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miércoles, 4 de septiembre de 2019

EL CHEQUISTA ORLOV CONTRA LA REPÚBLICA. YO FUI MINISTRO DE STALIN, de Jesus Hernandez Tomas

EL CHEQUISTA ORLOV CONTRA LA REPÚBLICA. YO FUI MINISTRO DE STALIN, de Jesus Hernandez Tomas

"Con la desenvoltura de los hombres que están habituados a que se les tema o respete, me alargó la mano a modo de saludo y tomó asiento con familiar naturalidad.
—Camarada Hernández, usted ha entorpecido esta madrugada nuestro trabajo —comenzó a decir con tono de admonición.
—Perdóneme, amigo Orlov, pero no sabía de qué se trataba… y aún no lo sé.
—Pero usted sí sabía que era nuestro servicio el que pedía las órdenes de detención —dijo en tono inquisitivo.
—Sabía que era usted uno de los que lo pedían, pero lo que no sabía era por qué y contra quien se pedían esas órdenes, que además debería ignorar el ministro.
—Hace tiempo que «Marcos» (Slutsky) me informó que usted se hallaba al corriente de nuestro trabajo y que estaba dispuesto a obviarnos dificultades oficiales.
—«Marcos» me habló de una trama de espionaje y le ofrecí, si era necesario, llevar el caso al seno del Consejo de Ministros. Eso fue todo.
Orlov me miró con cierto aire de ironía y mientras encendía y apagaba un bonito encendedor, me espetó:
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El autor
—¿Cómo dice?… ¿El Gobierno?… Precisamente se trata de lo contrario. El Gobierno no debe saber ni una palabra hasta que todo esté consumado.
—¿Pero de qué se trata? —pregunté.
Orlov calló un momento. Encendí un cigarrillo y me dispuse a escuchar.
—¿Forma usted parte de nuestro servicio? —me preguntó.
—No.
Orlov hizo un gesto de extrañeza.
Insistí:
—Ni ahora ni nunca.
Orlov encendía y apagaba su encendedor.
—Creí que era uno de los nuestros… Pero es igual —dijo entre dientes.
Y comenzó a narrar:
—«… Desde hacía tiempo venían siguiendo la pista a una red de espionaje falangista… Los elementos del POUM estaban mezclados en ella. Se habían practicado centenares de detenciones… El más importante de los detenidos, un ingeniero llamado Golfín… había confesado todo… Nin estaba seriamente comprometido… Gorkín… Andrade… Gironella, Arquer… Toda la banda trotskista… Un tal Roca actuaba de enlace entre el POUM y los falangistas en Perpignan… Una maleta llena de documentos había sido capturada en Gerona a un tal Riera… También el dueño de un hotel apellidado Dalmáu estaba convicto y confeso… Todo estaba preparado para dar el golpe… Yo lo había dificultado… El Gobierno no debería saber nada… Tampoco el ministro»…
—Dígame Orlov, ¿de qué proviene el temor a que intervenga el Gobierno?
—El enemigo está en todas partes —respondió secamente.
Y con propósito de aclarar:
—Desde el principio nos hemos negado a que intervenga la policía oficial.
—Pero el Gobierno no puede ser ajeno a un asunto de esa envergadura —dije.
—Zugazagoitia es amigo personal de algunos de los que hay que detener —replicó.
—Presentándole todas esas pruebas…
—No haría nada —atajó Orlov—. Es bastante anticomunista.
—En este caso, se trata de luchar contra el enemigo y no de complacer a los comunistas.
—Correríamos el riesgo de echarlo todo a rodar —insistió Orlov.
—De cualquier forma él tendrá que intervenir, y siempre será mejor prevenirle que sorprenderle.
—Yo sé lo que digo Hernández.
—Y yo lo que me hago —contesté.
—Ahora es el momento ideal para descargar un golpe aniquilador sobre esa banda de contrarrevolucionarios. Les tenemos agarrados por el cuello —dijo con suficiencia.
—No dudo de que los tendrán agarrados por el cuello, pero creo que toda esta historia terminará en un formidable escándalo político.
Orlov me miró con aire de no poca sorpresa. Su encendedor chispeaba pero ya no encendía.
—¿Cómo dice?… ¿qué no cree en historias?
—No es eso exactamente, pero casi es lo que estoy pensando —afirmé.
—Tenemos una montaña de pruebas, de pruebas aplastantes.
—¿Me permite ser sincero Orlov?
El gesto de Orlov se había endurecido. Mirándole fijamente a los ojos arriesgué la idea que me estaba bullendo en la cabeza.
—Tengo la impresión de que todas esas pruebas son un fotomontaje hábilmente preparado, pero dudo que resistan la prueba de un tribunal legal.
—Tenemos el plano milimetrado que señala los emplazamientos militares de Madrid, reconocido por su autor, Golfín. En ese plano hay un mensaje escrito con tinta simpática y dirigido a Franco. ¿Sabe usted por quién está firmado ese mensaje? —me preguntó en tono de triunfo—. ¡Por Andrés Nin! —exclamó.
Solté una carcajada espontánea, natural.
—¿De qué se ríe? —preguntó amoscado.
—¡Calle usted, hombre! Por favor no cuenten por ahí ese disparate, pues la gente se va a reír de buena gana. En todo el país no encontrarán un solo ciudadano capaz de creer a Nin tan idiota como para escribir mensajes a Franco en tinta simpática… en la era de la radio.
—¿No lo cree? —preguntó iracundo.
—No.
—¿Entonces supone que es todo mentira?
—Todo no —contesté fríamente—. Creo que existe el plano, que existe Golfín, que tienen declaraciones, creo todo lo divino y lo humano. Lo que no puedo creer es esa simpleza del mensaje.
—¡Es de Nin! —rugió enojado Orlov.
—No lo creo —insistí serenamente.
