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sábado, 6 de junio de 2020

RECUERDO DE LA MUERTE, de Miguel Bonasso

RECUERDO DE LA MUERTE, de Miguel Bonasso

Lamentó no tener encima la Browning. “Estos hijos de puta han dicho que no van a operar en el exterior. Pero ¿quién sabe? Las palabras se las lleva el viento. Y estos cuentan con apoyo de afuera. Afuera se las dan de democráticos. No dicen que son marxistas. Así van ganando el mundo entero. Con mentiras. Y hay imbéciles que hablan de los derechos humanos. Las guerras se ganan con balas, no con derechos humanos. Luego estos imbéciles muy democráticos, muy limpitos, lloran cuando viene el marxismo y a joderse, a ponerse todos el overol. El mundo entero está en peligro y los imbéciles siguen diciendo bonitas palabras. Y nosotros hacemos la tarea sucia. Para que sigan comiendo a la luz de la vela. Para que puedan hacer lo que se les da la gana. No sé... A veces me gustaría que ganaran los marxistas sólo por un día para que estos imbéciles vieran lo que es bueno. Iban a protestar entonces por los derechos humanos. ¡Já! Otra que derechos humanos les iban a dar. Si la tercera guerra mundial ya estalló. Lo que pasa en que es distinta que las otras...” En ese momento entró Halcón y con una rápida mirada lo ubicó entre los escasos parroquianos. Estaba agitado y tampoco tenía ganas de comer. Para contentar al maître pidió un postre y un café. 

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Se disculpó por la demora: había tenido que ir a la oficina de San Silvestre para hablar a España con el Tigre. Le pasó el parte de las últimas novedades. Del Pelado ni noticias. Se había borrado como si se lo hubiera tragado la tierra. 
Manuel propuso caminar unas cuadras para bajar la comida. 

Mientras recorrían una callejuela sombría experimentó un cambio decisivo. Lentamente comenzó a apoderarse de él un odio feroz por la presa. Por ese escurridizo que ya los había burlado dos veces. Con esa cara de infeliz, de mosquita muerta, era más peligroso que otros que gritaban. "Sabe nuestros nombres”, pensó y le pareció sentir que una gigantesca amenaza se abatía sobre él, sobre sus camaradas y sobre su propia familia. Por un instante, mientras dejaba vagar la vista sobre las baldosas húmedas y Halcón marchaba a su lado silencioso, imaginó al Pelado y a otros sentados en un tribunal, juzgándolo. Concibió que esas locas de pañoleta blanca en la cabeza serían testigos de la acusación. “Acá los únicos criminales de guerra son ellos" se tranquilizó. 

—Es al pedo —murmuró—. Hay que encontrarlo y esta vez va a ser boleta. 

Halcón asintió en silencio.

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