LA PRIMERA ESCALADA DE RICARDO CASSIN. JEFE DE CORDADA, de Ricardo Cassin
"Dudo mucho que tengáis ganas de imitarme en mi primera escalada. Nuestro grupo acababa de comprar una cuerda de algodón de doce milímetros de grosor y unos cincuenta metros de largo; para bautizarla, se eligió la Punta Angelina. Era la primavera de 1929.
La Punta Angelina, uno de tantos pináculos de la Grignetta, se alza con una subida elegante entre la Canal de Val Tesa y la Canal Valsecchi, y es sutil pero ancha, con una cumbre que parece una llama petrificada. Se llamó Angelina en honor de la madre de Arturo Andreoletti, quien la conquistó como segundo de cordada junto a Berto Fanton el 28 de mayo de 1911, por la pared este y la cresta sur, el llamado itinerario «normal». Ésa era la vía que nos proponíamos subir.
Cincuenta metros de cuerda para siete u ocho personas no son suficientes, ni es prudente atarse en esa multitud: pero son apreciaciones que hago ahora. En aquella época, como decía, no había maestros: había sólo cincuenta metros de cuerda y un grupo de jóvenes impacientes por el deseo de medirse con la roca. Ninguno renunciaba: ¿no habíamos puesto nuestras cuotas mensuales? Había decisión y voluntad por continuar. Por lo demás, se superponían órdenes, comentarios, improperios, consejos, y no era un coro de golondrinas. Mario Dell’Oro se ató el primero, lo llamábamos Boga, seguido de Mario Vila, que por haber participado anteriormente en una ascensión realizada por una cordada creía «conocer la vía». Detrás seguimos todos, uno por uno, pasándonos la cuerda. Cuando nos reencontramos en la primera reunión, no puede decirse que estuviéramos anchos. Para colmo subieron desde Val Tesa bancos de niebla, primero largas ráfagas enfiladas, después cada vez más compacta y densa, hasta que nos sumergió y por mucho que aguzásemos la vista, no veíamos nada a dos metros. Aquella grisura uniforme no estaba inmóvil y parecía que navegábamos entre las nubes aferrados a un peñasco.
Entonces fue cuando Villa no recordaba exactamente si para continuar teníamos que tirar a derecha o izquierda. Dell’Oro, todo él nervio y fuerza, no participó en las dudas: aunque no conocía nada de la Punta Angelina, subió decididamente por la derecha y, al llegar a una exigua terraza, hizo ascender al segundo.
—Estamos fuera de la vía —constató Villa nada más llegar a aquella angosta terraza.
Boga aseguró entonces al compañero, que reculó hasta la repisa anterior, después bajó él mismo. Cómo hizo para subir y descender, en su primera escalada y sin un clavo (todavía no teníamos), permanece inexplicable. Aquel tramo, el primero de la vía que abrí dos años después con Mary Varale, ¡era un paso de cuarto superior!
Mientras que ellos dos probaban por la derecha, Giuseppe Comi subió por la izquierda sin cuerda, encontró el paso y llegó hasta la pequeña brecha. Desde ahí se asomó por la pared este y llamó a voces diciendo que había encontrado la vía pero que no podía continuar solo. Lo alcancé, y con su ayuda, los dos sin cuerda, superé la brecha. Una vez alzado, le tendí la mano para hacerle subir, y después llegamos juntos a la cima. Envalentonados, desde lo alto del picacho y en medio de la niebla cada vez más espesa, comunicamos el éxito a los demás. Un poco después —oíamos voces lejanas, por el eco— vimos perfilarse una sombra: era Boga que, en cordada, traía a los demás como una gallina con sus polluelos. Fue una suerte para Comi y para mí: sin cuerda, no sé cómo nos habríamos apañado en el descenso.
Os expondré las lecciones de este episodio: por ninguna razón en el mundo hay que dejarse llevar por lo fácil, especialmente cuando no se conocen los secretos de la escalada, o falla la técnica. Uno de los seis puntos de la «regla de Preuss» dice: «No sólo es necesario estar a la altura de las dificultades que se afrontan, sino ser netamente superior a ellas». Otro, bastante más restrictivo, dice: «Las dificultades que un alpinista puede superar en el descenso, sin uso de la cuerda y con el espíritu tranquilo, deben constituir el límite máximo de las dificultades que puede superar en ascenso». Preuss, el austríaco fuera de serie —que murió en una pared un poco antes de la I Guerra Mundial— estaba hecho para la escalada pura y nunca se valió de un clavo. Ninguno de nosotros conocía entonces estas teorías, y además nos importaban poco: la incontenible inquietud que nos poseía habría desestimado cualquier regla.
A la cima habíamos llegado. ¿Cómo descender? Ninguno estaba familiarizado con el descenso en rápel. Sabíamos que en una puntiaguda laja estaba fijado un sólido pitón con argolla, exactamente en el lado opuesto al que se aparece subiendo: lo buscamos, lo encontramos y, hecho un gran nudo para que no se deslizara, nos pasamos la cuerda por el cuerpo, utilizando la otra mitad para asegurarnos. El primero en meterse en la niebla fue Boga: lo veíamos aparecer y desaparecer. ¿Habría tocado tierra o se habría esfumado entre la bruma?
Su voz nos sacó de dudas: se había establecido el contacto directo entre la cima de la laja y la pequeña terraza, y uno detrás de otro los compañeros descendieron, sincronizándose con las órdenes que subían desde abajo a cada llegada. Se había decidido que quedase yo el último, pero cuando también Comi fue engullido por la nada, me invadió un sentimiento de soledad. Me sentía lejísimos de todos y de todo, perdido en la luz sin sombra de aquella neblina fría e insistente que penetraba en el alma a cada respiración. El reclamo de mis compañeros me sobresaltó. Con movimientos decididos deshice el nudo y, frenando las cuerdas con las manos y alrededor del cuerpo, me dejé deslizar «a la española[2]», único sistema que conocíamos. Después me invadió la sensación de vacío inconmensurable, de moverme en el aire, la percepción neta del peligro —si me suelto estoy perdido— y rápidamente desapareció la cima entre las nubes, con la pared que pasa ante los ojos como una pantalla de cine, mis compañeros que se adivinan lejanos entre la bruma en la terraza de aterrizaje y sus voces que me advierten:
—Vas bien.
Ya abajo, tiré de un cabo de la cuerda que se deslizó sobre la anilla y cayó silbando sobre nosotros que estábamos posados uno más arriba, otro más abajo, dos o tres en el nicho, para que cupiéramos todos. Nos fue bien: pero podía haber terminado en una catástrofe.
En el camino de vuelta no comentamos la aventura: el éxito nos quitaba cualquier capacidad de autocrítica. Pero calmados los ardores del entusiasmo, el lunes, con la torpeza de los corvejones que sigue a la galopada dominical, empezamos a razonar. Reunidos en la sede de la Sociedad, examinamos atentamente los errores cometidos: convenimos que si queríamos ir todos juntos, necesitábamos otra cuerda y un cierto número de mosquetones, para no encontrarnos en similares y nada apetecibles trances. Indispensable también subdividirnos en pequeños grupos,"