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lunes, 12 de julio de 2021

LLUVIA ROJA, de Cees Nooteboom

LLUVIA ROJA,  de Cees Nooteboom 

Puede que el desafío más grande para el eterno viajero sea precisamente ése, el deseo constante de volver a ver el mundo que ha conocido. Un deseo imposible de realizar.
(...)
El viajero frecuente debe enfrentarse hasta el hastío con la pregunta de si está huyendo de algo. No, no huye. Lo que busca es desaparecer estando presente. El viaje te permite desaparecer mientras sigues llevando tu vida —puedes llamar a un número de teléfono y al otro lado de la línea, si todo va bien, siempre habrá alguien que te reconozca—. La gente te ve, y sin embargo tú eres invisible en tu propia identidad. Podrías ser cualquiera. Te has desprendido de la anécdota de tu propia existencia, te has convertido en un habitante de la Provenza o de Río de Janeiro o acabas de despegar con el avión de New Zealand Air rumbo a Samoa. Debajo de ti se extiende el océano salpicado por las islas, tan pequeñas de repente, donde has pasado los últimos días. La ilusión consiste en pensar que en todos esos lugares a los que te diriges o a los que regresas tienes una segunda vida que discurre en sincronía con tu otra vida. Viajar es además, si se hace bien, una forma de meditación, algo que puede hacerse tanto en Venecia, en las Zattere, como en Zagora, al borde del Sáhara. Al contrario de lo que hoy suele decirse, el mundo sigue siendo infinitamente grande para quien viaja consigo mismo.
Stevenson fue un tipo así, un hombre que hizo un viaje en asno por Las Cevenas, un viajero tranquilo a la vez que inquieto. Los últimos años de su vida los pasó en esas islas que le inspiraron unas epístolas y unos libros magníficos.

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