Ver Viajes del Mundo en un mapa más grande

viernes, 28 de abril de 2017

GUERRA DE LOS BALCANES. LEÓN TROTSKY, de Joshua Rubenstein

GUERRA DE LOS BALCANES. LEÓN TROTSKY, de Joshua Rubenstein 

    "Trotsky dio cobertura informativa tanto a la primera como a la segunda Guerra de los Balcanes para el periódico Kievskaya Mysl. Viajó primero a Belgrado y, a continuación, a Sofía, donde fue testigo de la declaración de guerra de Bulgaria. Vio abarrotarse de refugiados las estaciones de ferrocarril, entrevistó a soldados que regresaban del frente y se encontró con periodistas europeos estúpidos y desinformados que no lograban comprender la gravedad del conflicto. Su descripción de un corresponsal británico constituye uno de los retratos clásicos de aquella época: Es majestuoso, este embajador de la prensa. Sus piernas, con esas redondeces gruesas y seguras de sí mismas, ocupan la mitad del compartimento. Lleva unos calcetines tupidos y unas polainas por encima de las botas ignífugas, y viste un traje de una tela gris a cuadros, sostiene entre los dientes una pipa corta y voluminosa de la mejor calidad y una raya perfectamente labrada divide en dos su pelo, y unos pantalones cortos amarillos hechos con la piel de algún animal prehistórico, permanece sentado inmóvil leyendo a Anatole France […] Es la primera vez que viene a la península balcánica, no sabe ninguna lengua eslava, no habla una palabra de alemán y tiene un dominio del francés compatible con la condición de britano orgulloso, no se asoma a la ventana, no habla con nadie. Provisto de todo este dechado de cualidades, viene a examinar los destinos políticos de los Balcanes. Trotsky confiaba en que sus dotes de observación y su afilado estilo polémico transmitieran la complejidad de la tragedia. «Las fronteras entre los Estados enanos de la península balcánica no estaban trazadas de acuerdo con las condiciones o demandas nacionales —contaba a sus lectores—, sino como consecuencia de las guerras, las intrigas diplomáticas y los intereses dinásticos. Las grandes potencias (en primera instancia, Rusia y Austria) siempre han tenido un interés directo en predisponer a los pueblos y Estados balcánicos entre sí y, a continuación, cuando se han debilitado mutuamente, los han sometido a su influencia política y económica». Todo esto ya ha desembocado en «guerras entre Grecia y Turquía, Turquía y Bulgaria, Rumanía y Grecia o Bulgaria y Serbia». Para Trotsky, que investigaba la lamentable historia de una región «tan maravillosamente favorecida por la naturaleza y tan cruelmente mutilada por la historia», la única solución era una república federal balcánica. Trotsky descubrió un buen montón de cosas de las que mofarse: la censura en Bulgaria y en Rusia, donde una parte de la prensa «ha sustituido el papel de periódico por una piel de becerro tensada sobre el bastidor de un tambor»; las atrocidades turcas contra los armenios; y una actitud displicente de Bulgaria hacia los estallidos de cólera. A veces, parecía que Trotsky hubiera sucumbido al pacifismo cuando presenciaba la quema de aldeas albanesas a manos de tropas búlgaras. «Fue el primer ejemplo real y auténtico que he visto en este teatro de la guerra de un exterminio mutuo y despiadado entre hombres». Concluyó que «el hombre depende de las condiciones. En las circunstancias de la brutalidad organizada de la guerra, los hombres se animalizan al instante sin darse cuenta»."

LOS PREJUICIOS NACIONALES . GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

LOS PREJUICIOS NACIONALES . GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

    "A los franceses les gusta contar la historia del inglés que, habiendo visto a una mujer pelirroja en Calais, escribió que todas las francesas eran pelirrojas. Me acuerdo de las conversaciones con los turistas rusos a los que les mostraba Versalles. Un maestro admiraba la riqueza de los franceses: cerca de la estación Saint-Lazare había visto a un vagabundo bebiendo vino tinto. «Cuando lo cuente en casa, nadie lo creerá: un desarrapado, un mendigo, y bebía vino con la mayor tranquilidad del mundo». El maestro venía de la provincia de Samara; no daba crédito a que en Francia el vino fuese más barato que el agua mineral. Otro turista, inspector de una escuela profesional, llegó, por el contrario, a la conclusión de que los franceses vivían en la miseria; hablaba francés y en el parque de Versalles había conocido a un profesor de instituto local; el inspector repetía: «¡Ahí tenéis su cultura y su riqueza! Un profesor de instituto y no tiene criada, su propia mujer le prepara la comida». Un emigrado, antiguo seminarista, y más tarde socialista revolucionario, me enseñó una novelita suya: trataba de los sufrimientos de un idealista ruso enamorado de una francesita inmoral. El autor dedicaba un centenar de páginas a reflexiones sobre la inmoralidad de los franceses. El principal argumento era que los franceses se besaban incluso en los restaurantes. Intenté en vano explicarle que esos besos equivalen a una palabra cariñosa o a una mirada, que no impide a la pareja saborear su guisado de carnero o de cerdo con alubias. Él respondía con obstinación: «Me siento violento cuando salgo con mi mujer: besarse así, a la vista de todo el mundo. ¡Ya le digo yo que esta gente!».
    Es difícil comprender las costumbres de un país extranjero, incluso cuando se tiene ocasión de observarlo durante algún tiempo. ¿Y qué se puede decir de los turistas? ¡Cuántas cosas absurdas he leído en los periódicos tanto rusos como franceses, dignas de figurar junto a la frondosa kliukva bajo la cual se sentó Dumas padre!
    No hay que burlarse de Mercereau: su error es profundamente humano. El antiguo seminarista, el que se indignaba de la inmoralidad de los franceses, seguramente besaba a su mujer al despedirse de ella en una estación de ferrocarril y, sin embargo, eso habría parecido indecente e inmoral a un japonés. El mal radica en que las personas consideran que sus costumbres o, como dicen ahora, su «forma de vida», son las únicas justas, y condenan, si no en voz alta, sí en su fuero interno, todo cuanto se aparta de ellas.
    Las imágenes que se forjan sobre el carácter de los pueblos se basan en observaciones fortuitas y superficiales. ¿Qué sabían los franceses, incluso los instruidos, sobre los rusos en vísperas de la Primera Guerra Mundial? Veían a los ricos que despilfarraban el dinero a diestro y siniestro, que pasaban el tiempo en los burdeles caros de Montparnasse, que perdían en una noche en Montecarlo tierras que equivalían por extensión a una región francesa. En aquella época entró en uso en la lengua francesa la palabra boyardo para designar a los rusos pudientes. A los franceses cultos les apasionaba Dostoievski, a partir de cuya lectura se habían formado la idea de que a los rusos les gustaba matar a la gente de improviso, descuidaban sus compromisos monetarios, creían en Dios y en el diablo; acostumbraban a escupir sobre lo que creían, comenzando por sí mismos, y, al mismo tiempo, se arrepentían en los lugares públicos besando el suelo. Los periódicos hablaban de desórdenes en Rusia, de actos terroristas y del heroísmo de los revolucionarios. Los franceses llamaban a los revolucionarios rusos «nihilistas». Un diccionario publicado en 1946, es decir, treinta años después de la Revolución de Octubre, define así la palabra nihilismo: «Doctrina que cuenta con adeptos en Rusia y que aspira a la destrucción radical del régimen social sin fijarse como objetivo sustituirlo por otro concreto». Desde el punto de vista de los franceses, semejante doctrina sólo podía seducir a los místicos. Los franceses se enteraban, para colmo, de que había «nihilistas» entre los «boyardos», y eso los convencía definitivamente de la existencia del «alma eslava». A través del «alma eslava» los franceses acabaron explicándose todos los acontecimientos históricos que se produjeron en Rusia.
(...)
Ahora los aviones atraviesan Europa en pocas horas, en una sola noche es posible ir de París a América o a la India; pero las personas no se conocen mejor que antes. Lo que les separa no son los pensamientos sino las palabras, tampoco son los sentimientos, sino la forma de expresarlos; es decir, las costumbres, los detalles de la vida. La incomprensión es el caldo de cultivo donde proliferan los microbios del nacionalismo, del racismo, del odio. «Mira, no vive como tú, es inferior y no quiere reconocerlo; dice que vive mejor que tú, se juzga superior a ti; si no lo matas, te obligará a vivir a su manera». Podríamos ponernos de acuerdo sobre lo que los diplomáticos han llamado desde hace tiempo un modus vivendi, una tregua temporal, pero a mi modo de ver es inconcebible una auténtica coexistencia pacífica sin comprensión mutua. Dicen que nuestro planeta se ha explorado durante mucho tiempo, que ahora le toca el turno a Marte o Venus. Sí, los cartógrafos conocen todas las montañas, todas las islas, todos los desiertos, pero el hombre corriente sabe más bien poco de la manera en que viven sus contemporáneos en una isla descubierta tiempo atrás, en países descubiertos en tiempos inmemoriales e incluso en los países que se consideran descubridores. Hablo de ello porque he recorrido Europa, he ido a Asia, América, y he acabado por darme cuenta de hasta qué punto es difícil entender una forma de vida que no es la propia."

