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lunes, 18 de febrero de 2019

UN CABARET DE LA RDA. DE VIAJE POR EUROPA DEL ESTE, de Gabriel Garcia Marquez

UN CABARET DE LA RDA. DE VIAJE POR EUROPA DEL ESTE, de Gabriel Garcia Marquez

    "Ocupamos una mesa cerca a la pista. Un mozo de frac, ceremonioso y de maneras equívocas, se entendió con Sergio en alemán. El ambiente estaba para opio pero pedimos cognac. Mientras tanto, Franco pasó al salón del fondo en busca de los servicios sanitarios. Cuando regresó a la mesa Sergio bailaba un swing con una muchacha de la mesa vecina. Yo empezaba a aburrirme.

    –Anda al sanitario, dijo Franco. Aquello es sensacional.

    Yo pasé el salón del fondo. Había tres puertas marcadas: W.C. En la puerta del centro, reservada a las operaciones mayores, estaba lo que debía ver: un taxímetro conectado a la cerradura. Una mujer instalada en un escritorio esperaba la salida del cliente. El taxímetro marcaba 30 pfennig. Cuando el cliente salió puso los 30 pfennig en el platillo del escritorio y agregó una propina para la mujer.

    Al regreso me di cuenta de que el salón del fondo se prolongaba hacia la derecha en una laberíntica mezcolanza de la Divina Comedia y Salvador Dalí. Hombres y mujeres postrados de la borrachera protagonizaban escenas de amor, lentas y sin imaginación. Era gente joven. Yo no había visto nada igual en Saint Germain-des-Pres donde el existencialismo es un dispositivo que se monta en verano para los turistas. Hay más autenticidad en los bares de Via Margutta, en Roma, pero con menos amargura. No era un burdel, pues la prostitución está prohibida y severamente castigada en los países socialistas. Era un establecimiento del estado. Pero desde un punto de vista social era algo peor que un burdel.

    Al extremo del laberinto, iluminado con candelabros entre cortinas negras, el amor continuaba en un bar reservado. Algunos hombres solos bebían cognac. Otros dormían con la cabeza apoyada en el bar. Yo ocupé un taburete y pedí un cognac. Franco llegó en el instante en que uno de los hombres golpeó contra el mostrador la copa empuñada. Se hizo añicos. El hombre ni siquiera se miró la mano ensangrentada. Indiferente a la furiosa parrafada que le soltó la encargada del bar, sacó un pañuelo y lo empuñó en la mano herida. Con la otra tiró sobre el mostrador un rollo de billetes, sin contarlos, sin pronunciar una palabra.

    –Qué horror, murmuró Franco. Nunca había visto gente tan desesperada.
    
    Yo no sentía horror. Sentía lástima..."

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