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lunes, 8 de mayo de 2017

BORIS PASTERNAK. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

BORIS PASTERNAK. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

    "Hace poco un joven me dijo que Pasternak debía de ser un hombre taciturno, poco sociable y profundamente desgraciado. Pero yo, en 1921, escribí de él: «Es sano, vivo y moderno. En él no hay nada otoñal, ni crepuscular, ni otros remilgos amables, pero desoladores». Un año después, Shklovski, al encontrarse con Pasternak en Berlín, escribió: «Un hombre feliz. Nunca montará en cólera. Debe vivir la vida siendo querido, mimado y grande». En 1923 Maiakovski y Ósip Brik condensaron en fórmulas (según la jerga de la época) las aspiraciones de algunos artistas: «Maiakovski: experimento de ritmo polifónico en un poema de amplia abarcadura social. Pasternak: empleo de una sintaxis dinámica en la tarea revolucionaria».
Todo esto puede sorprender a aquellos lectores extranjeros que no supieron de la existencia de Pasternak hasta 1958 y se lo imaginan como un hombre desdichado sumido en un duelo con la historia. En realidad Pasternak era feliz y vivía fuera de la sociedad no porque no encajara en ella, sino porque, siendo de natural sociable y alegre con todos, conocía a un único interlocutor: él mismo. A finales de 1918 estaba maravillado con el Kremlin: «Vuela recto, amenazante, hacia el diecinueve… Más allá del mar de estas tormentas, preveo que el año aún no iniciado acometerá la tarea de educarme de nuevo, a mí, que estoy quebrado».
(...)
Shklovski se equivocaba en un aspecto cuando escribía: «Este hombre grande y feliz, en medio de otras personas vestidas con abrigos y que comían bocadillos en la barra de la Casa de la Prensa, sentía la llamada de la historia». Pasternak sentía la naturaleza, el amor, a Goethe, a Shakespeare, la música, la antigua filosofía alemana, el pintoresquismo de Venecia, era sensible a aquello que les pasaba a él y a algunos allegados suyos, pero carecía en absoluto del sentido de la historia; oía sonidos imperceptibles para los demás, oía latir un corazón y crecer la hierba, pero nunca captó el rumor del paso del tiempo.
La palabra egocéntrico se ha empleado tan a menudo que ha perdido su sentido, y además hay en ella algo peyorativo, pero no logro dar con otra. Borís Leonídovich no vivía para sí mismo, nunca fue un ser egoísta, pero vivía en sí mismo, consigo mismo y por sí mismo. Me acuerdo de nuestros lejanos encuentros: dos trenes corriendo a toda velocidad, cada uno por su vía. Sabía que Pasternak me oía, pero no me escuchaba: no lograba arrancarse de sus ideas, de sus sentimientos, de sus asociaciones. Las conversaciones con él, aunque cordiales, eran como dos monólogos.
(...)
Ese repliegue en sí mismo (acrecentado con los años) no impidió, de hecho no podía impedir, a Pasternak convertirse en un gran poeta. A menudo decimos, más bien por la costumbre, que el escritor tiene que ser observador. En el diario de Afinoguénov, publicado en fecha reciente, figura un curioso apunte: «Si el arte del escritor consistiera en la capacidad de observar a las personas, los mejores escritores serían los médicos y los inspectores de policía, los profesores y los revisores de tren, los secretarios de los comités del Partido y los jefes militares. Sin embargo no es así. ¡Porque el arte del escritor consiste en la capacidad de observarse a sí mismo!». Afinoguénov tiene razón al rechazar el viejo concepto de «espíritu de observación»; lo que ha vivido el autor, aquello de lo que ha tomado conciencia, desempeña un papel fundamental en la creación de los personajes de una novela o de una tragedia, pues un escritor sólo comprende el mundo interior de los otros en la medida en que conoce y, por consiguiente, comprende esta o aquella pasión.
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Paul Éluard dijo en una ocasión: «El poeta debe ser un niño, incluso si tiene el pelo gris y arteriosclerosis». En Pasternak había algo infantil. Sus definiciones, que parecían ingenuas y pueriles, son las definiciones de un poeta. Una vez dijo a propósito de un autor: «¿Cómo puede ser buen poeta si es un mal hombre?». Al ver París por primera vez exclamó: «¡Esto no parece una ciudad, sino más bien un paisaje!». Decía: «Describir una mañana de primavera es fácil e innecesario, pero ser sencillo, claro y espontáneo como una mañana de primavera es diabólicamente difícil».
En esa época de la que ahora hablo, cuando me sentía desesperado, perdido, Borís Leonídovich representó para mí una garantía de vitalidad, de arte, y una pasarela hacia la vida auténtica. Joven, hermoso, alegre, con el aspecto de un árabe inspirado…, así perdurará en mi recuerdo, aunque le haya visto envejecido y con el cabello cano.
Hace ya medio siglo que, de repente, me pongo a susurrar versos de Pasternak. No es posible expulsarlos de este mundo: están vivos…"

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