—¿No cree que Nin es un trotskista contrarrevolucionario, espía, agente de Franco?
—Sea lo que fuere, lo único que no es, porque lo conozco, ningún idiota. A todos ellos, a Nin, Andrade, Gorkín, Maurin y a los demás les he tratado más o menos, y no les creo capaces de tal estupidez.
—¡Pero si tenemos montañas de papeles y documentos firmados y sellados por el POUM! —gritó colérico.
—Así lo creo menos.
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Andres Nin
Orlov hizo un gesto de impaciencia.
—Amigo Orlov —dije— hablemos seriamente. Ustedes quieren hacer un gran proceso con los trotskistas en España, como una demostración de la razón que han tenido para fusilar a la oposición en la URSS Conozco el artículo de «Pravda» de hace ya casi dos meses en el que anunciaba que la «purga» iniciada en España sería desarrollada con la misma energía con que se ha ejecutado en la Unión Soviética. Comprendo, pues, perfectamente, su interés. Pero no nos compliquen la vida, que bastante complicada la tenemos. Si quieren podremos dedicar una página especial todos los días en nuestros periódicos denunciándoles como a una banda de enemigos del pueblo, pero no monten espectáculos truculentos, porque no se los va a creer ni Dios.
—¡Pero si tenemos las pruebas! —clamaba Orlov.
—Por lo que conozco del «aparato» de ustedes los sé capaces de fabricar dólares con papel de estraza.
—Eso es una majadería… y una opinión inadmisible —barbotó Orlov, notoriamente enojado y molesto.
—Si le molesta… no he dicho nada —aclaré irónico.
—Usted ha dicho y está diciendo cosas muy graves —amenazó.
—Usted es un especialista en cuestiones de espionaje y contraespionaje. ¿Qué haría con un agente que le trasmitiera partes de máxima gravedad escritos en papel de oficio, firmados con su nombre y, por si fuera poco, avalados con un cuño que dijera GPU?
Me miró un tanto perplejo. Reaccionando contestó:
—Ellos no tienen nuestra técnica, ni nuestra experiencia.
—Casi todos ellos conocen el trabajo ilegal y han vivido la época clandestina del Partido Comunista. Si hubieran cometido una indiscreción tan simple como la de firmar con su nombre un comunicado intrascendente, los hubiéramos expulsado por provocadores, o por imbéciles. ¿Cómo quiere que me crea que en plena guerra van a firmar documentos de espionaje dirigidos a Franco?
—Tenemos los testimonios y las declaraciones de los mismos detenidos —replicó.
—Si han logrado esas confesiones, para mí tendrán más valor «legal», cualquiera que haya sido el modo de obtenerlas, que los documentos escritos, firmados y sellados.
—Todos esos documentos y todas las declaraciones irán al proceso y serán motivos y pruebas para ahorcarles a todos.
—De cualquier manera, insisto en que el procedimiento está en recabar del ministro las órdenes para terminar ese trabajo. Si para eso me necesitan estoy a su disposición.
—Por ese camino lo echaremos todo a perder —gruñó malhumorado.
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Orlov, Kirov, Stalin
—Por el que ustedes quieren sólo se logrará el escándalo que dañará a nuestro Partido… que bastante maltratado está ya.
—Usted se comprometió a ayudarnos —dijo despechado.
—Dispuesto estoy —declaré.
—No hay necesidad de continuar —declaró Orlov—. Hablaré con José Díaz.
—Me parece correcto —dije con ánimo de irritarle— que el secretario de nuestro Partido sepa lo que se hace en España.
Orlov se levantó y guardándose el encendedor no vio o fingió no ver que le tendía la mano en señal de despedida.
Una inclinación de cabeza por todo saludo y salió con el rostro ensombrecido.
«Todos son iguales» —me dije viéndole salir estirado y elegante—. «En el fondo y en la superficie nos desprecian y tratan de humillarnos. Actúan como en país conquistado y se conducen como señores ante sus criados».
Años después, en la URSS, había de conocer y tratar de cerca a no pocos de estos tipos. Son funcionarios de una mentalidad y formación especial. Fríos, crueles, sin alma. Su espíritu de Cuerpo les lleva a sospechar, a sospechar de todo y de todos, hasta de su padre y de su madre a los que pegarían un tiro en la nuca con la mayor naturalidad, en cumplimiento de su misión. Viven constantemente alerta y recelando de cuantos les rodean. El jefe no sabe si el subalterno es el confidente de confianza del escalón superior. Puede darse el caso de que el portero o el ordenanza que abre la puerta resulte ser una jerarquía más alta que la del jefe en funciones. Su deber es no creer en la sinceridad ni en la honradez de nadie. Un «inkavedista» debe ser un hombre sin entrañas, un ser deshumanizado que tenga por lema el de «es preferible condenar a cien inocentes que absolver a un culpable». Fanáticos en principio, degeneran hasta la animalidad. Primero matan y torturan porque así se lo ordenan o porque lo dispone el reglamento. Después van sintiendo la necesidad de oír los gritos de dolor y los estertores de sus víctimas. Les resulta armonioso el estampido del pistoletazo. Como el morfinómano busca el placer en la droga, el «inkavedista» lo busca en la sangre y en el sufrimiento de los demás. La vida del hombre nada significa si no se la pueden arrancar a pedazos o a balazos."

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