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miércoles, 24 de julio de 2019

UN SACO DE CANICAS, de Joseph Joffo

UN SACO DE CANICAS, de Joseph Joffo

"Mi abuelo no era de los que dejan que maten a sus amigos con los brazos cruzados.

  Por la noche se quitaba su hermosa bata rameada, bajaba a la bodega, y a la luz de una linterna sorda se ponía unas botas y un traje de mujik. Luego se escupía en las manos, las frotaba contra el muro, y se las pasaba por la cara. Entonces, negro de polvo y de hollín se iba solo y de noche hacia el barrio de los cuarteles y las tabernas frecuentadas por los soldados. Acechaba en la oscuridad, y cuando veía a tres o cuatro, sin prisa y sin cólera, con el alma pura del justo, los mataba golpeándoles la cabeza contra la pared, y luego, volvía a su casa satisfecho, canturreando una canción yiddish.

  Pero más tarde las matanzas se intensificaron y el abuelo comprendió que sus expediciones de castigo habían dejado de ser eficaces, y renunció a ellas a disgusto. Convocó a la familia y les anunció con tristeza que resultaba imposible que él solo se cargara a los tres batallones que el zar había enviado a la región.

  Así que había que huir, y deprisa.

  El resto de la historia es una animada y pintoresca cabalgata a través de Europa, Rumanía, Hungría, Alemania, donde se sucedieron las noches de tormenta, las juergas, las risas, las lágrimas y la muerte.

  Aquella noche nosotros escuchamos como siempre: con la boca abierta. Los doce años de Maurice no le impedían estar fascinado.

La lámpara formaba sombras en la tapicería, y los brazos de papá se agitaban en el techo. Las paredes se poblaban de fugitivos, de mujeres aterrorizadas, de niños temblorosos, con ojos de sombra inquieta, abandonaban aldeas sombrías y lluviosas, de arquitectura retorcida, un infierno de pasados tortuosos y de estepas glaciales, y luego, un buen día, pasaban una última frontera. Entonces el cielo se despejaba, y la procesión descubría una bella llanura bajo un sol tibio, había cantos de pájaros, campos de trigo, árboles, y un pueblecito muy claro, con tejados rojos y la torre de un campanario, y ancianas con delantales sentadas en sillas, muy amables.

  En la casa más grande había una inscripción: «Libertad-Igualdad-Fraternidad». Entonces todos los fugitivos dejaban sus fardos y desenganchaban las carretas, y el miedo se desvanecía en sus ojos, porque sabían que habían llegado.

  Francia.

  Siempre he creído que el amor de los franceses hacia su país no tiene gracia, es tan comprensible, tan natural, no tiene problema, pero yo sé que nunca nadie ha amado tanto a este país como mi padre, que nació a ocho mil kilómetros de él.

  Como los hijos de maestro de los inicios de la enseñanza laica, gratuita y obligatoria, desde la más tierna edad recibí una cantidad inconmensurable de discursos-sermones en los que instrucción cívica, moral y amor al país se mezclaban a porfía.

  Nunca pasé por delante del ayuntamiento del distrito XIX sin que su mano apretara un poco la mía. Con la cabeza señalaba las letras en el frontón del edificio.

  —¿Sabes lo que significan estas palabras?

  Yo aprendí a leer muy pronto, a los cinco años ya leía las tres palabras.

  —Eso es, Joseph, eso es. Y mientras sigan escritas ahí, quiere decir que podemos estar tranquilos.

  Era verdad que estábamos tranquilos, que lo habíamos estado. Una noche, en la mesa, cuando llegaron los alemanes, mi madre preguntó:

  —¿No crees que vamos a tener problemas ahora que ellos han llegado?

  Ya sabíamos lo que Hitler había hecho en Alemania, en Austria, en Checoslovaquia, en Polonia, por allí las leyes raciales marchaban a todo tren. Mi madre era rusa, y también debía la libertad a documentos falsos, había vivido la pesadilla pero no tenía el hermoso optimismo de mi padre.

  Yo lavaba los platos y Maurice los secaba. Albert y Henri arreglaban la peluquería, les oíamos reír a través de la pared.

  Papá hizo su gran gesto apaciguador, su gesto de actor de la Comedia Francesa.

  —No, aquí no, en Francia no. Nunca jamás."
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