LA GESTACIÓN DE OTRA GUERRA MUNDIAL. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg
"Un velero entró en el puerto con una buena pesca. La tripulación, calada hasta los huesos y aterida de frío, estaba contenta. Pero nadie quiso comprarles las sardinas, a pesar de sus argumentos, insistencias y gritos. En otro puerto, Audierne, había una fábrica que no formaba parte del consorcio y los pescadores decidieron probar suerte ahí, pese a que el viento arreciaba y se estaba desencadenando un temporal. Los que se quedaron en la orilla comentaban, con aire sombrío: «¿Qué otra cosa pueden hacer? Son padres de familias numerosas».
Están las meditaciones sobre la «caña pensante», las fantasías de Villiers de L’Isle-Adam, los paisajes bretones de Gauguin. Pero hay también otra cosa: niños hambrientos. Una de las tragedias de nuestra época reside en esta contradicción entre el vuelo del genio humano y la antigua miseria bestial.
Las mujeres que se habían quedado en la orilla vieron una ola enorme tumbar el velero. Se desencadenó una tormenta humana: la gente se precipitó hacia las puertas cerradas de la fábrica. Los patrones no estaban, probablemente descansaban en algún balneario cercano. Los administradores, despavoridos, corrieron hacia el teléfono, suplicaron que se les enviase un destacamento de gendarmes.
Del faro partió un barco de motor y lograron salvar a los náufragos. Enseguida se calmaron los ánimos. A la mañana siguiente las embarcaciones se hicieron a la mar; las mujeres descabezaban las sardinas con mucho cuidado y colocaban el pescado en las latas.
Así que no pasó nada. ¿Por qué, no obstante, el episodio se ha grabado en mi memoria? De sobra sabía que quien está saciado no comprende al hambriento, y no sólo por los libros, sino por experiencia personal. Tampoco podía sorprenderme la vida de los pescadores de Penmarch, demasiadas veces había observado la pobreza humana. Fue otra cosa lo que me impresionó.
Los pescadores de Penmarch libraban cada día un combate con el océano. En el cementerio vi muchas cruces sobre tumbas vacías a las que acudían las viudas de quienes habían perecido en el mar. La lucha del hombre contra la naturaleza ennoblece siempre el espíritu y no creo que haya en el mundo mito más hermoso que el de Prometeo. Poco antes de mi llegada a Penmarch, un joven piloto estadounidense, Lindbergh, había llevado a cabo el primer vuelo transatlántico, y vi en las casas de los pescadores retratos suyos, recortados de los periódicos. De niño, me apasioné por un libro que hablaba de la expedición Fram de Nansen, y luego, a lo largo de mi vida, he sido testigo de hechos, más o menos relevantes, que han mantenido en vilo el alma de todos: Blériot sobrevoló el canal de la Mancha, marinos rusos salvaron a los habitantes de Mesina durante el terremoto de 1908, Calmette descubrió la vacuna contra la tuberculosis; el rompehielos Krasin salvó a la expedición polar de Nobile, la muerte de Amundsen, los hombres del Cheliuskin se mantuvieron sobre un bloque de hielo a la deriva, los pilotos soviéticos vuelan hasta América a través del Polo Norte, Fleming descubrió la penicilina, los ingleses escalaron la cima del Everest, los noruegos llegaron a la Polinesia en balsa, un satélite soviético giró en torno a la Tierra y, por último, el mundo está admirado y atónito ante Yuri Gagarin, que por primera vez ve el cosmos.
Junto a estos hechos, que nos llenan de admiración, los hombres corrientes —pescadores y médicos, mineros y pilotos de la flota civil— luchan día y noche contra la naturaleza ciega.
En 1929 conocí en Suecia a Dalen, físico e ingeniero ciego. Trabajaba sobre las luces de los faros y había perdido la vista durante uno de sus experimentos: había sacrificado sus ojos para que pudieran ver otros: capitanes de navío, timoneles y pescadores. Pero en Penmarch yo había sido testigo de otra cosa… Hay actos heroicos y existen los intereses particulares. ¡Eso es lo intolerable! Siempre hay gente dispuesta a mandar a la muerte no sólo a tres pescadores bretones, sino a toda la «caña pensante», sólo para que no bajen los precios de las sardinas, del petróleo o del uranio.
Tal vez me haya alejado de la narración, pero, como ya he dicho, en Penmarch no pasó nada. Sólo un periódico dedicó unas líneas al incidente. Los pescadores siguieron echando sus redes al mar y los accionistas de las fábricas de conservas siguieron recibiendo dividendos.
(...)
En invierno regresé a Penmarch con Moholy-Nagy, que soñaba con hacer una película sobre las sardinas y los empresarios sin alma. Decía que se la financiaría un mecenas de izquierda. Los pescadores nos hablaron de los fabricantes y de las tormentas. El mar se embravecía. Las mujeres acunaban a sus niños y cantaban canciones tristes.
Moholy-Nagy no encontró al mecenas y no pudo rodar la película. Yo, al volver de Penmarch, escribí: «¡Qué horrible es el mundo en que Caín es, a la vez, legislador, gendarme y juez! Se van a cumplir diez años desde que terminó la Guerra Mundial. Si las cosas no cambian, antes de que se cumpla otra década asistiremos a una nueva guerra, mucho más espantosa». No sé por qué señalé esa fecha, pero sólo me equivoqué por año y medio."
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'Pêcheurs, femme de pêcheurs Sardinier Breton, Audiernes' 1931 |