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lunes, 8 de abril de 2019

UNA VIDA EN MEDIO DE DOS INSTANTES. PUERCA TIERRA, de John Berger

UNA VIDA EN MEDIO DE DOS INSTANTES. PUERCA TIERRA, de John Berger 

    "Volvió a pronunciar mi nombre como lo había pronunciado hacía cuarenta años, y de nuevo me sentí separado, alejado de los demás hombres, escogido. En las montañas, el pasado nunca se queda atrás; siempre está al lado de uno. Bajas al anochecer desde el bosque, y un perro se pone a ladrar en un caserío. Hace un siglo, en el mismo lugar, a la misma hora, un perro se puso a ladrar al oír a un hombre que bajaba por el bosque, y el intervalo entre los dos momentos no es más que una pausa en los ladridos. En la pausa entre las dos ocasiones en que ella pronunció mi nombre del mismo modo, vi al niño que fui, animado por Masson a creer que era más inteligente de lo usual; vi al joven sin perspectivas, porque era el más pequeño, pero con grandes ambiciones; me vi la primera vez que marché a París, que me impresionó tanto como centro, como capital del globo, que decidí tomar una de las carreteras que partían de l’Étoile y atravesar el mundo; la despedida de mi familia, a mi madre implorándome todavía que no me fuera mientras yo enganchaba el caballo y mi padre colocaba mi bolsa en el carro. Es el País de los Muertos, dijo ella. La travesía en el barco, en donde cada día soñaba en cuando volviera al pueblo lleno de honores y rico, cargado de regalos para mi madre; me vi en el muelle en donde no entendía ni una palabra de lo que se decía, y las anchas avenidas y el obelisco, las inmensas plantas de envasado que intenté describirle en una carta a mi padre, para quien la venta de una vaca para carne constituía tema de conversación durante todo un mes; la noticia de la muerte de mi padre, el ruido de los trenes al otro lado de la ventana de la habitación en la que me alojé durante cinco años, los berrinches de Carmen y sus planes de abrir su propio bar, su pelo negro como el carbón que yo apaleaba, la epidemia de las chabolas, la tierra de los ferrocarriles rectos, tan llana e interminable; me vi en el tren yendo hacia el sur hasta Río Gallegos, en la Patagonia, esquilando ovejas y con un viento que, como mi añoranza, no paraba nunca; vi mi boda en Mar del Plata con los setenta y tres miembros de la familia de Úrsula, el nacimiento de Gabriel seis meses después, el nacimiento de Basil dieciocho meses más tarde, y mi pelea con la familia de ella para ponerle Basil, el taller de modista de Úrsula, las deudas de su madre, mi amistad con Gilles y el placer de volver a hablar mi propia lengua; vi la muerte de Gilles, a Úrsula negándose a ir a su funeral o a dejar que fueran sus hijos, el vuelo hacia Montreal, a los chicos aprendiendo a hablar inglés, una lengua que yo nunca pude hablar, la noticia de la muerte de mi madre, la noticia de la muerte de Úrsula, el incendio en el bar, las investigaciones policiales; me vi trabajando de vigilante nocturno, los domingos en el bosque, la compra del billete para volver a casa; vi cuarenta años comprimidos en esta pausa. Lo que me separaba esta vez de todos los demás hombres llamados Jean o Théophile o François no era el deseo, que es más fuerte que las palabras; era un sentimiento de pérdida, una angustia más profunda que toda comprensión. Cuando pronunció mi nombre por primera vez en el alpage, me ofrecía otra vida diferente de la que yo estaba a punto de vivir. Mirando atrás, ahora, veía la esperanza en la otra vida que ella me ofrecía y la inutilidad de la que había escogido vivir. Al pronunciar mi nombre la segunda vez, era como si solo se hubiera callado un instante para luego volver a repetir el ofrecimiento; sin embargo, la esperanza había desaparecido. Nuestras vidas la habían disuelto, la odié. Con gusto la habría matado. Me hizo ver cómo había malgastado mi propia vida. Ella estaba allí de pie, y todo lo que yo veía —su cara arrugada como una manzana de sidra, sus manos hinchadas, entumecidas, que habían hecho suya la comarca y extirpaban sus raíces como los colmillos de un jabalí, ahora posadas en un gesto de súplica con las palmas contra el pecho, el delicado velo, el pedacito del papel de fumar pegado al labio— no eran sino pruebas de la disolución de la oferta. Y, sin embargo, me sentí forzado, por primera y última vez en esta vida, a hablarle con ternura. Dame tiempo para pensarlo, Lucie."

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