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miércoles, 23 de diciembre de 2020

EL LIBRO DE MI DESTINO, de Parinoush Saniee

 EL LIBRO DE MI DESTINO, de Parinoush Saniee

Cuando murió mi abuela, sus hijos vendieron la casa familiar donde vivíamos y repartieron las ganancias. El tío Abbas le dijo a mi padre:

 —Hermano, éste ya no es un buen sitio para vivir. Haz las maletas y ven a Teherán. Uniremos nuestras partes y compraremos una tienda. Te alquilaré una casa cerca de la mía y trabajaremos juntos. Ven; empieza a construir tu propia vida. El único sitio donde puedes ganar dinero es en la capital.



 Al principio, mi hermano mayor, Mahmud, se opuso.

 —En Teherán, la fe y la religión son algo secundario —decía.

 Pero mi hermano Ahmad estaba contento.

 —Sí, tenemos que ir —insistía—. Al fin y al cabo, debemos labrarnos un futuro.

 —Pero pensad en las niñas —les advirtió madre—. En Teherán no encontrarán un marido decente, allí no conocemos a nadie. Todos nuestros amigos y parientes viven aquí. Masumeh tiene su certificado de primaria desde el año pasado y ya ha estudiado un año más de la cuenta. Va siendo hora de casarla. Y Fati debe empezar la escuela este año. Sólo Dios sabe qué sería de ella en Teherán. Todos dicen que las niñas criadas allí se estropean.

 —No se atreverá —dijo Alí, que cursaba cuarto grado—. ¿Acaso no estoy yo aquí? La vigilaré como un halcón y no dejaré que se desvíe. —Y le propinó una patada a Fati, que jugaba sentada en el suelo. Mi hermana se echó a llorar, pero nadie le hizo caso.

 —Eso son tonterías —repuse yo, yendo a abrazarla—. ¿Insinúas que todas las niñas de Teherán son malas?

 Mi hermano Ahmad, que adoraba Teherán, le gritó a Fati:

 —¡Cállate! —Entonces se volvió hacia los demás y añadió—: El problema es Masumeh. La casaremos aquí y nos iremos a Teherán. Así nos quitamos un problema de encima. Y Alí se encargará de vigilar a Fati. —Dio unas palmaditas en el hombro a Alí y, orgulloso, dijo que su hermano pequeño era honesto y actuaría responsablemente.

 Me sentí frustrada. Ahmad siempre se había opuesto a que yo fuera a la escuela. Como él era muy mal estudiante, suspendía un curso tras otro y había tenido que dejar los estudios; no quería que fuera más culta que él.

 A mi abuela, que en paz descanse, tampoco le gustaba que yo siguiera en el colegio, y siempre le estaba diciendo a mi madre: «Tu hija no tiene aptitudes. Cuando la cases, te la devolverán al cabo de un mes.» Y a mi padre: «¿Por qué sigues gastando dinero en esa niña? Las niñas son inútiles. Pertenecen a otro. Trabajas mucho, gastas mucho en ella, y al final tendrás que pagar mucho más para entregársela a otro hombre.»


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