EL HOMBRE, UN LOBO PARA EL HOMBRE, de Janusz Bardach
Al cuarto día de estar en el aislador sucedió algo curioso: comencé a extrañar la mina. Extrañaba empujar la carretilla. Extrañaba el pico, la pala, el barracón lleno de gente y el campo, todo lo que había odiado. Incluso a pesar del trabajo, la suciedad, la violencia y la muerte sin sentido, quería volver a talar árboles o a trabajar en las minas. Al menos allí estaba con otras personas, algunas buenas y muchas malas, pero unas pocas que de verdad se preocupan por mí. La vida cotidiana por la supervivencia -cumplir con la cuota, no perder la ración completa, evitar el congelamiento, mantenerse fuerte a pesar del hambre constante, llevarse bien con el jefe de la brigada y sus compinches, no contrario a los urki ni a los guardias- a menudo me hacía pensar solo en mí mismo. No había lugar para sentimientos humanos como la amistad, la compasión o la generosidad. De ahí que hubiera tantas pelea, que se usará de los débiles. Todos buscaban a alguien con quien descargar la propia ir En Burepolom sentí que me convertía en otra persona, aislado de los demá,s menos capaz de ayudar a quien lo necesitaba. Empecé a perder lo que me habían inculcado desde pequeño: calor humano, sensibilidad, buena disposición para brindar ayuda... Mi humanidad y va disminuyendo.
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