EN EL CAMPO DE EXTERMINIO DE RAVENSBRUCK. PRISIONERA DE STALIN Y HITLER, de Margarete Buber-Neumann
En los años de mi prisión tuve oportunidad de ver a los seres «al desnudo». Observarse a uno mismo es muy difícil, y cuando se me pregunta cómo es posible que yo haya sobrevivido a siete años de campo de concentración, y de dónde he sacado fuerzas para ello, sólo puedo contestar que no se debe solamente a que soy una persona fuerte física y mentalmente, ni a que no perdiera nunca mi autoestima, sino a que siempre encontré seres que me necesitaban, nunca me faltó el regalo de la amistad y de las relaciones humanas. Excepto un cierto estrato de delincuentes comunes y antisociales, la mayoría de las arrojadas al campo de concentración eran amas de casa, madres, muchachas jóvenes, que variaban ciertamente de carácter, pero que eran personas completamente iguales a las que se encuentran en libertad. Aparte de las «políticas veteranas» y las testigos de Jehová, había en el campo, en los primeros años, un número relativamente pequeño de adversarias conscientes del nacionalsocialismo. Más tarde esta cifra se incrementó a causa de las mujeres pertenecientes al movimiento de resistencia en los países ocupados. A ellas les era menos penoso acostumbrarse a la vida en el campo, porque hasta entonces habían vivido en guerra. Además, la reclusión en el campo de concentración les daba nuevos ánimos, porque se cumplían sus deseos de ser una amenaza para el nacionalsocialismo. Esto aumentaba su autoestima. Pero el mayor núcleo de prisioneras lo constituían las inocentes que habían llegado a esta espantosa situación sin tener claros los motivos. Todas las detenidas tenían sus pensamientos fijos en lo que habían dejado: los hijos, los maridos, la familia. En este estado de profunda desesperación se llevaba a tales seres a un campo de concentración por tiempo indeterminado. Se les obligaba a realizar ejercicios militares, no tenían ya ni un minuto del día ni de la noche para sí mismas, estaban obligadas a renunciar a su propia individualidad, y cada palabra o cada paso las hacía tropezar con una criatura desconocida igualmente dolorida. Había quizás un par de personas en cada barracón por las que se sentían atraídas, pero la gran mayoría les eran insoportables en todas las manifestaciones de su vida. Eran personas adultas a las que se obligaba a permanecer en pie hasta helarse, a realizar trabajos duros; siempre bajo órdenes dadas a gritos y amenazas de golpes. Toda «ingresada» en el campo de concentración, fuera fuerte y sana o débil y sin resistencia, experimentaba una profunda conmoción. Los padecimientos de las ingresadas empeoraban de año en año en Ravensbrück y moría un alto porcentaje de cada remesa nueva.
Se precisaban meses —y algunas veces hasta años— para que se resignaran al hecho de ser prisioneras y que se amoldaran a la vida en el campo. Durante este proceso se modificaba por completo el carácter de las personas. Cada vez era menor el interés por el mundo y por el sufrimiento de los demás. La reacción ante acontecimientos terribles perdía tanto en intensidad como en duración. Al tener conocimiento de condenas a muerte, fusilamientos y mutilaciones la consternación duraba sólo unos minutos, pasados los cuales se les oían de nuevo risas y charlas sobre las cosas más triviales. En mí misma pude observar esta transformación. Recuerdo que en mis primeros tiempos en Ravensbrück, cuando durante el recuento se desmayaba alguna de las antisociales o la gitana —siempre la misma— sufría un ataque cardíaco, deseaba precipitarme en su ayuda y me desesperaba mi impotencia. Sin embargo, en 1944, cuando iba a la enfermería y me encontraba el pasillo repleto de agonizantes, pasaba entre ellas sin ocuparme de ver ni oír nada.
Afirma el cristianismo que el hombre es purificado y ennoblecido por el dolor. La vida en el campo de concentración ha demostrado lo contrario. Creo que no hay nada más peligroso que el sufrimiento, que un exceso de aflicción. Y la afirmación vale igualmente para el individuo aislado que para pueblos enteros. En el campo de concentración, no sólo experimentábamos la gran sacudida de la privación de libertad, sino la de los continuos padecimientos. Alguien dijo: «Los golpes son difíciles de soportar, pero mucho, mucho más intolerable es que todos los días te den pruebas de que no vales nada». Y eso es lo que nos ocurría allí. Eramos prisioneras y no podíamos replicar a las voces ni devolver los golpes; habíamos sido privadas de todo derecho. No pienso únicamente en las superiores que nos maltrataban, como las jefas de bloque y de departamento, sino también en las «simples prisioneras». Estábamos dominadas por envidias y rivalidades. Por simples cortezas de pan, o un trozo de algo mayor de margarina o de salchicha, se producían luchas a muerte. Entre dos «políticas veteranas» del bloque 1 culminó una de estas polémicas con una exclamación inaudita:
—¡Cuando estemos fuera de aquí, tendrás que responder ante el partido!
Las SS del campo de concentración alemán, igualmente que la NKVD en el ruso, aligeraban la represión de las prisioneras recluyendo juntas a las políticas, las de derecho común y las antisociales (en el campo de concentración alemán no se hizo esta selección hasta bastante tarde, cuando la afluencia de prisioneras obligó a variar los métodos), y concediendo a las prisioneras una llamada «autoadministración». Con estos métodos se hicieron más agudos los antagonismos entre las prisioneras, pues no pocas de las que se revestían de cargos abusaron de su poder en lugar de ponerlo al servicio de sus camaradas de cautiverio.
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