, cuando describe cómo la familia tuvo que cambiar de escondite en muchísimas ocasiones o cuántas veces se libraron por los pelos de ser entregados a la Gestapo, pese a sus documentos falsos y a los sobornos que pagaban constantemente. El padre de Dani tardó mucho en comprender cómo esa traumática experiencia que vivió de niño marcó su vida posterior. Hasta el año pasado no logró armarse de valor para leer el acta de su madre y hacerla traducir para nosotros y para su nieto.
    También los documentos de mi abuela Paula permanecieron durante décadas sepultados entre otros papeles en la casa de mi padre sin que él jamás les echara un vistazo. Sólo las investigaciones para este libro revelaron su existencia a mi familia.
    El psicólogo israelí Dan Bar-On ha señalado el «muro de silencio», levantado a lo largo de muchos años, que lastra a las familias de las víctimas y los verdugos. Un muro casi imposible de romper porque los descendientes —la segunda e incluso la tercera generación— van transmitiendo unos a otros las leyendas familiares, con lo que se convierten en «cómplices» de la generación mayor. No son buenas condiciones para reconstruir la historia lo más verazmente posible. No sólo porque con todos los años que han pasado la maraña prácticamente ya no se puede deshacer; no sólo porque ha transcurrido demasiado tiempo ni porque los recuerdos, en el trascurso de una vida, se «sobrescriben» una y otra vez y, por tanto, no son nada fiables; sino también porque cada miembro de la familia ha desarrollado su propia versión de la historia y, de repente, una misma historia presenta muchas «verdades». Es lo que he descubierto mientras trabajaba en este libro."
Katrin y Dani