LUNA DE LOBOS, de Julio Llamazares
Ahora, anochece ya de nuevo en las montañas. Las sombras se deslizan espesas y profundas. Se funden entre ellas tejiendo una sustancia vegetal —de helechos y de lluvia— que comienza a apoderarse lentamente del hayedo.
Pronto cantará el búho.
Durante largas horas, febril e intermitente, el búho ha cantado sin cesar por todos los hayedos, por todos los senderos, por todas las colladas de la noche. Lo ha hecho casi sin fe —sin descanso, pero sin fe—, empujado solamente por la angustia y la desesperanza.
Y durante largas horas también, por todos los hayedos, por todos los senderos, por todas las colladas de la noche un silencio tenaz, compacto, ha encontrado por única respuesta.
Ha sido al amanecer, cerca de la majada derruida del puerto de Amarza, cuando otro búho invisible ha respondido al fin a su llamada.
Casi a continuación, la figura de Ramiro aparece entre las tapias.
Sabía que, más tarde o más temprano, acabarías pasando por aquí.
Ha empezado a amanecer y una luz dulce y lechosa ilumina en su cara una sonrisa.
—Yo no estaba tan seguro de encontrarte. Vi cómo se llevaban en el caballo dos cadáveres.
El dueño del caserío y el Francés. Imagino que sería el Francés. Pasaron cerca de mí.
Y luego, sin dejar de sonreír:
—¿Sabes? Estuve a punto de confundirte.
—¿Con quién?
—Con el búho. Cantas ya tan bien como él.
—Sí, claro —le digo, recostándome, agotado, contra la tapia—. Y corro como el rebeco, y oigo como la liebre, y ataco con la astucia del lobo. Soy ya el mejor animal de todos estos montes.
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