jueves, 27 de abril de 2017

NEGRO SOBRE NEGRO, de Ana M Briongos.

"Cuántas veces disfrutaremos de este lado suave, recogido, austero y respetuoso de Irán, donde el tiempo discurre como una cortina de agua fresca, donde las escasas sombras son por ello más acogedoras, los frutos de los oasis del desierto más dulces y los mosaicos finamente trabajados entre ruinas de adobe doblemente relucientes. Es la faceta dulce del Islam, la que no sale en los periódicos, la silenciosa, la de los hombres y mujeres de buena voluntad."




EMPATIA HUMANA. LOS CÍNICOS NO SIRVEN PARA ESTE OFICIO, de Ryszard Kapuściński

EMPATIA HUMANA. LOS CÍNICOS NO SIRVEN PARA ESTE OFICIO, de Ryszard Kapuściński 

    "Nuestro imaginario ha sido educado para pensar en pequeñas unidades: la familia, la tribu, la sociedad. En el siglo XIX se pensaba en términos de nación, de región o de continente. Pero no tenemos ni instrumentos ni experiencia para pensar a escala global, para comprender lo que significa, para darnos cuenta de cómo las otras partes del planeta influyen en nosotros o cómo influimos nosotros en ellas. En otras palabras, es muy difícil comprender que cada uno de nosotros es un ser humano que está conectado a otros seres humanos, que tenemos que imaginarnos a nosotros mismos como figuras dotadas de muchísimos hilos y vínculos que van en todas direcciones; para muchos es difícil aceptar esta realidad, y por eso vivimos con tantas tensiones, depresiones, tanto estrés."

PARISINOS. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

PARISINOS. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

    "Al café se iba para ver a los conocidos, hablar de política, departir y contar chismorreos. Todas las profesiones contaban con su propio café: los abogados, los ganaderos, los pintores, los jockeys, los actores, los joyeros, los procuradores, los senadores, los proxenetas, los escritores y los peleteros. Los partidarios de Guesde nunca ponían los pies en los establecimientos que frecuentaban los partidarios de Jaurès. También había cafés en los que se reunían los ajedrecistas; en uno de ellos se disputaron las históricas partidas entre Lasker y Capablanca.
(...)
    ...Y en París resulta muy difícil evitar el arte…
París me enseñó muchas cosas, amplió los muros de mi mundo. Suele atribuirse a París la alegría; a mi modo de ver, París sabe sonreír con tristeza: así son sus casas, sus poetas, los ojos de sus muchachas. Esa capacidad de ser feliz en la tristeza y triste en la felicidad a veces le da alas y otras se las corta (...)
    Se podría pensar que en París todo estaba patas arriba, pero en realidad los parisinos tenían una manera de vivir secular y bien organizada. Cuando se alquilaba un piso a alguien, la portera preguntaba si el nuevo inquilino tenía un armario de luna; no se podía embargar una cama, una mesa, una silla, pero si el alquiler no se depositaba a tiempo, se le confiscaría el armario de luna. En los entierros los hombres marchaban delante y las mujeres detrás. Los cementerios parecían la maqueta de una ciudad, con su trazado de calles. En las tumbas de la gente acaudalada se leía: «Concesión a perpetuidad»; no había atisbo de ironía, pues las tumbas de los pobres se excavaban al cabo de veinte años. Después del entierro, los asistentes se dirigían a una taberna que había al lado del cementerio, bebían vino blanco y tomaban queso. Por la tarde no se bebía café, sino infusiones: flor de tilo, manzanilla, menta, verbena. Incluso los enamorados discutían animadamente sobre qué infusión era más beneficiosa: él prefería una diurética, ella una digestiva. En los bancos de las calles las viejas en zapatillas hacían calceta. A las diez de la noche se cerraban las puertas de las casas. Cuando un inquilino tocaba la campanilla, la portera, soñolienta, tiraba del cordel y la puerta se abría: era preciso que el inquilino gritara su nombre para que no se colase ningún extraño; para salir de casa había que despertar a la portera con un grito estentóreo: «Cordel, por favor». Los pescadores permanecían sentados con sus cañas a lo largo del Sena, esperando que un gobio imaginario mordiera el anzuelo. A veces los periódicos anunciaban que un condenado a muerte sería guillotinado al amanecer del día siguiente, y junto a las puertas de la cárcel se congregaba un enjambre de curiosos para ver con sus propios ojos al verdugo, al condenado y, después, la cabeza cortada."

miércoles, 26 de abril de 2017

VIDA Y ÉPOCA DE MICHAEL K., de J. M. Coetzee

VIDA Y ÉPOCA DE MICHAEL K., de J. M. Coetzee

    "»Michaels no tendría que haber venido nunca a este campamento —he proseguido—. Fue un error. En realidad su vida ha sido un error de principio a fin. Es cruel decirlo pero lo diré de todas maneras: alguien como él no debería haber nacido nunca en un mundo como este. Más le hubiera valido que su madre le hubiera asfixiado discretamente cuando vio lo que era, y lo hubiera dejado en el cubo de la basura. Ahora, déjale al menos ir en paz. Escribo un certificado de defunción, tú lo firmas, algún oficinista del Castillo lo archiva sin mirarlo, y con esto se termina la historia de Michaels.
—Lleva puesto un pijama caqui reglamentario —ha dicho Noël—. La policía lo detendrá, le preguntará de dónde viene, dirá que viene de Kenilworth, comprobarán que no hay ningún parte de fuga, y nos la cargaremos.
—No llevaba el pijama puesto —he contestado—. Todavía no sé lo que encontró para ponerse, pero dejó su pijama aquí. En cuanto a admitir que viene de Kenilworth, no lo hará, por la sencilla razón de que no quiere volver a Kenilworth. Les contará una de sus historias, por ejemplo que viene del Jardín del Edén. Sacará el paquete de semillas de calabaza, lo agitará, les regalará una de sus sonrisas, y se lo llevarán directamente al manicomio, suponiendo que aún quede alguno. Te lo juro, Noël, no volverás a oír hablar de Michaels."

