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jueves, 2 de agosto de 2018

THE WHO EN WOODSTOCK. WHO I AM, de Pete Townshend

THE WHO EN WOODSTOCK. WHO I AM, de Pete Townshend 

   Volamos hasta Nueva York, y de ahí fuimos en coche a Woodstock.
  Los Who debíamos tocar el segundo día de festival, los últimos por detrás de Sly and the Family Stone y Janis Joplin. Alguien sugirió que, debido a problemas en las carreteras, era conveniente salir pronto hacia el enclave del festival. Karen y yo decidimos que la niña necesitaba calma y silencio, de modo que iría yo solo. Me puse las Doc Martens y el mono blanco, y nos subimos a una limusina. El chófer nos dijo que los helicópteros habían cesado su actividad cuando la empresa se dio cuenta de que no iba a cobrar. Las orejas de Wiggy despertaron como antenas. Era el encargado de recaudar nuestros honorarios.
  Nos llevó noventa minutos recorrer tres kilómetros por un camino tan embarrado que, a veces, debían empujarnos los asistentes. El camino estaba plagado de coches y motos desparramados, algunos con tiendas en su interior y otras pertenencias. Parecía como si la gente hubiera huido de un ataque aéreo. John y Keith se comportaban de modo extraño: no habíamos pasado más que quince minutos en el hotel y ya habían pillado droga.
  La escena que nos recibió en la zona del backstage era horrenda. Toda el área de aparcamiento era un cenagal espeso y gelatinoso, que había cubierto al personal técnico hasta las cejas en su penoso vaivén entre el lodo. Al salir del coche, resbalé y me hundí hasta las rodillas.
  No había camerinos, así que entramos en una tienda que disponía de una máquina de agua caliente, sobres de té, café instantáneo y un termo de café. Me serví y a los pocos minutos me di cuenta de que habían echado ácido en el agua. Estaba bastante diluido, pero cuando el viaje de baja intensidad empezó a dejarse notar, veinte minutos después, vi una foto de Meher Baba colgada en un poste telegráfico. Fue un instante hermoso. Por entonces, la imagen era ubicua: un Meher Baba joven, guapo, con el pelo largo, a la manera de Cristo. Lo vi como una señal de que todo iba a salir bien.
  Y entonces sucedió una tragedia. Mientras miraba la foto, un joven, descalzo y descamisado, completamente fuera de sí, saltó al techo de una ambulancia aparcada bajo el poste telegráfico y se puso a trepar ágilmente por él, unos diez metros. Al tocar la foto, pegó un grito y se precipitó de espaldas, aterrizando sobre la ambulancia. El poste telegráfico era, de hecho, del tendido eléctrico. Los servicios sanitarios se apresuraron a atender al joven inconsciente. Cuando acudí a la tienda de primeros auxilios para informarme, fue como adentrarme en el plató de la película M*A*S*H. Estaba repleto de literas donde yacían jóvenes que habían pillado un mal viaje, algunos heridos, y principalmente niños aterrados.
  Fuera de la tienda vi las caras de John y Keith que observaban desde la ventanilla trasera de un monovolumen y saludaban risueños; luego supe que sus pollas andaban metidas en las bocas de dos chicas.
   Me encaminé solo hasta el margen del prado donde se concentraba la mayoría del público. Se decía que más de un millón de personas había venido a Woodstock, y parecía como si la mitad de esa cifra anduviera desparramada por la colina. La luz se iba atenuando mientras me adentraba en una escena de bosque encantado: hadas desnudas bailando entre los árboles, camellos con bandejas de porros ya confeccionados, secantes de ácido, hachís, hierba y papel de liar.
  Mientras cruzaba el bosque aparecí en la explanada por donde se esparcía la mayoría de los campistas. Miles de ellos estaban sentados escuchando la música que resonaba de la colina desde el escenario, como en un anfiteatro natural. El sistema de sonido no estaba mal, pero tampoco estaba concebido para cubrir un área de aquella extensión. En ocasiones, alguien trataba de captarme o engatusarme; podía ser un alma perdida en pleno viaje, sonriente y cordial, o un chaval pasado de vueltas, como el del poste, exigiendo dinero o drogas, amenazador, que luego se piraba corriendo entre risas como un espíritu del bosque.
