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miércoles, 30 de diciembre de 2020

LA DISTANCIA ENTRE EL GENERAL Y EL SOLDADO. EN LAS TRINCHERAS, de Gaziel

LA DISTANCIA ENTRE EL GENERAL Y EL SOLDADO. EN LAS TRINCHERAS, de Gaziel

    Al comenzar a subir la colina, vemos algunos soldados que asoman la cabeza, como lagartijas, por las resquebrajaduras del terreno, y nos miran. El silencio es solemne, denso, casi sofocante. Al sentir la opresión de esta quietud traidora, recordamos la paz de la vivienda donde reside el general del sector. Nos parece que está lejos, extraordinariamente lejos, en una región remota y feliz. Nosotros vamos andando, ahora, por una de aquellas rayas tan finas que el general se limita a reseguir con el índice, sobre el plano, en el agradable retiro de su despacho... 
LOS BORBOTONES: El primer año de guerra
    Esta sensación nos abre el espíritu a una de las perspectivas más características de la guerra moderna. Se acabaron los tiempos de fraternidad militar, en que los jefes, aun los más altos e insignes, convivían con los pobres soldados, les hablaban a todas horas, les enardecían y daban ejemplo de valor en los momentos críticos y hasta, si era preciso, se ponían al frente de sus batallones para triunfar o morir con ellos. 

    Hoy todo es distinto. A medida que nos acercamos al frente, disminuyen los grados. El cuartel general, la residencia del jefe supremo, está mucho más cerca de París que de las trincheras. Luego vienen los comandantes de cuerpos de ejército; después los generales de sector, de división, de brigada, como otros tantos jalones sucesivos que nos acercan al frente. Todos ellos viven completamente alejados del peligro. En las avanzadas no hay más que coroneles; luego se encuentran los comandantes, luego los capitanes, oficiales menores y suboficiales. Y aquí, por fin, en las líneas extremas, donde ya apenas queda esperanza, donde hasta la quietud de una hora es presagio funesto, no hallamos más que el simple soldado, el pobre mártir que lo ignora todo, excepto su deber de morir en cualquier momento sin razonar ni chistar, cuando a los jefes propios o enemigos —después de recorrer con el índice, en sus tranquilos despachos, las líneas sinuosas de los mapas— se les antoja que es necesario descargar, sobre tal o cual parte, unas cuantas granadas.

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