JUDÍOS Y POLACOS. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres

JUDÍOS Y POLACOS. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres 

    "El que hablaba era un hombre gordo, moreno, de barba rala y ojos oscuros. Me preguntó de dónde era y le dije que de España. Le pregunté si sabía si en el barrio vivían todavía algunos judíos y se encogió de hombros.
—¿Judíos? Quién sabe. Puede que yo sea judío.
Se levantó pesadamente y se sentó a nuestra mesa. Me apuntó con un dedo gordo como un pan. Parecía muy borracho.
—Vosotros, los españoles, también expulsasteis a los judíos.
—En 1492, junto a los moriscos. —Asentí con la cabeza—. El mismo año que Colón descubrió América. Fue una verdadera desgracia.
—¿Para quién? —preguntó el gordo vía Aśka.
—Para todos. Para los españoles que no eran judíos y, por supuesto, para los judíos, que eran españoles.
—Aquí los judíos vivieron en paz durante siglos. Más o menos en paz, porque los judíos nunca han estado en paz en ningún sitio. Ni siquiera ahora, en Israel.
Bebió un trago de cerveza. Quedó un rastro de espuma blanca colgándole del bigote y se lo limpió con el dorso de la mano.
—Durante la guerra, dicen que los polacos no ayudaron a los judíos. En algunos pueblos, los polacos ayudaron a los nazis, extorsionaron a los judíos, incluso los mataron con sus propias manos. —Hizo un gesto vago con la mano, como si limpiara una ventana imaginaria—. Pero también hubo polacos, católicos o no, que ayudaron a los judíos. También hubo alemanes buenos, ¿no?, igual que ese oficial que salvó al judío aquel de Varsovia.
—Szpilman —dijo Aśka—. El pianista del gueto.
—El de la película de Polański, sí. Los nazis promulgaron una orden en la cual especificaban que cualquier polaco que ocultara o ayudara a un judío sería ahorcado. —Tamborileó los dedos sobre la mesa—. Aun así, escaparon unos cuantos miles de judíos de Polonia, unos cuarenta mil, creo. Son unos cuantos, ¿no?
Afirmé con la cabeza. Abotargado por el alcohol, el hombre arrastraba las palabras y parpadeaba a cámara lenta.
—Poco después de la guerra hubo un linchamiento de judíos en Kielce. La gente dice que fue orquestado por los comunistas. Lo peor de todo fue cuando algunos judíos quisieron recuperar sus antiguas posesiones y se encontraron con que sus vecinos polacos habían ocupado sus casas y no estaban dispuestos a devolverlas. Gritaban: «Fuera, judío, fuera. No te queremos. Vete a otra parte. Lejos.» Siempre es la misma historia.
Tarareó algo ininteligible, siguió golpeando los dedos sobre la mesa.
—Y luego, en los sesenta, los partisanos de Moczar promovieron otra vez el antisemitismo. Aquello fue una vergüenza. También hoy, ahora mismo, se sigue diciendo por las calles que los judíos tienen la culpa de lo mal que va el país, que tienen todo el dinero. Hay periodistas que escriben y sacerdotes que hablan desde el púlpito contra los judíos. Lo que yo digo es… —Balbuceó, tanteó con la mano hasta dar con el asa de la jarra—. Lo que digo es: si hay antisemitismo, debe de haber judíos, ¿no?
Me guiñó un ojo, antes de terminarse de un trago la cerveza. Después me miró fijamente y preguntó:
—¿Por qué te interesan tanto los judíos?
Era una buena pregunta. Siempre, desde niño, he sentido simpatía por los débiles, las víctimas, las minorías oprimidas. Los judíos, los gitanos, los palestinos, los kurdos, los polacos. Yo mismo, en el colegio, en el barrio, en la mili, me había sentido un paria. Había cambiado de escuela y el primer día, unos chicos mayores que yo me esperaron a la salida, me tiraron al suelo, me golpearon y me dieron patadas en el estómago y en la cabeza. Durante meses (y, para un niño de seis años, un mes es un lapso casi infinito de tiempo) fui aterrorizado a la escuela, no salía al recreo, temiendo que un día cualquiera se repitiera el calvario. Por desgracia, se repitió muchas veces. ¿Qué motivos tenían para martirizarme? Que estaba gordo, que no me gustaba el fútbol, que era débil. Había otros aun más débiles que yo: los canijos, los empollones, los chicos con gafas. No logro olvidar los rostros ni los nombres de los matones que me esperaban a la salida de clase. Algunas veces, cuando miro hacia atrás, hacia el patio del colegio, con sus pequeños verdugos y sus pequeñas víctimas, veo un campo de concentración en miniatura.
Extendí las manos sobre la mesa, acaricié la rueda metálica. Recordé el traqueteo de la máquina de coser, mi madre inclinada sobre la aguja, sus pies balanceándose sobre el pedal, sus manos sujetando un trozo de tela: aquellas ráfagas breves y monótonas de las que estaban hechas las tardes de lluvia. Recordé mi nombre.
—Me llamo David, como mi padre. Mi hermano se llama Daniel, como mi tío. El nombre de otro de mis tíos era Gabriel, aunque en familia todos le llamábamos Javier. Y otro, Salomón.
—¿En serio?
—Completamente en serio. Era peluquero. Vivía en Alemania.
El hombre apoyó la mano sobre la cara. Tenía los ojos entrecerrados, como si fuese a echarse una siesta.
—¿Y te has preguntado qué habría sucedido contigo si tu familia hubiera vivido aquí, en Polonia, en vez de en España? ¿Os habrían tomado los nazis por judíos?
No me dio tiempo a responder. Alzó la mano para llamar al camarero y pedir la cuenta. Le dije que me permitiera invitarle. Cogió el abrigo que colgaba en una de las sillas. Se lo puso y me estrechó la mano.
—Yo también me llamo Salomón —dijo—. Pero no soy peluquero.
Se subió las solapas del abrigo y salió del local con paso vacilante. Al cruzar la calle, se apoyó en el capó de un coche aparcado y después sacudió la mano manchada de nieve. Aśka removía su zumo de tomate. El camarero se acercó y le pedí una Warka. Aśka guardó silencio hasta que la jarra estuvo frente a mí rebosando espuma.
—¿Mejor? —preguntó después de que hubiera tomado un trago.
—Sin comparación posible.
—Los polacos podemos enorgullecemos de muchas cosas —dijo de repente—, pero no precisamente de cómo tratamos a los judíos durante la guerra.
—Bueno, la guerra no suele sacar a la luz lo mejor de los seres humanos. Por lo que he leído, tampoco muchos judíos se comportaron muy bien con sus hermanos."

