Ver Viajes del Mundo en un mapa más grande

viernes, 19 de octubre de 2018

MORIR POR CAPRICHO OFICIAL, UN AÑO EN EL ALTIPLANO, de Emilio Lussu

MORIR POR CAPRICHO OFICIAL, UN AÑO EN EL ALTIPLANO, de Emilio Lussu

    "El profesor de griego tomó una de las cizallas que se habían quedado en el suelo, unas de las siete, y las probó con el alambre. Las cizallas cortaban. 

    —Pero estas cortan perfectamente —dijo triunfante al teniente coronel. 

    —¿Que cortan? —preguntó este. 

    —Sí, mi coronel, cortan. Y ofreció por segunda vez a todos nosotros la demostración de su descubrimiento. 

    —Entonces —dijo el teniente coronel— debemos intentarlo otra vez. 

    —Pero no se trata de cizallas —dije yo, al tiempo que me colocaba junto al capitán y dirigiéndome a él—. Las cizallas podrían cortar todas y ser las mejores del ejército, pero la situación sigue siendo la misma. Los austríacos nos esperan en los pasos de montaña y dispararán a bocajarro contra quienes se acerquen a las alambradas, con cizallas o sin ellas. 

    —Aquí mando yo —dijo el teniente coronel— y yo no he pedido su opinión. 

    Mi capitán no habló y yo no respondí. El teniente coronel preguntó al capitán Bravini por el nombre de otro oficial del batallón al que mandar bajo las alambradas. Sin resistencia, el capitán propuso el nombre del teniente Santini y añadió que nadie como él conocía el terreno. Por mediación de un mensajero, mandó a llamar a Santini. 

    La luz del alba ya se había hecho más viva y podíamos distinguir enteramente las trincheras enemigas. No costaba demasiado comprender que mandaban a Santini a morir inútilmente. Yo aventuré aún una objeción. 

    —Ahora hay mucha más luz —dije—. Además, Santini ha salido también esta noche con los tubos. ¿No se podría aplazar hasta el amanecer de mañana? 

    Mi capitán no se atrevió a decir palabra. El teniente coronel me lanzó una mirada hostil y me dijo: 

    —¡Cuádrese y guarde silencio! 

    El profesor de griego seguía paseándose con las cizallas y mostraba a todo el mundo, oficiales y soldados más cercanos, que estaban en un estado excelente. El teniente Santini llegó, seguido de su mensajero. El teniente coronel le explicó lo que se quería que se hiciese y le preguntó si quería ofrecerse voluntario. Él era audaz y demasiado orgulloso. Yo temía que respondiese que sí. Me acerqué a su espalda y le susurré, tirándole del faldón de la chaqueta: 

    —Di que no. 

    —Es una operación imposible —respondió Santini—. Es demasiado tarde. 

    —Yo no le he preguntado —rebatió el teniente coronel— si es pronto o tarde. Le he preguntado si se ofrece voluntario. 

    Volví a tirarle del faldón de la chaqueta.

    —No, mi teniente coronel —respondió Santini. El teniente coronel miró a Santini, como si no diera crédito a sus oídos, miró al capitán Bravini, me miró a mí, miró a todo el grupo de oficiales y soldados que estaban pegados a la trinchera, junto a nosotros, y exclamó: 

    —¡Esto es cobardía! 

    —Usted me ha hecho una pregunta y yo le respondo. No es cuestión ni de cobardía ni de valor. 

    —¿No se ofrece usted voluntario? —preguntó el teniente coronel. 

    —No, mi teniente coronel. 

    —Pues bien, yo le ordeno, digo «le ordeno», que salga igualmente y en seguida. 

    El teniente coronel hablaba con calma, su voz tenía la expresión de un ruego amable, casi una súplica, pero su mirada era dura. 

    —A sus órdenes, mi teniente coronel —respondió Santini—. Si me da una orden, yo no puedo por menos de cumplirla. 

    —Pero una orden semejante no se puede cumplir —dije yo al capitán, con la esperanza de que interviniera, pero este permaneció mudo. 

    —Tome las cizallas —ordenó el teniente coronel, con voz suave y ojos fríos. 

    El teniente ayudante mayor se acercó con las cizallas. Pasó junto a mí, no pude contenerme y le grité: 

    —Podrías ser tú quien saliera con esas malditas cizallas tuyas. 

    El teniente coronel me oyó, pero respondió a Santini. 

   —Salga, pues, teniente —ordenó. 

    —Sí, mi teniente coronel —dijo Santini. 

    Santini tomó las cizallas. Se soltó del cinturón un puñal vienés de cuerno de ciervo, trofeo de guerra, y me lo ofreció. 

    —Quédatelo como recuerdo mío —me dijo. Estaba pálido. Sacó la pistola y salvó la trinchera. 

    El mensajero, al que ninguno de nosotros había advertido, después de su llegada en compañía del teniente, tomó unas cizallas y salió de la trinchera. Yo seguía aún con el puñal en la mano. El capitán Bravini bebía de la cantimplora. Me lancé hasta la tronera más cercana y vi a los dos, de pie y derechos, uno junto al otro, avanzar al paso hacia las trincheras enemigas. Ya era de día. Los austríacos no disparaban y, sin embargo, aquellos dos avanzaban al descubierto. En aquel punto, entre nuestras trincheras y las enemigas, no había más de cincuenta metros. Los árboles eran escasos y los matorrales bajos. Si se hubiesen arrojado al suelo, bajo los matorrales, habrían podido llegar sin ser vistos, al menos hasta las alambradas. Santini volvió a meterse la pistola en la funda y avanzó solo con las cizallas en la mano. El mensajero seguía a su lado, con el fusil y las cizallas. Cruzaron el corto trecho y se detuvieron en las alambradas. Desde las trincheras nadie disparó. El corazón me latía como un martillo. Levanté la cabeza de la tronera y miré nuestra trinchera. Todos estaban junto a las troneras. ¿Cuánto tiempo permanecieron derechos frente a las alambradas? No lo recuerdo. Al final, Santini hizo un gesto repetidas veces con la mano hacia su compañero para hacerlo volver atrás. Tal vez pensara que podía salvarlo, pero el gesto era el movimiento cansino de un hombre desalentado. El soldado permaneció a su lado. Santini se arrodilló junto a las alambradas y comenzó a cortar los alambres con las cizallas. El mensajero hizo otro tanto. Entonces fue cuando desde la trinchera enemiga partió una descarga de fusiles. Los dos cayeron al suelo. Desde nuestras trincheras, un fuego de ametralladoras, rabioso y vano, respondió como represalia. Me levanté de la tronera, busqué al profesor de griego y lo abordé: 

     —Ahora que habéis terminado una operación tan hermosa, podéis iros a comer satisfechos. 

    No me respondió y me miró con pena. Tenía lágrimas en los ojos, pero yo estaba demasiado exasperado para poder contenerme. 

    —Ahora tú y tu estratega tenéis el deber de salir, los dos de patrulla, con tus cizallas y continuar la tarea que Santini y su mensajero han interrumpido. 

    —Si me ordenan salir —respondió —, lo hago inmediatamente. 

    El teniente coronel estaba preparando el asalto de los dos batallones para las ocho. El comandante del regimiento y el comandante de la brigada vinieron al frente y mandaron suspenderlo. Por la noche, llegaron los convoyes de avituallamiento con tubos y coñac. Así, pues, se reanudaría la operación. La persecución continuaba."

No hay comentarios: