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domingo, 16 de septiembre de 2018

LOS DELITOS DE LA STASI. STASILAND, de Ana Fulder

LOS DELITOS DE LA STASI. STASILAND, de Ana Funder 

    "Aunque la cárcel de Hohenschönhausen no está muy lejos del centro de Berlín Este, su existencia era desconocida incluso para la gente de los barrios colindantes. Todas las calles que llevaban a la zona o salían de ella permanecían bloqueadas por una barrera de control y un centinela. Hohenschönhausen era una cárcel para presos políticos: eran las instalaciones de seguridad más recónditas de una zona asegurada dentro de un país amurallado; otro hueco en el mapa. Frau Paul me llevó allí un día. Era un día tan frío como cualquier otro, y estábamos en una calle residencial como cualquier otra. Mientras íbamos andando, iba asintiendo y me iba contando: —Aquí estaban las barreras. —Lo único que quedaba era un bolardo en la acera que llegaba a la altura de la cadera. Entramos a lo que había sido la zona de seguridad de la Stasi—. Aquel edificio de allí era el departamento M, vigilancia postal —me explicó frau Paul, que caminaba unos pasos por delante de mí e iba señalando con la mano extendida—. Ese otro era el taller de falsificación de la Stasi, y aquel de allí era un hospital especial de la Stasi. —Eran edificios de hormigón puro. Parecían vacíos—. En aquellas torres de apartamentos vivían funcionarios de la Stasi.
(...)
    Me llevó a la sala donde la interrogaron. En este complejo había salas para 120 interrogatorios simultáneos. La de ella tenía papel pintado con motivos marrones hasta la mitad de la pared, suelo de linóleo de un color parduzco, una mesa grande y una silla. Detrás de la puerta había un pequeño taburete de cuatro patas, parecía una banqueta para ordeñar. —Veintidós horas sentada ahí —dijo frau Paul. Luego fuimos a otro edificio, al u-boot. Desde arriba parecía bastante corriente. Bajamos unos cuantos escalones. Frau Paul me iba contando que había sido construido por los rusos en 1946 con el fin de albergar varias cámaras de tortura. La escuchaba a medias, todavía me estaba haciendo al extraño olor. Algunos olores son difíciles de reconocer. Me acuerdo de la biblioteca de la facultad en época de exámenes: olía a sudor, a abrigos mojados, a mal aliento; era un olor híbrido, pero era el olor a miedo en estado puro. Este u-boot olía a humedad, a orín rancio, a vómito y a tierra: el olor de la miseria. El pasillo, que parecía un túnel, era largo e inhóspito, con bombillas peladas colgando de cables. Frau Paul empezó a abrir puertas. Primero, un compartimento tan pequeño que solo cabía una persona de pie, pensado para ser llenado de agua helada hasta el cuello. Había 68 iguales, me contó. Después había celdas de hormigón que no contenían nada y donde metían a los presos y los dejaban a oscuras entre sus propios excrementos. Había una celda tapizada hasta arriba de caucho negro almohadillado. A frau Paul la tuvieron encerrada justo al lado. Recuerda haber oído a los presos que estaban dentro de la celda de caucho, y cómo iban perdiendo la cabeza poco a poco; al final las únicas palabras que les quedaban eran: «¡No saldré de aquí en la vida!». Cuando los sacaban de allí, le mandaban a ella fregar los vómitos y la sangre. En la celda más extraña había una especie de yugo de madera parecido a los aparatos que exponen en las ferias del condado. El preso quedaba casi doblado en dos, con la cabeza y las manos entre las ranuras y el yugo cerrado por encima. Frente a la cabeza colgaba un cubo de metal a modo de morral. El suelo y las paredes eran negras, con salientes afilados. Frau Paul me explicó que el preso iba descalzo, uncido en el yugo. Los salientes se le clavaban en las plantas de los pies. Luego caía agua desde un tubo que había en el techo, directa a la cabeza. Al final, el preso sentía tanto dolor que perdía el conocimiento y se le caía la cabeza. De este modo, acababa en el agua del cubo que tenía frente a él y o bien revivía de nuevo al dolor o bien se ahogaba. No había nada de divertido en esa celda ni en estar allí con frau Paul, sentir el suelo afilado bajo mis botas, tocar el tosco yugo e imaginar estar doblado allí en la oscuridad, sufriendo y oscilando entre seguir consciente y ahogarse. Pero también había algo cerril. Parecía demasiado primitivo para la mitad del siglo XX y demasiado primitivo para este lugar. Este artilugio pertenecía a un Este más lejano y de más atrás en el tiempo, a una barraca de feria que muestra una historia con reminiscencias de los Monty Python. Pero en cierto modo había algo aún más escalofriante en el despacho con el taburete enano donde le hicieron sentarse a frau Paul, y en la mesa y la silla de despacho de lo más corrientes donde se sentaba el interrogador. Era en los despachos donde la Stasi se sentía realmente en su salsa: como innovadores, inventores de historias y vendedores ambulantes de pactos con el diablo. En ese cuarto fue donde le ofrecieron un trato y donde lo rechazó, donde un alma se dobló y se deformó para siempre. Ninguno de los torturadores de Hohenschönhausen ha sido llevado ante la justicia"





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