Cracovia

PARÍS 1908. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

PARÍS 1908. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

     "Recuerdo muy bien aquel día de diciembre, cuando al salir de la Estación del Norte me encontré en una plaza sucia y bulliciosa. Me sorprendió el viento. En él se percibía el hálito del mar, y me causó una sensación de alegría y excitación. Dejé las maletas en la consigna de la estación y experimenté en el acto un sentimiento de libertad. Lo cierto es que iba vestido de una manera bastante extravagante, pero nadie me prestaba atención y en aquellas primeras horas comprendí que en París era posible pasar desapercibido, pues nadie se interesa por los demás.
    Entré en un bar. Junto a un mostrador de zinc se erguían unos cocheros de cara roja y con sombrero de copa que tomaban unas bebidas misteriosas de color púrpura o verde. Me acordé de los cocheros moscovitas y el corazón me dio un vuelco: estos de París no hablaban de la avena… Pedí café. La patrona me preguntó algo, y yo no la comprendí. (Estaba convencido de que sabía francés, lo había estudiado en el instituto y había tomado clases particulares, pero descubrí que sólo conocía algunos cientos de palabras que Racine había utilizado en sus tragedias y que ignoraba las imprescindibles para la vida cotidiana). Me sirvieron café negro en una copa y un vasito de ron. Lo bebí a pesar de mi aprensión.
    Sabía que los emigrados rusos vivían en los alrededores del Barrio Latino, así que pregunté a un policía cómo podía ir hasta allí, y éste me señaló un ómnibus: en París volví a encontrar nuestros tranvías de tracción animal, con la diferencia de que éstos no circulaban sobre raíles y constaban de dos pisos. Me subí a la imperial y me senté al lado del cochero. Sostenía en la mano un largo látigo y se adormecía de vez en cuando; en su labio inferior temblaba la colilla apagada de un cigarrillo. Al despertar se ponía a cantar y, como despertaba a menudo, al fin comprendí las primeras palabras de la canción: «El corazón del cíngaro es un volcán». Debía de rondar los sesenta años, y a mí me dio la impresión de que era no ya viejo, sino antiguo, y de un color ceniciento como las casas de París.
    El camino era largo: de un extremo a otro de la ciudad. Cruzamos los grandes bulevares, que en aquel entonces eran el centro de París. De repente me di cuenta de que allí no sólo las costumbres eran diferentes sino que el calendario tampoco era el mismo que en Rusia: era el 20 de diciembre, se acercaba Navidad; había anuncios de regalos y cenas de gala por doquier. En los bulevares vi numerosos tenderetes: en algunos de ellos se vendían toda clase de objetos; en otros distinguí unos juegos enormes que no supe reconocer: eran ruletas.
    En las esquinas de las calles había cantantes que, partitura en mano, interpretaban algo melancólico, mientras los curiosos se agolpaban a su alrededor y repetían el estribillo. En las aceras se apilaban camas, aparadores, armarios, todo el género de las tiendas de muebles. En general todos los artículos estaban en la calle: carne, quesos, naranjas, sombreros, botas, cacerolas. Me asombró la gran cantidad de urinarios; se podía leer en ellos: «Menier, el mejor chocolate», y debajo se distinguían los pantalones rojos de los soldados. El viento era frío, pero la gente no se apresuraba, sino que paseaba, no iba a un lugar determinado.
    Los cafés tenían terrazas, y en muchas de ellas humeaban los braseros junto a los cuales se sentaban unos ancianos con aire respetable. Tuve ganas de escribir a Asia, a mis hermanas, a Nadia Lvova, para decirles que en París calentaban las calles. ¡Nadie me creería!
    En el boulevard Sébastopol vi un tranvía de vapor que emitía un trágico silbido. Los cocheros gritaban y restallaban los látigos. No había calesas, los coches de punto tenían la carrocería cerrada como el del gobernador general de Moscú. En uno de ellos vi a una pareja besándose y volví la cabeza a toda prisa para no molestarlos. De vez en cuando cruzaban la calle unos coches sin caballos con gran estruendo y dando bocinazos. Los caballos, asustados, se apartaban.
    Di una moneda de plata al revisor; él la mordió para comprobar su calidad y, al ver mi sorpresa, me sonrió alegremente. Nunca había visto a tanta gente en la calle. Moscú me parecía ya el recuerdo de una infancia agradable y tranquila.
(...)
    Se vendían castañas asadas. Empezó a lloviznar. La hierba del Jardín de Luxemburgo era de un verde claro precioso. ¡En diciembre! Tenía mucho calor con el abrigo enguatado. (Había dejado las botas y el gorro de piel en el hotel). Resaltaban las carteleras vistosas. Todo el tiempo me daba la impresión de estar en el teatro.
    He vivido mucho tiempo en París, y diferentes acontecimientos, numerosos rostros y retazos de frases se han confundido en mi memoria; pero mi primer día en París sigue intacto en mi recuerdo: la ciudad me impresionó. Lo más asombroso es que París sigue siendo igual que antes. Moscú está irreconocible, pero París no ha cambiado. Ahora, cuando voy a París, me invade una tristeza indescriptible: la ciudad es la misma, soy yo el que ha cambiado; me resulta difícil recorrer las calles que conozco, pues son las calles de mi juventud. Es cierto que desde hace mucho tiempo ya no hay coches de punto ni ómnibus, ni tranvías de vapor, que los letreros de neón son mucho más brillantes que antes, que se ha vuelto raro ver un café con bancos de cuero o de terciopelo rojo; quedan pocos urinarios, pues se han escondido bajo tierra. Pero todo esto son meros detalles. Como antes, la gente continúa haciendo vida en la calle, los enamorados se besan donde les apetece y nadie presta atención a los demás. Las casas viejas no han cambiado: ¿qué representa para ellas medio siglo? A su edad, no lo sienten. El mundo ha cambiado, huelga decirlo, y es evidente que también los parisinos deben de pensar en muchas cosas cuya existencia ni siquiera sospechaban, como la bomba atómica, los sistemas acelerados de producción y el comunismo. Pero a pesar de sus nuevas ideas, siguen siendo parisinos, y estoy convencido de que aún hoy un joven soviético de dieciocho años que llegara a París se quedaría de una pieza, como yo en 1908, y exclamaría: «¡Es un auténtico teatro!»."
Dégal (La rue de Richelieu), 1904 by Paul Schulz

martes, 25 de abril de 2017

LOS BEREBERES. AL FILO DE LA ESCALADA, de Cesar Pérez de Tudela

LOS BEREBERES. AL FILO DE LA ESCALADA, de Cesar Pérez de Tudela 

    "Aquellas expediciones en invierno completamente solos en la montaña, con tres porteadores bereberes que hundían sus robustos pies descalzos en la nieve, me abrieron un nuevo concepto de alpinismo. La vida era también un viaje y en él había encontrado formas muy distintas de la mía. Viajar resultaba interesante y añadía exotismo y riesgo a la aventura de la montaña. El jefe de los porteadores, un orgulloso bereber, nos invitó a su casa protegida por una muralla de adobe, y después de la cena nos regaló su espada de ceremonias. Un modesto agricultor que nos enseñó la dignidad cultural de su raza"
Cima del Toubkal, Marruecos

BORN TO RUN, de Bruce Springsteen

BORN TO RUN, de Bruce Springsteen 

"La gente no acude a los conciertos de rock para aprender algo. Vienen a que se les recuerde algo que ya saben y que sienten en lo más hondo de sus entrañas: que cuando el mundo está en su mejor momento, cuando nosotros estamos en nuestro mejor momento, cuando la vida parece colmada, es cuando uno más uno es igual a tres. Es la ecuación esencial de amor, arte, rock and roll y bandas de rock and roll. Es la razón de que el universo nunca llegue a comprenderse por entero, de que el amor siga siendo extático, desconcertante, y la prueba de que el auténtico rock and roll no morirá jamás."

