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miércoles, 24 de enero de 2018

LOS NAZIS ENTRAN EN PARÍS. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

LOS NAZIS ENTRAN EN PARÍS. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

    "El 26 de mayo estaba en casa de Émile Buré. Me dijo que el 16 los alemanes ya habrían podido tomar fácilmente París. Ahora, avanzaban hacia Amiens: querían cercar al ejército francés. «No tenemos aviones», repetía Buré. Vi a diferentes personas: Vogel, Jean-Richard Bloch, Elsa Yúrevna Triolet, el pintor belga Masereel. Estaban todos aturdidos.
    El embajador estadounidense, Bullitt, fue a Notre Dame, se hincó de rodillas y depositó ante la estatua de Juana de Arco una rosa en nombre de su presidente de Estados Unidos. Buré decía: «No necesitamos oraciones, sino aviones». El periódico católico L’Aube hablaba de «una Juana de Arco motorizada, que salvaría a Francia».
   El 3 de junio los alemanes bombardearon intensamente París. Hubo muchas víctimas y vi espectáculos parecidos a los de Madrid y Barcelona. Pero no había ira, sólo desesperación. Alguien entre el gentío decía: «Esta guerra la teníamos perdida desde el primer disparo».
    Comenzó el éxodo de los parisienses. Largas columnas de vehículos, cargados con colchones en el techo, se dirigían hacia la Puerta de Italia y la de Orléans. Por las noches se ponían a disparar los antiaéreos. Los partes de guerra eran confusos. La radio continuaba hablando de los medios de transporte alemanes hundidos. Todos decían que los alemanes estaban cerca. Partieron los Hilsum, los Fotinski y algunos españoles conocidos. Yo no podía irme: en la Prefectura me habían quitado todos los documentos. La ciudad quedó vacía. Liuba y yo éramos los únicos que quedábamos en el edificio, los demás habían partido. Me sentía confuso. Al final partió también Ivánov y me dijo que en la embajada quedaban algunos funcionarios a quienes había pedido que velaran por nosotros.
    (Entonces alguien hizo correr el rumor en Moscú de que yo no iba a volver a la Unión Soviética. Irina pasó unos días horribles. París estaba aislada del resto del mundo, y en todas partes le preguntaban: «¿Es verdad que su padre no quiere volver?»).
    El 9 de junio, en las tiendas, los restaurantes y los cafés apareció un anuncio: «Cerrado temporalmente». El presidente de la República recibió a Laval. Alguien llegó corriendo y me contó: «Hemos comprado un coche pero no hay gasolina. ¡Si pudiéramos conseguir un caballo!». Los alemanes comunicaron por radio que habían tomado Ruán y que la suerte de París se decidiría en los próximos días. Intenté escuchar Radio Moscú. El locutor habló largo rato del Frankfurter Zeitung, que valoraba muy positivamente la feria agrícola de Moscú. Vino Clémence a despedirse. Dijo entre lágrimas: «¡Qué vergüenza!». Enormes muchedumbres se agolpaban en las estaciones. La gente huía en bicicleta. Entretanto los periódicos informaban de que había empezado un proceso contra treinta y tres comunistas.
    El 10 de junio la Italia fascista declaró la guerra a Francia. Yo paseaba por el jardín de nuestra embajada cuando, de pronto, oí alegres gritos y canciones: la embajada italiana estaba al lado. Los diplomáticos fascistas habían decidido no volver a su país. Los alemanes estaban cerca; podían quedarse algunos días en su santuario. Cantaban, sin rubor, Giovinezza.
    El 11 de junio se corrió la voz de que la Unión Soviética había declarado la guerra a Alemania. Todos se animaron. Ante las puertas de nuestra embajada se reunieron grupos de obreros que comenzaron a gritar: «¡Viva la Unión Soviética!». Pocas horas después llegó el desmentido.
    Los parisinos abandonaban la ciudad a pie. Un anciano empujaba con dificultad un carrito de mano con almohadas, una niña y un viejo perrito, que ladraba desesperado. Por el boulevard Raspail avanzaba un interminable cortejo de fugitivos. Enfrente de La Rotonde estaba el monumento a Balzac, colocado poco antes de la guerra, obra de Rodin. El frenético Balzac parecía querer bajarse del pedestal. Durante largo rato estuve en aquel cruce, donde, en realidad, había transcurrido mi juventud, y de repente me pareció como si también Balzac marchara con todos los demás.
    En la esquina de la rue Cotentin un tendero abandonó su tienda sin cerrar la puerta. Por el suelo rodaban los plátanos y las latas de conserva. La gente, más que irse, huía. El 11 de junio busqué durante mucho rato algún periódico. Finalmente salió Paris Soir. En primera página había una fotografía: una anciana bañaba a su perro en el Sena. Y en el pie de foto, con letras gruesas, decía: «París siempre será París». Pero la capital parecía una casa abandonada a toda prisa. Decenas de miles de personas se agolpaban alrededor de la estación de Lyon, aunque se decía que ya no saldrían más trenes: los alemanes habían cortado el camino. Entretanto la radio transmitía misas y proclamas contradictorias: a veces decían que la evacuación de París estaba asegurada, y otras trataban de persuadir a los habitantes de que se quedaran en casa y no perdieran la calma.
    El 13 de junio caminaba por la rue de Assas. No había un alma, no era París, era Pompeya… Caía una lluvia oscura (quemaban petróleo). En una esquina de la rue Rennes, una joven abrazaba a un soldado cojo. Por la cara de la mujer rodaban lágrimas negras. Comprendí que se estaban despidiendo de muchas cosas…
    Luego escribí unos versos sobre eso: «Incluso morir parecía más fácil. Aquí cada piedra era para mí querida. Retiraron los cañones. Ardían los depósitos de petróleo. Cayó una lluvia negra sobre una ciudad negra. Una mujer dijo al soldado (de sus ojos brotaban lágrimas negras): “Un momento, querido mío, digámonos adiós”. Y los ojos de él quedaron inmóviles. Vi aquella mirada triste. La ciudad estaba negra y vacía. Junto con el soldado marchaba, oscuro como el hombre, el arte».
    Por la noche llamaron a la puerta. Me sorprendí: las autoridades ya habían partido, pero los alemanes aún no habían llegado. La embajada nos enviaba un coche para que nos trasladáramos a la rue Grenelle, donde estaríamos más seguros.
    Nos instalaron en un pequeño cuarto donde antes pernoctaban los correos diplomáticos. Por la mañana pasaron, en vuelo rasante, unos aviones con esvásticas. Salimos de la embajada. Un soldado francés se acercó corriendo a mí, preguntándome cómo podía llegar a la Puerta de Orléans. Las calles estaban desiertas y los cubos de basura apestaban. Aullaban los perros abandonados. Llegamos hasta la avenue du Maine, y de pronto vi una columna de soldados alemanes. Avanzaban, mientras comían algo en marcha.
    Me volví y permanecí un rato en silencio, junto a la pared. También había tenido que ver eso."

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