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miércoles, 24 de abril de 2019

LA BARBARIE COTIDIANA DE LOS CRUZADOS. LAS CRUZADAS VISTAS POR LOS ÁRABES, de Amín Maalouf

LA BARBARIE COTIDIANA DE LOS CRUZADOS. LAS CRUZADAS VISTAS POR LOS ÁRABES, de Amín Maalouf

"...otros testimonios, recogidos a lo largo de sus frecuentes visitas al reino de Jerusalén. 

    Me hallaba en Tiberíades un día en que los frany celebraban una de sus fiestas. Los caballeros habían salido de la ciudad para practicar un juego de lanzas. Habían obligado a dos ancianas decrépitas a que los acompañaran y las habían colocado en un extremo del hipódromo mientras que, en el otro lado, había un cerdo colgado de una roca. Los caballeros habían organizado entonces una carrera entre ambas viejas. Cada una iba avanzando, escoltada por un grupo de caballeros que no las dejaban pasar. A cada paso que daban, se caían y volvían a levantarse, entre grandes carcajadas de los espectadores. Por fin, una de las viejas, la que había llegado la primera, se quedó con el cerdo como premio a su victoria. 

   A un emir tan culto y refinado como Usama no pueden gustarle esas bromas, pero su mohín condescendiente se convierte en mueca de asco cuando observa lo que es la justicia de los frany. 


    En Maplusa —cuenta— tuve ocasión de asistir a un curioso espectáculo. Dos hombres habían de enfrentarse en un combate singular. El motivo era el siguiente: unos bandoleros musulmanes habían invadido una aldea vecina y se sospechaba que un labrador les había servido de guía. Éste había huido, pero había tenido que volver en seguida pues el rey Foulques había encarcelado a sus hijos. «Trátame con equidad —le había pedido el labrador—, y permite que mida mis fuerzas con el que me ha acusado.» El rey le había dicho entonces al señor que había recibido la aldea en feudo: «Manda venir al adversario.» El señor había elegido a un herrero que trabajaba en la aldea, diciéndole: «Tú irás a batirte en duelo.» Lo que menos quería el dueño del feudo era que uno de sus campesinos muriera, por temor a que se resintieran sus cultivos. Vi, pues, a aquel herrero. Era un joven fuerte pero que, andando o sentado, siempre tenía que pedir algo de beber. En cuanto al acusado, era un anciano valeroso que chasqueaba los dedos en señal de desafío. El vizconde, gobernador de Nablus, se acercó, les dio a cada uno una lanza y un escudo y mandó que los espectadores hicieran corro a su alrededor. 


  Empezó la lucha —prosigue Usama—. El anciano empujaba al herrero hacia atrás, lo hacía retroceder hacia la muchedumbre y luego regresaba hacia el centro del corro. Se cruzaron unos golpes tan violentos que los rivales parecían no formar más que una única columna de sangre. El combate se alargó, a pesar de las exhortaciones del vizconde que quería acelerar el desenlace. «¡Más deprisa!», les gritaba. Por fin, el anciano quedó agotado y el herrero, aprovechando su experiencia en el manejo del martillo, le asestó un golpe que lo derribó y le hizo soltar la lanza. Luego, se puso en cuclillas sobre él para meterle los dedos por los ojos pero sin conseguirlo debido a los raudales de sangre que corrían. El herrero se levantó entonces y remató a su adversario de una lanzada. Inmediatamente después, ataron una cuerda al cuello del cadáver y lo arrastraron con ella hacia la horca donde lo colgaron. ¡Ved, con este ejemplo, lo que es la justicia de los frany! 


   Nada más natural que esta indignación del emir pues, para los árabes del siglo XII, la justicia era algo serio. Los jueces, los cadíes, eran unos personajes sumamente respetados que, antes de dictar sentencia, tenían la obligación de atenerse a unos procedimientos muy concretos que fija el Corán: requisitoria, defensa, testimonios. El «juicio de Dios» al que los occidentales recurren con frecuencia, les parece una farsa macabra. El duelo que describe el cronista no es sino una de las formas de ordalía, la prueba del fuego es otra, y también está el suplicio del agua que descubre Usama con horror: 


   Habían instalado una enorme cuba llena de agua. Al joven sospechoso, lo ataron, lo colgaron por los omóplatos de una cuerda y lo arrojaron a la cuba. Si era inocente, decían, se hundiría con el agua y lo sacarían tirando de esa cuerda. Si era culpable, no conseguiría hundirse en el agua. El desdichado, cuando lo echaron a la cuba, se esforzó por llegar hasta el fondo, pero no lo consiguió y hubo de someterse a los rigores de su ley. ¡Dios los maldiga! Le pasaron entonces por los ojos un punzón de plata al rojo y lo cegaron.


   La opinión del emir sirio sobre los «bárbaros» sigue siendo prácticamente la misma cuando habla de sus conocimientos. En el siglo XII los frany están muy atrasados en relación con los árabes en todos los campos científicos y técnicos. Pero es en medicina donde la diferencia es mayor entre el Oriente desarrollado y el Occidente primitivo. Usama observa la disparidad: 


   Un día —cuenta—, el gobernador franco de Muneitra, en el monte Líbano, escribió a su tío Sultán, emir de Shayzar, para rogarle que le enviara un médico para tratar algunos casos urgentes. Mi tío escogió a un médico cristiano de nuestra tierra llamado Thabet. Éste sólo se ausentó unos días y luego regresó entre nosotros. Todos sentíamos gran curiosidad por saber cómo había podido conseguir tan pronto la curación de los enfermos y lo acosamos a preguntas. Thabet contestó: «Han traído a mi presencia a un caballero que tenía un absceso en la pierna y a una mujer que padecía de consunción. Le puse un emplasto al caballero; el tumor se abrió y mejoró. A la mujer le prescribí una dieta para refrescarle el temperamento. Pero llegó entonces un médico franco y dijo: "¡Este hombre no sabe tratarlos!" Y, dirigiéndose al caballero, le preguntó: "¿Qué prefieres, vivir con una sola pierna o morir con las dos?" Como el paciente contestó que prefería vivir con una sola pierna, el médico ordenó: "Traedme un caballero fuerte con un hacha bien afilada." Pronto vi llegar al caballero con el hacha. El médico franco colocó la pierna en un tajo de madera, diciéndole al que acababa de llegar: "¡Dale un buen hachazo para cortársela de un tajo!" Ante mi vista, el hombre le asestó a la pierna un primer hachazo y, luego, como la pierna seguía unida, le dio un segundo tajo. La médula de la pierna salió fuera y el herido murió en el acto. En cuanto a la mujer, el médico franco la examinó y dijo: "Tiene un demonio en la cabeza que está enamorado de ella. ¡Cortadle el pelo!" Se lo cortaron. La mujer volvió a empezar entonces a tomar las comidas de los francos con ajo y mostaza, lo que le agravó la consunción. "Eso quiere decir que se le ha metido el demonio en la cabeza", afirmó el médico. Y, tomando una navaja barbera, le hizo una incisión en forma de cruz, dejó al descubierto el hueso de la cabeza y lo frotó con sal. La mujer murió en el acto. Entonces, yo pregunté: "¿Ya no me necesitáis?" Me dijeron que no y regresé tras haber aprendido muchas cosas que ignoraba sobre la medicina de los frany». 


   Si Usama se escandaliza ante la ignorancia de los occidentales..."

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