lunes, 24 de abril de 2017

MALBORK. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres

MALBORK. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres 

    "La ciudadela alzada junto al río ocupa 21 hectáreas de fortificaciones y forma el mayor grupo gótico de castillos del mundo. La fortaleza de Malbork está considerada la construcción de ladrillo más grande jamás edificada por el hombre...
En la historia de Polonia, los caballeros teutónicos pasan por malvados, codiciosos y embusteros, pero había algo que nadie podrá negarles: eran valientes como ellos solos. Fueron aquellos monjes guerreros blindados de la cabeza a los pies, con penachos, mantos blancos y cruces negras, quienes levantaron esta impresionante serie de recintos amurallados que constituyeron el centro militar, diplomático, económico y religioso de la Orden Teutónica del Hospital de Santa María en Jerusalén. Las obras comenzaron en los albores del siglo XIII y no se concluyeron hasta más de un siglo después, en 1410. Por pura paradoja del destino, ésa fue la fecha de la mayor derrota sufrida por la orden y del principio de su decadencia, cuando, contra todo pronóstico, una alianza entre los ejércitos combinados de Polonia y Lituania destrozó a la todopoderosa caballería teutónica en Grunwald, una de las mayores batallas de la Edad Media.
Polonia se jugaba una vez más, a cara o cruz, como siempre, su supervivencia como nación y como pueblo. El rey polaco Wladyslaw Jagiello (Jagellón para los amigos) había reunido bajo su mando un dispar ejército que agrupaba más de cuarenta mil hombres entre polacos y lituanos, la mayoría de ellos infantes mal armados, poco más de veinte mil caballeros y unos mil cien feroces jinetes tártaros. A pesar de su clara inferioridad numérica, los caballeros teutones contaban con lo más granado de su caballería pesada, la mejor de su tiempo, y más de diez mil soldados de infantería. Sólo estos últimos ya iban mejor armados que la gran mayoría de los guerreros lituanos y, además, los germanos tenían más de un centenar de cañones, frente a los dieciséis de los polacos. Por si fuera poco, a la cabeza del formidable ejército teutón marchaban algunos de los mejores militares de su tiempo: el gran maestre Ulrich von Juningen, el gran mariscal Frederick von Wallenrode y Kuno von Lichtenstein, considerado la mejor espada de su tiempo. También las corazas que vestían eran de malla, más resistentes y ligeras que las armaduras de metal polaco. Excepto el número, todo estaba a favor de los caballeros de Dios, incluido Dios: la experiencia militar, el armamento, los caballos y las tácticas de guerra...
Sin embargo, fue en este último punto donde el monarca polaco brilló con luz propia. Al amanecer del día señalado, mientras toda la caballería teutónica esperaba perfectamente formada en el campo de batalla, Jagellón reservó a sus hombres en el frescor de un bosque cercano. Durante toda la mañana, el sol de julio cayó a martillazos sobre las filas de monjes guerreros enclaustrados en sus caparazones. Viendo a sus hombres deshidratados y empapados de sudor bajo sus cotas de malla, el gran maestre decidió iniciar las operaciones y sacar al enemigo a campo abierto. Golpeó al ejército enemigo en el punto que juzgó más vulnerable: el lugar donde la caballería tártara apoyaba a los infantes lituanos. Los tártaros huyeron al galope al contemplar aquella avalancha de lanzas que se les echaba encima y toda la línea aliada pareció desmoronarse ante el primer empuje de la caballería de Lichtenstein. La persecución duró más de ocho kilómetros y resultó una completa victoria para los caballeros teutónicos, pero cuando volvieron grupas se encontraron de frente a los jinetes lituanos del gran duque Witold.
A las dos de la tarde, aunque los diversos episodios de la batalla favorecían claramente a los germanos, la argucia de Jagellón empezó a dar sus frutos. Los caballeros teutones acusaban la fatiga de haber permanecido ocho horas resollando bajo un sol de plomo, y cuando ambos ejércitos pusieron en juego las últimas reservas de caballería para jugarse el todo por el todo, una tormenta de metal y de sangre se abatió sobre las llanuras de Grunwald. Hombres desgarrados, cabezas decapitadas y miembros cortados a trozos salpicaban todo el campo de batalla. Polacos y lituanos empezaban a ceder cuando, a una orden del rey polaco, salió una turbamulta vociferante de los bosques. No eran más que aldeanos medio desnudos que caían a cientos bajo las patas de los caballos, pero pronto los monjes guerreros se vieron rodeados por aquella masa armada de hoces, hachas y picas de madera. Para colmo, Tughril regresó con sus tártaros al punto más encarnizado de la batalla y tomó cumplida venganza de la humillación que los hombres de Lichtenstein habían impuesto a sus jinetes. En aquel instante de peligro supremo, Ulrich von Juningen no se lo pensó dos veces: se encomendó a Dios y espoleó su caballo para meterse de cabeza en el epicentro de la carnicería. Mató a docenas de hombres antes de que las picas enemigas lograran alcanzarlo entre los intersticios de su armadura. Juningen mordió el polvo, al tiempo que su ejército se venía abajo. No fue la única muestra de coraje de los caballeros teutones: de los sesenta jefes militares de la orden que participaron en Grunwald, más de cincuenta, incluidos Wallenrode y Lichtenstein, cayeron en el campo de batalla. Eran otros tiempos, cuando los grandes guerreros luchaban y morían al frente de sus hombres. Los tiempos en que les hubiera gustado nacer a Patton, a Anders y también a don Quijote...
Más de cinco siglos después, en 1914, durante los primeros compases de la Primera Guerra Mundial, el mariscal Hindenburg escogió deliberadamente el mismo escenario para infligir una humillante derrota a los rusos e intentar borrar el mal sabor de boca de Grunwald en los anales de la historiografía militar germana.
En el tren que nos llevaba hasta Gdańsk, Aśka me comentó que Hindenburg no es el único que intentó repetir la batalla: todos los años, el 15 de julio, los polacos celebran el aniversario de la victoria de Grunwald con una aparatosa escenificación que incluye centenares de caballos, armaduras y lanzas"
Castillo de Malbork

LOS CÍNICOS NO SIRVEN PARA ESTE OFICIO, de Ryszard Kapuściński

LOS CÍNICOS NO SIRVEN PARA ESTE OFICIO, de Ryszard Kapuściński 

    "Por primera vez en la historia de la humanidad, en la segunda mitad del siglo XX hemos empezado a vivir no una, sino dos historias. Durante cinco mil o siete mil años de historia escrita, hemos vivido una sola historia, la que hemos creado y en la que hemos participado. Pero desde el desarrollo de los medios de comunicación en la segunda mitad del siglo XX, estamos viviendo dos historias distintas: la de verdad y la creada por los medios. La paradoja, el drama y el peligro están en el hecho de que conocemos cada vez más la historia creada por los medios de comunicación y no la de verdad. Por ello, nuestro conocimiento de la historia no se refiere a la historia real, sino a la creada por los medios. Soy muy consciente de ello porque trabajo en el mundo de la información. Colaboro con equipos de televisión y sé cómo trabajan. Me acuerdo, por ejemplo, de que en Moscú, durante el golpe de Estado de 1991, los trabajadores de televisión, después de algunos días, ya estaban cansados: hacía un tiempo horrible, llovía, hacía frío. Cuando ocurría algún hecho importante, los equipos se reunían, se ponían a beber vodka o lo que fuera y acordaban no contar nada. Y si los acontecimientos no aparecían en televisión, era como si nunca hubieran ocurrido. Esos buenos chicos decidían si la historia sucedía o no sucedía (...)
En el siglo XXI, dentro de cincuenta años, el historiador que estudie nuestro tiempo se verá obligado a mirar millones de kilómetros de grabaciones televisivas para intentar comprender las migraciones, los genocidios, las guerras, y sacará la idea de un mundo enloquecido en el que todos disparaban contra todos, mientras que sabemos muy bien que vivimos en un mundo relativamente pacífico, si tenemos en cuenta el hecho de que en nuestro planeta viven casi seis mil millones de personas, que hablan dos mil o tres mil lenguas diferentes, con intereses innumerables. Pero el historiador del siglo XXI tendrá una visión de nuestro mundo completamente distinta, llena de tragedias, de dramas, de problemas."

