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lunes, 28 de enero de 2019

LA LIBERACIÓN DE WIESENTHAL DE MAUTHAUSEN. LOS ASESINOS ENTRE NOSOTROS, de Simon Wiesenthal

LA LIBERACIÓN DE WIESENTHAL DE MAUTHAUSEN. LOS ASESINOS ENTRE NOSOTROS, de Simon Wiesenthal

    "El tanque de la estrella estaba a unos cien metros delante de mí. Quise tocar la estrella, pero estaba demasiado débil: Había logrado sobrevivir hasta aquel día, pero no para poder andar los últimos cien metros. Recuerdo que di unos pasos, que luego mis rodillas cedieron y caí de bruces.
Alguien me levantó. Noté que un basto uniforme americano, color aceituna, me rozaba los brazos desnudos. Yo no podía hablar, ni siquiera abrir la boca. Indiqué con mi mano la estrella blanca, toqué el frío y polvoriento carro blindado y luego perdí el conocimiento.

    Cuando volví a abrir los ojos, tras lo que me pareció mucho rato, estaba otra vez en mi litera, pero la habitación parecía otra. En cada catre había sólo un hombre y no tres o cuatro como de costumbre. Se habían llevado a los cadáveres. En el aire, un olor no familiar: DDT. Nos trajeron grandes calderos de sopa, sopa auténtica y tenía un sabor exquisito. Tomé gran cantidad. Mi estómago no estaba acostumbrado a tan sustancioso alimento y me vi presa de violentas náuseas.

  Los días siguientes transcurrieron en agradable apatía. Casi todo el tiempo me lo pasaba amodorrado en mi catre. Doctores americanos de uniforme blanco cuidaban de nosotros. Nos dieron pastillas y más comida: Sopa, verduras, carne. Yo seguía tan débil que para salir afuera necesitaba ayuda, habiendo logrado sobrevivir, nada me obligaba ya a esforzarme en ser fuerte. Había visto el día por el que tanto había rezado durante todos aquellos años, pero sin embargo, me hallaba más débil que nunca. «Reacción natural», decían los doctores.

    Hice un esfuerzo por levantarme y andar solo. Arrastraba penosamente los pies por un corredor oscuro, cuando un hombre me salió al paso y me derribó de un golpe; me desplomé y perdí el conocimiento. Cuando recobré el sentido estaba en mi catre y un doctor americano me hizo tomar algo. Tenía a mi cabecera dos amigos que me habían recogido del corredor y llevado hasta mi catre. Dijeron que un confidente polaco me había pegado. Quizá le molestara que yo estuviera aún con vida.

    Los de la habitación A me decían que yo tenía que denunciar aquel confidente a las autoridades americanas. Ahora éramos hombres libres: Habíamos dejado de ser Untermenschen (infrahombres). Al día siguiente mis amigos me acompañaron hasta una oficina del edificio que había venido siendo anteriormente cuartel general del campo. En la puerta se leía un cartel: CRÍMENES DE GUERRA. Nos dijeron que aguardáramos en una pequeña antesala. Alguien me trajo una silla y me senté.

    A través de la puerta abierta vi cómo oficiales americanos interrogaban, tras sus respectivas mesas, a los SS que se mantenían ante ellos en posición de firmes. Varios de los que antes eran prisioneros trabajaban como mecanógrafos. Un SS fue traído a la habitación entonces e instintivamente volví la cabeza para que no me viera. Había sido un guarda brutal, hasta el punto de que cuando pasaba por un corredor, si algún prisionero no se hacía rápidamente a un lado y se ponía instantáneamente en posición de firmes, le daba un latigazo en la cara con la fusta de montar que siempre llevaba consigo. La visión de aquel hombre me había producido siempre un sudor frío en la nuca.

   Después me puse a mirarlo y no podía creer lo que estaba viendo. El SS temblaba, igual que nosotros habíamos temblado ante él. Tenía los hombros hundidos y noté que se restregaba las palmas de las manos. Había dejado de ser un superhombre: Me recordaba a un animal preso en la trampa. Un prisionero judío le escoltaba, un antiguo prisionero.

    Yo seguía sin poder apartar la vista, fascinado. No podía oír lo que le decían al SS, que permanecía frente al americano que le interrogaba sin poderse apenas mantener firme y en su frente había sudor. El oficial hizo un gesto con la mano y un soldado americano se llevó al SS. Mis amigos dijeron que todos los SS eran conducidos a una casamata de hormigón armado donde estaban bajo vigilancia en espera de juicio. Denuncié al confidente polaco y mis amigos testificaron que me habían encontrado sin conocimiento en el corredor. Uno de los doctores americanos declaró también. Luego nos volvimos a nuestra habitación. Por la noche, el confidente me pidió excusas en presencia de nuestros camaradas y me tendió su mano. Acepté sus disculpas, pero la mano no se la di.

    Lo del confidente no tenía importancia. Pertenecía ya al pasado. Seguí pensando en la escena de la oficina. Echado en mi catre veía con los ojos cerrados al SS temblando, un cobarde de uniforme negro, despreciable y aterrado. Durante años aquel uniforme había sido el símbolo del terror. Durante la guerra yo había visto soldados alemanes asustarse también de los SS; pero jamás vi a un hombre de la SS asustado. Siempre los había considerado como fuertes, como élite de un régimen pervertido. Me llevó tiempo comprender lo que había visto: Los superhombres se convertían en cobardes en el momento mismo en que sus fusiles dejaban de protegerles. Estaban acabados, anulados.

    Me levanté de mi catre y salí de la habitación. Detrás del crematorio, hombres de la SS cavaban fosas para nuestros tres mil camaradas que habían muerto de inanición y agotamiento después de la llegada de los americanos. Me senté a contemplar a los SS. Dos semanas atrás me hubieran matado a golpes sí me hubiera atrevido a mirarles, pero ahora parecían asustados de pasar por mi lado. Un SS pidió un cigarrillo a un soldado americano. El soldado arrojó al suelo el cigarrillo que se estaba fumando. El SS se agachó, pero otro SS fue más rápido que él y cogió la colilla. Los dos SS entablaron pelea hasta que el soldado les ordenó que se marcharan.

    Sólo habían pasado dos semanas y la élite del Reich de los Mil Años se peleaban por una colilla. ¿Cuántos años hacía que a nosotros no nos habían dado ningún cigarrillo? Me volví a la habitación y miré a mi alrededor. La mayoría de mis camaradas yacían apáticamente en sus catres. Tras el primer momento de alegría, muchos de ellos sufrían un ataque de depresión. Ahora que sabían que iban a vivir, se daban cuenta de la falta de sentido de sus vidas. Se habían salvado, pero no tenían a nadie para quien vivir, ningún lugar a donde volver, nada que reconstruir."

Mauthausen

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