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lunes, 18 de septiembre de 2017

LA LIBERTAD EN PARIS. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg


LA LIBERTAD EN PARIS. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

    "Un día, en medio de viejos salterios y pastorales, di con Eda de Baratinski. En la página de portada se leía la siguiente dedicatoria: «A Prosper Mérimée, traductor de nuestro gran Pushkin. Evgueni Baratinski». Compré el libro por seis sous y me puse a leerlo enseguida. El Sena movía melancólicamente sus escamas, y en una barcaza dormía un gato bien alimentado. Ante mí se hallaba la morgue y por la mañana veía a los juerguistas de París que acudían para contemplar los cadáveres de los suicidas. En la neblina azulina, la catedral de Notre Dame parecía un bosque de piedra. Baratinski escribía: «Una vaga reflexión embarga al forastero: | ¿acaso esas piedras sombrías que tiene ante él | no son las ruinas de un mundo antiguo?».
(...)
    En París, el pasado se funde con el presente. Es una ciudad asombrosa que no se ha construido siguiendo un plan sino que ha crecido como un bosque. La pared de una casa maltrecha donde se agolpan los desdichados, una pared llena de pintadas obscenas, de declaraciones de amor, de injurias electorales, tiene todo el derecho a aspirar a la veneración de los transeúntes y a la protección del Estado.
(...)
    Todo parecía imprevisible y todo era posible. Iba por la place Clichy componiendo versos cuando un tumulto de gente invadió la plaza. La muchedumbre gritaba, quería romper el cordón policial para llegar a la embajada española: protestaban contra la ejecución del anarquista Ferrer. Se oyó un disparo y acto seguido se levantaron barricadas, voltearon los ómnibus, derribaron las farolas. El gas inflamado salta a borbotones de los surtidores. Yo no sabía con seguridad quién era Ferrer ni por qué lo habían ejecutado, pero me puse a gritar con todo el mundo. Parecía que hubiese estallado la revolución. Unas horas más tarde, los clientes habituales saboreaban apaciblemente su café o su cerveza en los bares.
    En aquella época París recibía el apelativo de «capital del mundo», y es cierto que vivían en ella representantes de centenares de países. Indios con turbantes denunciaban la hipocresía de los liberales ingleses. Los macedonios organizaban mítines tumultuosos. Los estudiantes chinos festejaban la proclamación de la república. Se publicaban periódicos en polaco, portugués, finlandés, árabe, yiddish y checo. Los parisinos aplaudían La consagración de la primavera de Stravinski, al futurista italiano Marinetti y a Ida Rubinstein, que había llevado a la escena un misterio de D’Annunzio. Y la «capital del mundo» era al mismo tiempo una provincia remota. París se dividía en barrios, y cada uno de ellos tenía su calle principal, con sus tiendas, sus pequeños teatros, sus bailes. Todo el mundo se conocía, cotilleaban en la calle, se contaban chismes de la panadera, de la amante de Jacques, de que su mujer le ponía los cuernos.
    Uno podía vestirse como quisiera, hacer lo que le viniera en gana. Cada primavera se organizaba el baile de los alumnos de la Academia de Bellas Artes: por las calles marchaban en procesión estudiantes y modelos desnudos; los más discretos llevaban ropa interior. En una ocasión, un pintor español se desnudó por completo delante de La Rotonde; un policía le preguntó con indolencia: «¿No tienes frío, amigo?». Dos veces al año —en el mardi gras y en la mi-carême— se celebraban carnavales: se veían desfilar carrozas adornadas, la gente se paseaba con máscaras absurdas y lanzaba confeti a los rostros de los transeúntes; también se sacaba a pasear a los bueyes blancos premiados en los concursos, y en los restaurantes se anunciaba con carteles: MAÑANA, NUESTROS QUERIDOS CLIENTES PODRÁN DEGUSTAR BISTECS DE CARNE DE BUEY CON LAUREL. En todos los bancos, debajo de los castaños o de los plátanos, los enamorados se besaban con recogimiento; nadie los molestaba. Un día, A. I. Okúlov, después de atizarse una docena de copas de coñac, saltó al techo de un coche de punto y se puso a explicar a los transeúntes que pronto colgarían a todos los ministros de las farolas: algunos se detuvieron a escucharle, pero, por supuesto, nadie le creyó. Yo vivía no sólo sin pasaporte, también sin carnet de identidad. Cuando me pidieron un documento oficial en el banco me presenté en la prefectura y me pidieron que llevara a dos franceses en calidad de testigos. Yo tenía prisa por cobrar el dinero y supliqué al dueño de la panadería donde compraba el pan y a un pintor a quien apenas conocía —y que fui a buscar al café donde se acomodaba desde primera hora de la mañana para beber ron— que me acompañaran. Era obvio que ninguno de los dos sabía nada de mí, pero accedieron a poner su firma. El funcionario me entregó un certificado que ratificaba solemnemente que fulano de tal había declarado tal y cual cosa; con aquello era suficiente, no sólo para el empleado del banco, sino también para los policías que a veces organizaban redadas contra los delincuentes. En el cabaret se cantaban cuplés que decían que el presidente de la República era un cornudo, el ministro de Justicia era un corrupto y el ministro de Instrucción Pública perseguía a las jovencitas y les mandaba notas llenas de faltas de ortografía. Gustave Hervé en el periódico La Guerre Sociale incitaba a destruir la burguesía, el cantante Montegus glorificaba a los soldados del 17.º Regimiento que se habían negado a disparar contra los manifestantes."

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