miércoles, 12 de abril de 2017

JERZY KUKUCZKA. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres

JERZY KUKUCZKA. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres 

    "...al borde de los Cárpatos, en Katowice, una fea ciudad de la cuenca minera de Silesia, había nacido Jerzy Kukuczka, uno de los más grandes escaladores de todos los tiempos. Jurek, como se le conocía familiarmente, tuvo que pagarse sus primeras expediciones al Himalaya pintando chimeneas de factorías metalúrgicas junto a varios de sus compañeros de escalada. En su libro de memorias, Mi mundo vertical, cuenta que los empresarios palidecían cuando les aseguraba que ellos no necesitaban andamios, que simplemente se descolgarían con una cuerda de lo alto de la chimenea. Con todo, ésa era la menor de las dificultades para salir de expedición en un país donde obtener la firma necesaria del comisario de turno suponía un auténtico calvario. También escribió una vez que los alpinistas occidentales son como deportivos de lujo que avanzan velozmente por una buena autopista, pero que se atascan en las carreteras comarcales, mientras que los alpinistas del Este parecen toscos cacharros que, sin embargo, aguantan mejor en los terrenos difíciles. No obstante, más que un tosco cacharro, Kukuczka parecía un oso gordo y un tanto gruñón, un bisonte polaco, hirsuto y pretérito. «Parecía el tendero del barrio», me dijo una vez Sebastián Álvaro, que se lo tropezó en el campo base del K2, cuando el polaco regresaba de inaugurar una nueva y tremenda ruta en la cara sur, donde había dejado un amigo muerto en el descenso. Pero más aún que su resistencia, su tozudez y su clase, causa asombro que Kukuczka, con sus cuerdas viejas y sus anticuados equipos de escalada, pudiera alcanzar no sólo la flor y nata del alpinismo mundial sino que llegara a hacerle sombra nada menos que a Reinhold Messner.
Ambos se habían encontrado por primera vez en el Lhotse, el primer ochomil de Kukuczka, cuando el tirolés ya era toda una leyenda del alpinismo, y el polaco nada más que un tipo prácticamente desconocido, con pinta de bebedor de cerveza más que de deportista de élite. Sin embargo, logró descongelar por un momento el rictus hierático de la estrella mundial al contarle que, en una expedición fallida al Nanga Parbat, había recogido una linterna perdida a casi ocho mil metros, en una vía prácticamente virgen. Sorprendido, Messner le replicó que esa linterna pertenecía a su hermano Günter, muerto años atrás en la primera travesía de la Montaña Asesina. Quizás entonces reconoció de golpe, en la sonrisa de aquel polaco barbudo y jovial, al único adversario que podía disputarle el cetro de los catorce ochomiles del planeta.
Sin embargo, Kukuczka no sólo tenía que contar con un montón de desventajas añadidas, sino que también había empezado la carrera tarde. Cuando Messner, en un soberbio sprint final, terminó por imponerse, Jurek le envió un telegrama de felicitación y se dedicó a escalar las cumbres que le quedaban en su particular «rosario», tal como él lo llamaba. Nunca aceptó muy bien la idea de haber conseguido el segundo aquella hazaña fabulosa, probablemente la marca deportiva más impresionante que existe. Cuando le preguntaron en una rueda de prensa cómo valoraba el hecho de haber completado la ascensión de los catorce ochomiles, tras Reinhold Messner, Kukuczka sonrió amargamente y dijo: «¿Alguien recuerda quién fue el segundo en subir al Everest?» Nadie supo responder. Sin embargo, el mismo Messner —un hombre que ciertamente no prodiga los elogios— le escribió poco después: «No eres el segundo. Eres grande.»
(...)
Su rostro bondadoso y alegre, coronado por una narizota de alcohólico, llegó a estamparse en un sello de correos polaco, pero la fama no le sentaba bien. Echaba de menos los Himalayas, la soledad de las cimas, el corazón al borde de la boca, las estrellas colgadas del mediodía de las que había hablado el gran alpinista francés Lionel Terray y que él vislumbró cerca de la cumbre del Makalu… Restaba sólo aquella vieja espina del Lhotse, su primer ochomil, y él quería arrancársela resolviendo el tremendo problema de su cara sur, sin duda el desafío más grande que quedaba pendiente en el Himalaya. Ya lo había intentado en 1985 y, cuatro años después, con su sueño cumplido, los deberes hechos y la gloria al hombro, Jurek se dirigió de nuevo a la pared más temible y despiadada del mundo. No regresó: su cuerda se rompió en algún punto por encima de los ocho mil metros de altitud, como si hubiese agotado la suerte increíble que le había acompañado tantas veces.
Para los polacos es muy importante contar con un Kukuczka de vez en cuando, un héroe del deporte o un premio Nobel que sitúe su país en el mapa".


martes, 11 de abril de 2017

LOS ASTILLEROS DE GDAŃSK. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres

LOS ASTILLEROS DE GDAŃSK. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres 

    "Quizás el desplome del comunismo sea el acontecimiento histórico más importante de nuestra época, y todo empezó en este lugar, en Gdańsk, junto a las cruces metálicas de los astilleros, los costados de los petroleros heridos, bajo los arcos de Santa Brígida y las grises y lluviosas bóvedas de un cielo cristiano.
Veintitantos años después las nubes se han herrumbrado, los astilleros se han arruinado, de la fe apenas quedan rescoldos. Una vez desmembrado el Imperio, la poción mágica —ese placebo formidable— ya no sirve de mucho. En la iglesia de Santa Brígida resonaba el eco del órgano. Los astilleros de Gdańsk (que, por pura paradoja del destino, se llaman «Lenin») están prácticamente desiertos. Después de su lamentable actuación presidencial, Wałęsa se ha convertido en un chiste de polacos. Afianzada en el poder, la Iglesia ha engordado, ha echado culo, dejando que los músculos entrenados en los largos años de persecución se transformen en grasa."

Cap I: EL MAR LAVA TODOS LOS CRIMENES DE LOS HOMBRES

    "Así, por ejemplo, un misterio rodeó largo tiempo la suerte del Zuytdorp : había zarpado del Cabo en 1712 con destino a Batavia, pero nadie lo volvió a ver nunca más. Doscientos años más tarde, en 1927, un pastor australiano descubrió en lo alto de un acantilado salvaje diversos objetos erosionados por el tiempo y por la herrumbre, pero con las marcas claramente legibles: habían pertenecido a miembros de la tripulación del navío perdido; y poco después, en efecto, unos submarinistas encontraron entre los arrecifes, en el fondo marino, lo que quedaba de su pecio. Era evidente que, tras el naufragio, un cierto número de supervivientes había conseguido escalar el acantilado, y posteriormente sobrevivir durante un tiempo en estos lugares desolados. ¿Acaso fueron finalmente adoptados por una tribu aborigen de la región? Un grupo local de estos indígenas presenta, todavía hoy, unos rasgos genotípicos que, parece, no podrían explicarse a no ser por un aporte de sangre holandesa."

Acantilados de Zuytdorp, Australia
LOS NAUFRAGOS DEL BATAVIA, Anatomia de una masacre, de Simon Leys

lunes, 10 de abril de 2017

VIDA Y ÉPOCA DE MICHAEL K, de J. M. Coetzee

VIDA Y ÉPOCA DE MICHAEL K, de J. M. Coetzee 


    "...si al menos en Huis Norenius hubiera aprendido a contar historias en vez de a pelar patatas y sumar, si me hubieran hecho contar todos los días la historia de mi vida, vigilándome con una vara hasta recitarla sin vacilar, habría sabido cómo complacerles. Habría contado la historia de una vida pasada en prisiones donde, día tras día, año tras año, permanecía con la frente apoyada en la alambrada, mirando la lejanía, soñando con experiencias que nunca tendría, y donde los centinelas me insultaban y me daban patadas en el culo y me obligaban a fregar el suelo. Una vez acabada mi historia, la gente habría movido la cabeza con lástima y rabia y me habría dado de comer y de beber; las mujeres me habrían abierto sus camas y me habrían cuidado maternalmente en la oscuridad. Pero la verdad es que he sido un jardinero primero para el Ayuntamiento, después para mí mismo, y los jardineros se pasan la vida mirando al suelo."

