HACIENDO PREGUNTAS SOBRE EL NAZISMO. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg
"Visité decenas de ciudades, hablé con gente de todo tipo: médicos, notarios, maestros, campesinos, taberneros, sastres, tenderos, torneros, cerveceros, joyeros, agrónomos, pastores, incluso con un especialista en árboles genealógicos. Buscaba una respuesta de un vicario católico, de un profesor de la Universidad de Marburgo, de los viejos, de los colegiales… Deseaba entender qué pensaban del nazismo, del sueño de conquistar la India, de la personalidad de Hitler, de los hornos de Auschwitz. En todas partes oía las mismas palabras: «Nosotros no tenemos nada que ver». Uno decía que nunca se había interesado por la política, que la guerra había sido una calamidad, que a Hitler sólo lo apoyaban las SS; otro aseguraba que en las últimas elecciones de 1933 había votado por los socialdemócratas; un tercero juraba y perjuraba que estaba en contacto con su cuñado, que era comunista y pertenecía a una organización clandestina en Hannover. Cerca de Elbing, en el pueblo de Höhenwald, un alemán levantó el puño para saludar al «señor comisario»: «Rot Front!». En su casa encontraron un álbum lleno de fotografías de rusos colgados; junto a una horca había un cartel con una gran inscripción: «Quería incendiar la serrería, he ayudado a los partisanos»; las mujeres judías, con estrellas en el pecho, esperaban el fusilamiento en un vagón. Después de aquel descubrimiento, el «rotfrontista» continuó impertérrito hablando de su lucha contra los nazis: «Estas fotografías fueron abandonadas en mi casa por uno de las brigadas de asalto que vino a ver a mi hermano. Mi hermano era muy ingenuo y fue asesinado en el frente oriental, mientras que yo combatí en Holanda, Francia, Italia, pero nunca estuve en Rusia. Podéis creerme: en el fondo de mi alma soy comunista».
Por supuesto, entre los cientos de personas con quienes tuve ocasión de hablar, algunos eran sinceros, pero no podía distinguirlos de los demás, todos repetían lo mismo. Me limitaba a responder con una sonrisa amable. Tal vez, el que me pareció más sincero fue un alemán anciano que tras regresar a Preussisch-Eilau procedente del frente occidental, me dijo: «Herr Stalin hat gesicht, ich gehe nach Hause». («El señor Stalin ha vencido, vuelvo a casa»).
Las personas con las que hablé al principio respondían que no sabían nada de Auschwitz, de los pueblos incendiados, del exterminio en masa de los judíos; luego, al ver que no corrían ningún riesgo, reconocían que los soldados licenciados habían contado muchas cosas y condenaban a Hitler, a las SS, a la Gestapo.
El Tercer Reich, que poco antes aún parecía inquebrantable, se derrumbó de golpe; durante un tiempo todo se ocultó: el nietzscheanismo simplista y los discursos sobre la superioridad de los alemanes, sobre la misión histórica de Alemania. Sólo veía el deseo de salvar los bienes propios y la costumbre arraigada de cumplir órdenes. Todos saludaban con respeto, se esforzaban en sonreír. En la región de los lagos de Masuria mi coche se atascó; llegaron corriendo de quién sabe dónde los alemanes, sacaron mi coche del barro y se prodigaron en explicaciones sobre el camino que debía seguir. En Elbing todavía se disparaba por las calles, pero un burgués correcto y bien alimentado, mostrando una loable iniciativa, trajo una escalera plegable, se subió a ella y adelantó dos horas la aguja en la esfera del gran reloj: «Funciona a la perfección, ahora son las tres y doce, la hora de Moscú».
Un oficial de carrera fue designado comandante de la ciudad. Como es natural, no estaba especialmente preparado para desempeñar ese cargo. En los muros se fijaban manifiestos estereotipados: las ordenanzas. Uno de nuestros comandantes decía riendo: «No he leído lo que han escrito, pero han estudiado a fondo, de la primera hasta la última letra, lo que se puede y lo que no se puede hacer». No había pasado ni una hora cuando comenzaron a llegar: uno preguntaba si podía encaramarse al techo para tapar un agujero, otro quería saber adónde podía llevar a una trabajadora rusa que estaba enferma en cama; un tercero venía simplemente a hablar mal de su vecino.
En Elbing vi una cola insólita: miles de habitantes de la ciudad, ancianos, deseaban entrar a toda costa en la cárcel. Me dirigí a uno de ellos, el que tenía el aspecto más pacífico: «¿Por qué están guardando cola aquí, con este frío? Enséñeme la ciudad, seguramente sepa en qué barrios se está disparando todavía». Al principio no hacía más que lamentarse por haber perdido su lugar en la cola; según él la cárcel era el lugar más seguro de la ciudad: los rusos habían apostado guardias y se podía esperar allí sin peligro; para tranquilizarlo tuve que prometerle que por la tarde entraría en prisión. Era conductor de tren. No le pregunté nada sobre Hitler, sabía lo que me respondería. Me contó que su casa había sido pasto de las llamas, apenas le había dado tiempo para salir corriendo con la chaqueta puesta. El día era frío. Al pasar junto a una tienda de confección vimos tirados en medio de la calle abrigos, impermeables, vestidos. Le dije que cogiera un abrigo. Se asustó: «Pero ¿qué dice, señor comisario? ¡Es botín de guerra de los rusos!». Le ofrecí un certificado escrito; después de pensar un rato, me preguntó: «Pero ¿tiene sello, señor comisario? Sin sello no es un documento; nadie creerá en mi palabra».
Me acompañó a dar una vuelta por Rastenburg un niño de nombre Vasia a quien los alemanes habían expulsado de Grodno. Me contó que trabajaba en casa de un alemán rico, donde debía llevar sobre el pecho una placa y soportar los continuos gritos de todos. En aquel momento caminaba junto a mí y los alemanes con los que nos cruzábamos lo saludaban cordialmente: «¡Buenos días, señor Vasia!».
Más tarde la prensa de la Alemania Occidental, cargando las tintas contra las «atrocidades rusas», se esforzó en justificar el comportamiento servil de la población atribuyéndolo a un sentimiento lógico de miedo. A decir verdad, yo temía que después de todo lo que habían hecho los invasores en nuestro país los soldados del Ejército Rojo comenzaran a ajustar cuentas. En decenas de artículos repetía que no debíamos y no podíamos vengarnos: éramos soviéticos y no fascistas. Muchas veces vi a nuestros soldados pasar en silencio, con el ceño fruncido, junto a los refugiados. Nuestras patrullas protegían a los habitantes. Por supuesto, se produjeron casos de violencia, de saqueo. En cualquier ejército hay criminales, gamberros, borrachos; pero nuestro mando luchaba contra los episodios de violencia. No se puede explicar el servilismo de la población alemana por los abusos de los soldados rusos, sino únicamente por su confusión: su sueño se había derrumbado, se había acabado la disciplina, y gente que tenía la costumbre de marchar en orden se agitaba como un rebaño de ovejas asustadas. Yo me alegraba por la victoria, por el fin próximo de la guerra. Pero dondequiera que mirase veía escenas que me oprimían el corazón, y no sé si me abrumaban más las ruinas, los torbellinos de plumas sobre la ciudad o la humildad y sumisión de sus habitantes. En aquellos días lamenté la complicidad criminal entre las brutales SS y la tranquila señora Müller de Rastenburg, que nunca había matado a nadie pero sí se había beneficiado de ayuda doméstica a buen precio: Nastia de Oriol."
Una madre alemana cocina para su familia en una calle del Berlín de 1945 |
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