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lunes, 13 de mayo de 2019

HEREDEROS DEL NAZISMO DESPUÉS DE HITLER. LOS ASESINOS ENTRE NOSOTROS, de Simon Wiesenthal

HEREDEROS DEL NAZISMO DESPUÉS DE HITLER. LOS ASESINOS ENTRE NOSOTROS, de Simon Wiesenthal

    "A las nueve y media de una noche de octubre de 1958, un amigo llamó muy excitado a mi piso de Linz. ¿Podía yo acudir inmediatamente al Landestheater? Una representación de «El Diario de Ana Frank» acababa de ser interrumpida por demostraciones antisemitas. Grupos de jóvenes entre los quince y los diecisiete años gritaban: «¡Traidores! ¡Sobones! ¡Timadores!» Las luces se apagaron. Desde las localidades altas los jóvenes alborotadores lanzaron octavillas sobre el patio de butacas, en las que se leía: «Esta obra es un gran timo, pues Ana Frank no existió jamás. Los judíos han inventado toda la historia porque quieren obtener más dinero de restitución. ¡No creáis una palabra! ¡Es una patraña!» Intervino la policía, tomó los nombres de varios manifestantes, estudiantes de segunda enseñanza de las escuelas e institutos locales, y luego la representación prosiguió. Cuando llegué al Landestheater, la pieza acababa de terminar, pero aún reinaba gran excitación. Había dos coches de la policía aparcados frente al teatro y grupos de jóvenes discutían el incidente en la acera. Escuché lo que decían y, en general, parecían creer que los manifestantes tenían razón, que todo aquel asunto de Ana Frank era un mero fraude y que lo bueno sería que alguien tuviera el suficiente estómago para decirles a los judíos lo que pensaban de ellos. Muchos de aquellos jóvenes no habían nacido cuando Ana Frank murió, y entonces allí, en Linz, donde Hitler había ido al colegio y Eichmann se había formado, se les enseñaba a creer en mentiras y odio, prejuicio y nihilismo. Al día siguiente fui a la policía para repasar los nombres de los jóvenes arrestados. No me fue fácil, pues los padres querían enterrar la cosa y contaban con poderosos amigos. Al fin y al cabo, no era nada serio, decían: Cosa de jóvenes armando alboroto y divirtiéndose. Me dijeron que darían los nombres de los estudiantes a sus respectivas escuelas para que contra ellos se siguiera una acción disciplinaria. Pero ninguno de ellos recibió castigo. Los muchachos de Linz no tenían gran importancia, pero había alguien que sí la tenía. Pocas semanas antes, un profesor de Luebeck, el Studienrat Lothar Stielau, había declarado públicamente que el Diario de Ana Frank era una falsificación, siendo inmediatamente demandado por el padre de la muchacha. Tres expertos confirmaron la autenticidad del Diario. Según el Frankfurter Allgemeine Zeitung, el demandado había «porfiado durante seis horas hasta redactar una confesión...». La juventud alemana tenía que ser protegida de semejante «educador». Los desórdenes de Linz me parecían algo más serio porque eran sintomáticos. Aquellos jóvenes alborotadores no tenían culpa; pero sus padres y profesores sí. Los mayores trataban de emponzoñar las mentes de la nueva generación porque querían justificar su dudoso pasado, ya que muchos de ellos habían caído en la trampa de una herencia de ignorancia, odio y fanatismo, sin aprender nada de la historia. 

    Mis experiencias de estos últimos veinte años me han convencido de que las gentes de Austria y Alemania están divididas en tres grupos: Los culpables que cometieron crímenes contra la humanidad, aunque esos crímenes no puedan en ocasiones probarse; sus cómplices, que no cometieron crímenes, pero tuvieron conocimiento de ellos y no hicieron nada para impedirlos, y los inocentes. Yo creo que es absolutamente indispensable separar a los inocentes de los demás y la joven generación es inocente. Muchos de los jóvenes que conozco quieren andar el largo camino de la tolerancia y la reconciliación, pero sólo si se les da una relación limpia y clara les será posible a los jóvenes de Alemania y Austria tender la mano para estrechar la de aquellos que se hallen al otro extremo del camino, aquellos que recuerdan por experiencia propia o por relatos de sus padres, los horrores del pasado. Ninguna excusa puede acallar las voces de once millones de muertos, y los jóvenes alemanes que rezan en la tumba de Ana Frank hace tiempo que lo han comprendido. La reconciliación sólo es posible sobre la base del conocimiento de la realidad. 

    Pocos días después del alboroto del Landestheater, di una conferencia sobre neonazismo en el departamento principal de la archidiócesis de Viena. La discusión que siguió se prolongó hasta las dos de la madrugada. En el curso de la misma, un profesor contó el incidente ocurrido a un amigo suyo, un sacerdote que daba clase de religión en el Gymnasium de Wels, Alta Austria, no lejos de Linz. Al hablar el sacerdote de las atrocidades nazis cometidas en Mauthausen, uno de los estudiantes se puso en pie: 

   —Padre, de nada sirve hablar asi porque sabemos muy bien que las cámaras de gas de Mauthausen sólo sirvieron para desinfectar trajes. 

    El sacerdote se sorprendió: 

   —Pero si habéis visto los noticiarios en el cine, las fotografías, si visteis los cuerpos. 

   —Hechos de cartón piedra —dijo el muchacho—. Una propaganda inteligente para hacer que los nazis aparezcan culpables. 

    —¿Quién dijo semejante cosa? 

    —Todos. Mi padre podría contarle montones de detalles. 

    El sacerdote había dado cuenta del incidente al director del Instituto y se inició una investigación y un examen de la zona. Más del cincuenta por ciento de los estudiantes de aquella clase tenían padres que habían pertenecido activamente al movimiento nazi, a quienes encantaba contar a sus hijos las heroicas y gloriosas hazañas de su pasado: Cómo se habían alistado en el Partido nazi a principios de los años treinta, cuando en Austria era ilegal; cómo habían ayudado a hacer volar puentes y trenes, impreso y distribuido libelos ilegales contra el gobierno de Dollfuss. Luego aquellos padres se habían convertido en orgullosos SS. Sería imposible que los jóvenes crecieran en tal ambiente sin ser afectados por él. Los padres habían tenido miedo y habían guardado silencio en los primeros años de la posguerra; pero a finales de los años cincuenta, empezaron a hablar nostálgicamente de su gran pasado y los muchachos les escuchaban excitadísimos. Los profesores de su escuela, muchos de ellos antiguos nazis, no rebatían las gloriosas historias que los padres de los estudiantes contaban."

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