JOHN BERGER SOBRE LA IMPORTANCIA DE CONTAR HISTORIAS. LOS CÍNICOS NO SIRVEN PARA ESTE OFICIO, de Ryszard Kapuściński

JOHN BERGER SOBRE LA IMPORTANCIA DE CONTAR HISTORIAS. LOS CÍNICOS NO SIRVEN PARA ESTE OFICIO, de Ryszard Kapuściński 

    "Como los camellos cruzan el desierto, así los relatos cruzan la soledad de la vida, ofreciendo hospitalidad al oyente, o buscándola. Lo contrario de un relato no es el silencio o la meditación, sino el olvido. Siempre, siempre, desde el principio, la vida ha jugado con el absurdo. Y dado que el absurdo es el dueño de la baraja y del casino, la vida no puede hacer otra cosa que perder. Y, sin embargo, el hombre lleva a cabo acciones, a menudo valientes. Entre las menos valientes, y no obstante, eficaces, está el acto de narrar. Estos actos desafían el absurdo y lo absurdo. ¿En qué consiste el acto de narrar? Me parece que es una permanente acción en la retaguardia contra la permanente victoria de la vulgaridad y de la estupidez."

viernes, 7 de abril de 2017

RUSOS EN VARSOVIA. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres

RUSOS EN VARSOVIA. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres 

    "Sentados en aquella penumbra hospitalaria, recordé una anécdota que me contó Pepe Rey, cuando viajó a Cracovia a finales de los setenta. Era de noche, se había metido en una galería y luego descendido a través de unas escaleras hasta dar con un bar que parecía una catacumba, una especie de sótano con una hornacina en la pared donde estaban empotrados dos vejetes de pelo blanco y frac raído: un violinista y un pianista. En el pequeño salón sólo estaban él, los músicos y tres o cuatro parejas, todos sumidos en una penumbra húmeda y eslava: el tintineo del hielo en los vasos, el ir y venir de las botellas, la tristeza chopiniana de los dos viejos que tocaban canciones folklóricas con el mismo entusiasmo de un obrero en una cadena de montaje.
De pronto hizo su aparición un jerarca ruso, alto, gordo, abrigo y gorro de piel. Se sentó en una de las mesas, dio dos palmadas y ordenó a voces, en ruso, algo que Pepe identificó más tarde, cuando el camarero lo sirvió en una bandeja: vodka y caviar. Después dio otras dos palmadas y ordenó que tocaran una canción rusa. Obedientes, los músicos empezaron a tocar una enfermiza versión de Kalinka mientras el ruso se arrimaba a una rubia y empezaba a sobarle descaradamente los muslos. Ni siquiera le importó el tipo que estaba al lado de la chica. Le gritaba obscenidades al oído, con una seguridad en sí mismo que sólo proporciona el dinero a manos llenas, una pistola en el sobaco o una insignia del KGB. Cuando la canción acabó, Pepe aprovechó que el ruso seguía invadiendo Polonia para acercarse hasta el violinista y preguntarle si se sabía el tema de Casablanca. Los ojos de zombi del pobre viejo se abrieron como flores, le hizo una seña al pianista y ambos emprendieron, con alegría nada folklórica, la nostálgica melodía. El ruso torció la cara y cuando la canción terminó, dio un golpe terrible sobre la mesa y encargó otra canción oriunda del Volga. Pepe, que ya estaba lanzado después de varias copas, encargó una ronda de vodka para los músicos. Cuando terminaron de tocar, se acercó a preguntarles si sabían alguna canción española.
—Only Granada —dijo el violinista.
—Pues Granada, venga. Con dos cojones.
Pepe rescató a la rubia pidiéndole un baile. Al ritmo de aquella canción española empezaron a girar, tropezando entre las mesas. Una pareja, y después otra, se sumaron a la danza. El jerarca ruso se bebió de un trago rabioso su último vodka y salió del local calándose el gorro hasta las orejas.
—La impresión que me dieron todos esos países —me dijo Pepe— es que todo el mundo estaba hasta los cojones del comunismo. Gente haciendo colas de kilómetros, gente esperando, siempre esperando. Cuando ya había tomado varios vodkas, siempre acababa con un polaco o con un checo al lado, borrachos perdidos, cantando canciones, y siempre les preguntaba lo mismo: «¿Por qué no salís a la calle de una puta vez y mandáis a los rusos a tomar por culo?»"

AFRICA. LOS CÍNICOS NO SIRVEN PARA ESTE OFICIO, de Ryszard Kapuściński

AFRICA. LOS CÍNICOS NO SIRVEN PARA ESTE OFICIO, de Ryszard Kapuściński 

"...las nuevas clases dirigentes africanas ocuparon, simplemente, el lugar de los viejos patronos blancos. Heredaron de ellos, de un día para otro, privilegios y poder. Una élite negra sustituyó automáticamente a los colonialistas blancos. Esta es una de las razones del completo fracaso de los nuevos estados. No hubo nuevas reglas, no hubo una nueva forma de administrar. No fueron transformados el estado o los mecanismos económicos. Todo siguió igual: los nuevos patronos negros tenían los mismos privilegios que sus predecesores blancos. No tardaron mucho tiempo en comprender los engrasados mecanismos de la corrupción. La independencia no modificó la estructura del poder blanco: aquí están las raíces del naufragio de África. La lucha por el poder alimentó las rivalidades entre las etnias y las diferentes tribus: la administración se transformó en un campo de batalla para repartirse la riqueza nacional y el poder político. La corrupción se fue extendiendo y los conflictos fueron inevitables.
(...)
Dejó de llover en el Sahel. Los años setenta, en África, significaron el final de toda esperanza: desapareció aquel clima de espera, de confianza, que había diferenciado, hasta entonces, a aquel continente. La gente de África había creído que la libertad encendería la chispa del desarrollo, que la independencia haría posible una vida mejor. Eran ingenuidades, pero esta gran esperanza había puesto en movimiento a África. El decenio de las sequías mató esta esperanza. En Etiopía y en el Sahel se produjeron tragedias atroces. África cambió de aspecto".
En la localidad de Kaedi, región de Gorgol, en Mauritania

jueves, 6 de abril de 2017

EL VAGÓN DE LA CALLE MURANOWSKA. SANGRE Y ÁMBAR, de David Torres

EL VAGÓN DE LA CALLE MURANOWSKA. SANGRE Y ÁMBAR, de David Torres

    "...en medio de la calle Muranowska se levanta, como una aparición surgida del infierno, un lóbrego vagón de tren cargado de cruces de plomo y de negras lápidas con la estrella de David. Dedicada a las víctimas del salvajismo ruso (desde los 21.000 oficiales ejecutados poco después de la invasión soviética hasta los cientos de miles de desaparecidos en el Gulag), resulta una construcción delirante y sobrecogedora que no aparece en casi ninguna guía de la ciudad. Los fantasmales travesaños llevan los nombres de las ciudades y las regiones que albergaron las prisiones comunistas, y los esbozos de manos y dedos humanos, aprisionados para siempre entre las tablas, expresan mejor que cualquier palabra la agonía atroz de tantos polacos fusilados, torturados y abandonados a un horrible exilio de hielo."




