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domingo, 6 de diciembre de 2020

LAS MUJERES DE PICASSO. GUERNICA, de Gijs Van Hensbergen

 LAS MUJERES DE PICASSO. GUERNICA, de Gijs Van Hensbergen



De todos los motivos desarrollados en el Guernica , el de la Mujer llorando sería aquel al que Picasso volvería una y otra vez, como si tratara de algún modo de exorcizar sus sentimientos de culpa. Aunque casi siempre representaba a Dora, había veces en que Olga reaparecería gimiendo en el lienzo, mientras que Marie-Thérèse sollozaría calladamente en un boceto monocromo. En veintiséis ocasiones Picasso volvió a la representación de una mujer desesperada; la última, en octubre de 1939. La aflicción, la guerra y las mujeres de Picasso se habían ido fundiendo poco a poco en una sola cosa. El artista explicaría a Gilot la persistencia del motivo de esta mater dolorosa contemporánea:

 El artista no es tan libre como de alguna forma aparenta. Lo mismo sucede con los retratos que he hecho de Dora Maar. No podía hacer un retrato de su risa. Para mí, ella es la mujer llorosa. Durante años la he pintado de formas atormentadas, no con sadismo, ni tampoco con placer, sino únicamente obedeciendo a una visión que se imponía en mí. Era una realidad profunda, no superficial.

 Gilot estaba a punto de asumir el papel de Dora y convertirse en la pareja de Picasso, su proteico mentor y amigo. «Tú jamás has amado a nadie en tu vida. No sabes amar», protestaría amargamente Dora.

 Gilot recordaría claramente su primer encuentro con Picasso y Dora. La elegante Dora, con su larga boquilla en forma de trompeta, tan equilibrada y espiritual, que «se comportaba como si fuera la hostia». Picasso, con «sus cabellos grises y su mirada ausente (distraída o aburrida), que daba un aspecto introvertido, oriental, que me recordaba a la estatua del escriba egipcio del Louvre. Su manera de moverse, sin embargo, no tenía nada de escultural o fijo: gesticulaba, se retorcía y se volvía, se levantaba y se movía con rapidez de aquí para allá». Con la misma frecuencia que antes, el modus vivendi de Picasso iba a prefigurar en sus cuadros las futuras pasiones y acontecimientos de su vida. Dora tendría que presenciar ahora representada en lienzo la aparición de Françoise. «Mejor las lágrimas y la tragedia que cubrir con un modesto velo el nombre y el rostro de la mujer que ama», observaría Brassaï, que también había sido testigo de primera mano de los últimos momentos de la aventura con Dora. Como ocurría siempre con Picasso, todavía había que exprimir hasta el final el dolor y el menor resto de amor. A la sombra del Guernica , Dora y Marie-Thérèse, solo unos años antes, se habían enzarzado en una pelea. Pero esta vez ni Dora ni Françoise estaban dispuestas a pelearse. Dora se quedó pendiente del teléfono, en su piso de la rue de Savoie, rechazando cualquier invitación por si la llamaba Picasso. La dependencia y la intriga, y toda la serie de promesas rotas que habían trastornado a Dora, no dejaban de ser armas poderosas.

 Pero Françoise no estaba en absoluto convencida. Las técnicas de seducción de Picasso, ofreciéndose a «encerrarla en el ático», aislada del mundo, la espantaban. Todavía no estaba preparada para sumergirse en el mundo completamente absorbente de Picasso. Años después, Gilot describiría así el trato que daba el artista a sus numerosas «esposas»:

 Tenía una especie de complejo de Barba Azul que le hacía desear cortar todas las cabezas de todas las mujeres que había coleccionado en su pequeño museo privado. Prefería que la vida continuara y que todas aquellas mujeres que compartían su vida en un momento u otro siguieran dejando escapar pequeñas miradas y gritos de alegría o de dolor y haciendo unos cuantos gestos como muñecas descoyuntadas.

 Para Picasso, la ruptura con sus parejas solía ser completa. Sabartés observaba: «Cada vez que vuelve a empezar es para siempre, irremediablemente. ¡Esa es su fuerza! La clave de su juventud. Como la muda de una serpiente, abandona su antigua piel tras él e inicia una nueva existencia en otra parte. Después de haber cortado por lo sano, nunca se echa atrás. Su capacidad de olvidar es aún más fenomenal que su memoria». Eran aquellos a quienes se dejaba atrás, como Dora, los que quedaban aplastados por el peso de los recuerdos. Dora tenía todavía los frágiles dibujos, las pruebas de amor finamente elaboradas, los garabatos de arañas en la pared de la cocina y su casa de Ménerbes infestada de escorpiones. También conservaba su lugar en la historia como inspiración parcial y constancia del difícil nacimiento del Guernica . Pero se veía obligada a reconocer que ahora pertenecía ya firmemente al pasado. Françoise sabía de manera instintiva que entregándose de inmediato a Picasso y a su esquema de humillación se arriesgaba a perder su propia identidad. Y todavía era demasiado cautelosa para asumir ese riesgo.

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