BERLÍN Y GEORGE GROSZ. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg
"Un día de verano, en la calle de Grünewald, un fascista de la organización Konsul mató a Rathenau, ministro de Asuntos Exteriores. Cuando la policía encontró las huellas de los asesinos, se suicidaron. Dieron sepultura a los fascistas con honores militares.
Los comerciantes no daban abasto cambiando los precios de las etiquetas. Encontraron una solución: los precios seguían siendo los mismos, pero se debían multiplicar por un Schlüsselzahl, un coeficiente. Un día era cuatrocientos; al día siguiente, seiscientos. El doctor Caligari seguía delirando en las pantallas de los cines de barrio. En un solo día, en Berlín, se registraron nueve suicidios. Empezó a publicarse la revista Amistad, dedicada a la teoría y a la práctica de la homosexualidad.
La Alemania de aquella época dio con su retratista: George Grosz. Representaba a los estraperlistas con dedos parecidos a pequeñas salchichas. Representaba a los héroes de la guerra pasada y la futura, a misántropos condecorados con cruces de hierro. Los críticos lo calificaban de expresionista, pero sus dibujos presentaban esa mezcla de realismo feroz y de carácter profético que la gente, no se sabe por qué, llama fantasía. Sí, Grosz se atrevió a representar a los consejeros privados desnudos detrás de sus escritorios, a señoras gordas emperifolladas despedazando cadáveres, a asesinos que se lavaban con cuidado las manos en una palangana. En 1922 eso parecía fantástico. En 1942 se había convertido en la realidad cotidiana. Los dibujos de Grosz, aun con toda su brutalidad, son líricos, afines a las Leda en madera de Hildesheim, a los gnomos tipográficos del alfabeto gótico, a las tabernuchas al pie de los ayuntamientos, al olor a tristeza y a malta que impregna las estrechas calles medievales.
Grosz tenía los ojos claros de un niño, una sonrisa tímida. Era un hombre dulce y bueno, detestaba la crueldad, soñaba con la felicidad de los hombres; quizá fue esto, justamente, lo que le ayudó a representar de manera despiadada los invernaderos, bien abonados con estiércol, en los que echaban raíces los futuros Obersturmführer, las mujeres ansiosas de trofeos de guerra, los verdugos de las cámaras de gas de Auschwitz.
El mundo entero miraba entonces a Berlín. Unos con temor, otros con esperanza: en aquella ciudad se decidía el destino de Europa para las próximas décadas. Allí, todo me resultaba ajeno: las casas y las costumbres, la depravación bien ordenada, la fe en las cifras, los tornillos y los diagramas. Pese a todo, escribí entonces: «He sazonado mis palabras de amor a Berlín con descripciones tan poco atrayentes que, seguramente, te alegrarás de no estar en esta ciudad… Te lo ruego, créeme y ama Berlín, ciudad de monumentos aborrecibles y ojos inquietos». Viví dos años en esta ciudad con inquietud y esperanza: me parecía que me encontraba en el frente y que la breve hora en que callan las armas se prolongaba mucho. Pero a menudo me preguntaba qué esperaba. Quería creer, pero no creía…"
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