FREDDIE MERCURY, de Mark Blake

NACIMIENTO DE QUEEN. FREDDIE MERCURY,  de Mark Blake

    "Un año más tarde, y con Queen en su primera infancia, el propietario de un puesto contrató a Freddie para vender zapatos. David Bowie, ya en ese momento una estrella establecida, aparece una tarde para probarse una sofisticadas botas de piel. Mientras le ayudaba a ponerse las botas y ofrecía su aprobatoria opinión con respecto a ellas, Freddie decidió no mencionar el día en que ayudó a construir un escenario para el en Ealing. En su lugar, le dijo a Bowie que él también era cantante. Bowie le escucho con atención.
Sour Milk Sea no fue el único grupo en disolverse durante la primavera de 1970. Al cabo de 2 años de actuaciones, Smile dejo de cosechar éxitos por lo que Tim Stafell se sintió desilusionado(...)
Durante uno de las muchas actuaciones de Smile en el césped de casa de Roger Taylor en Cornualles, Freddie saltó al escenario para cantar un par de temas con la banda. Después de todo, Freddie conocía sus canciones casi como los miembros del grupo. Poco después Stafell anunció que dejaba Smile sin resentimientos ni animosidad persistentes, y al ver una oportunidad para él, Freddie se ofreció para sustituirlo.
'De alguna manera tuvimos una corazonada' afirma Brian May. 'En un primer momento no nos pareció que el fuera un buen músico: era muy salvaje y poco sofisticado. Solo vimos a alguien con una confianza y un carisma increíbles. Y nos gustó.'
Dos años antes, Chris Smith recuerda Freddie, Brian y Roger ir por Ealing Broadway hacia una tienda de música, riéndose y bromeando: 'Y recuerdo haber pensado: ahí está. Esa es la banda', dijo. Ahora Brian y Roger reconocían lo que otros ya habían visto desde hacía tiempo."

miércoles, 5 de abril de 2017

VIDA Y ÉPOCA DE MICHAEL K, de J. M. Coetzee

VIDA Y ÉPOCA DE MICHAEL K, de J. M. Coetzee 

    "El Estado cabalga sobre la espalda de los siervos de la tierra como Michaels; devora los productos de su esfuerzo, y a cambio se caga en ellos. Pero cuando el Estado marcó a Michaels con un número y se lo tragó, perdía el tiempo. Porque las tripas del Estado no han digerido a Michaels; ha salido de sus campamentos tan intacto como de sus colegios y orfanatos."

JEDWABNE, LA MATANZA DE JUDÍOS. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres

JEDWABNE, LA MATANZA DE JUDÍOS. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres 

    "—¿Has oído hablar de Jedwabne?
Negué con la cabeza. Entonces Aśka me contó la historia de aquella aldea, cerca de Białystok, donde, un día de julio de 1941, la mitad de los habitantes del pueblo se alzó contra la otra mitad. Los católicos masacraron a sus vecinos judíos, más de mil seiscientas personas con las que habían convivido en paz durante siglos, y lo hicieron ante la indiferencia de la guarnición nazi que alentó la carnicería sin tomar parte en ella. Los soldados alemanes sólo se divirtieron, aplaudiendo, tomando fotografías, mientras los cabecillas polacos iban matando a los judíos indefensos a golpes, a pedradas, a cuchilladas, a hachazos. Empezaron por los hombres, los más jóvenes y fuertes, luego siguieron con las mujeres, los ancianos y los niños. Les obligaron a cavar fosas para los muertos y para ellos mismos, les obligaron a cantar y a desfilar, a la vista de todo el pueblo mientras les insultaban y humillaban. Por último metieron a todos los que quedaban en un pajar, cerraron las puertas y los quemaron vivos.
Muy pocos lograron escapar de aquella horda de bestias enfurecidas. Sólo una familia católica, los Wyrzykowski, se atrevió a ocultar en su granja, con riesgo de su propia vida, a siete de sus vecinos judíos. Lo peor de todo es que, después de la guerra, los Wyrzykowski tuvieron que marcharse del pueblo ante el acoso implacable de las mismas alimañas que habían acuchillado a mujeres embarazadas y pateado hasta la muerte a ancianos inválidos. También ante el silencio cómplice de los mismos cobardes que habían coreado la matanza, de los que simplemente habían callado, se habían refugiado en sus casas, habían mirado hacia otro lado."

martes, 4 de abril de 2017

VOLAR EN CÍRCULOS, de John Le Carre

VOLAR EN CÍRCULOS, de John Le Carre 

"En un despacho moderno decorado con impecable mobiliario escandinavo, el representante del archimandrita, exquisitamente vestido, me explicó cómo obraba sus milagros el Dios cristiano con la intermediación del Estado.
—¿Estamos hablando únicamente del Estado comunista? —le pregunto cuando su escenificación alcanza el final previsto—. ¿O también obra milagros Dios a través de cualquier Estado?
Por toda respuesta, me mira con la sonrisa amplia y condescendiente del torturador."

AUSCHWITZ. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres

AUSCHWITZ. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres 

    "Una vez más el mal consiste únicamente en una pesadilla horizontal, una enorme extensión de yermas hectáreas lamidas por lenguas de nieve, cerradas por alambradas, con unos pocos barracones en pie y unos cuantos rectángulos lívidos que indicaban, sobre el suelo atormentado, el lugar donde los otros barracones habían sido quemados. El fondo del campo se pierde en la lejanía, más allá de donde alcanza la mirada. Apenas quedan visitantes cuando bajamos a la entrada, y la soledad y el frío amplifican el vacío infinito del lugar. Un rabino con sombrero y largas barbas rizadas camina junto a un muchacho que sostiene abierto el libro de oraciones. El rabino recita fragmentos de la Torah camino del andén de descarga, sus zapatos oscuros resuenan entre la nieve endurecida y sus largos brazos imparten bendiciones a izquierda y derecha. Al verlo, se me hizo un nudo en la garganta. Fuimos incapaces de seguirlo y doblamos hacia uno de los barracones, donde un profesor concluía la visita a Auschwitz con una lección que hubiera conmovido y afligido a Adorno. Los colegiales, muchachos de doce o trece años, permanecían de pie junto a las literas, escuchándole. Después se levantaron y pasaron cabizbajos a nuestro lado. Le pedí a Aśka que me tradujera qué había dicho.
—Ha dicho: «Estáis aquí para aprender, para que esto no vuelva a suceder nunca. Recordad esto siempre. Y pensad que hace sólo unos años, durante la guerra de Yugoslavia, un soldado serbio estaba sentado con un cubo lleno de ojos humanos al lado. Entonces otro soldado se acercó y le dijo si quería que le trajera hielo para conservar mejor los ojos. “Me da igual —respondió—. Me traen un cubo de ojos nuevos cada día.”»
(...)
No quería pensar ni por un segundo en la posibilidad de pasar la noche en aquel recinto abandonado, entre multitudes de sombras, con temperaturas inferiores a los diez grados bajo cero. Me detuve un momento para esperar a Aśka y recobrar el aliento. Entonces miré atrás, y vi el cielo encendido en una fogata espléndida, una apoteosis, cuajada de nubes y colores que ardían entre las últimas filas de álamos. Bajo el fuelle de mi respiración, Birkenau adquirió una serenidad de cementerio, un silencio póstumo tejido en el atardecer más bello que jamás hayan contemplado mis ojos. Aśka no podía creerlo cuando le pedí que mirase, antes de seguir adelante.
Llegamos jadeando hasta la entrada. Las puertas todavía estaban abiertas y el chófer esperaba, sentado en el interior del vehículo. Aún vimos los últimos rescoldos del sol moribundo hundiéndose en la línea del horizonte, inundándolo todo de un cárdeno e incongruente resplandor mientras nos alejábamos del corazón de las ciegas tinieblas."

Auschwitz