   El clímax de aquella noche fueron Sly and the Family Stone, que habían espoleado a la multitud a un cenagoso frenesí con el tema «I Want to Take You Higher». Más que ácido, probablemente estaban tomando coca: la música era apremiante, oscura y potente. En aquel momento, a primera hora de la mañana, Janis Joplin estaba acabando su bis, «Ball and Chain», que coronaría aquella última parte antes de entrar nosotros. En Monterrey había estado fabulosa, pero aquella noche no estaba en su mejor forma, debido probablemente al prolongado retraso y, probablemente también, al alcohol y heroína consumidos durante la espera. Pero, incluso en una noche floja, Janis era increíble.
    A medida que se acercaba nuestro turno, me preocupaba perder el efecto de las luces escénicas. Le pregunté a alguien a qué hora iba a salir el sol. Mientras disponíamos nuestro equipo y empezábamos a tocar, algunos de los asistentes empezaron a frotarse los ojos y a incorporarse de sus sacos de dormir. Como de costumbre, yo andaba aporreando como un poni desbocado, tratando de mantener afinada la Gibson SG y jugueteando sin parar con los amplificadores.
    El técnico de luces había elegido focos blancos para Roger, de modo que su melena rizada parecía arder como fuego dorado. Cantaba con los ojos muy cerrados. De pronto alguien apareció a sus pies con una cámara cinematográfica. Roger casi trastabilló, así que empujé al intruso al foso de la prensa frente al escenario. Resultó ser Michael Wadleigh, que filmaba el documental que sancionaría la leyenda definitiva de Woodstock.
   Más vulnerable que de costumbre, Roger se movía de un modo que parecía apelar a algo más hondo. El revoloteo con el micro y sus poses míticas sugieren frustración y dolor, al tiempo que el sudor le daba cierta pátina angelical como retratada por un maestro del Renacimiento. Por el contrario, John y Keith aparecían relajados. Habían tomado ácido y confraternizado con un par de más que amigables fans, y la cosa se notaba. Pero como músicos avezados que eran, podían seguirme perfectamente.
   Cuando empezamos a tocar «Acid Queen» me metí en mi personaje: me imaginaba como el gitano desalmado que había prometido a Tommy sanarle de su condición autista, pero que era en verdad un monstruo sexual y recurría a las drogas para doblegarlo. Mientras me dirigía al micro, alguien se plantó ante mí, intentando detener la música. Era Abbie Hoffman: «Todo esto es una puta mierda», gritó al micro, agitando los brazos frente al público. «Mi amigo [el poeta de Detroit] John Sinclair está en la cárcel por un porrillo y…». No fue más allá.
   Mientras yo seguía con la intro de «Acid Queen», sintiéndome perverso, le pegué con el clavijero de la guitarra para apartarlo. El extremo de una de las cuerdas debió lastimarle la piel porque reaccionó como si lo hubieran picado, y se retiró a sentarse de piernas cruzadas a un lado del escenario. Me perforaba con la mirada, y le sangraba el cuello.
   Terminé la canción y me acerqué a él.
   —Lo siento —dije.
   —Jódete —replicó, y abandonó el escenario.
   Siempre me mostraba absurdamente territorial con nuestro espacio escénico. Puede que aquello lo hubiera mamado de niño con la banda de mi padre, los Squadronaires; sea cual fuera el motivo, el escenario era sacrosanto.
   Para cuando tocamos «I’m Free», la mayor parte del público estaba en pie. Casi sin darnos cuenta, Roger se había puesto a cantar «See me, feel me, touch me, heal me» ante oleadas de jóvenes que sintonizaban con Tommy como música concebida, sin saberlo, para aquel tipo de festival, para aquel momento particular, para ellos. En un momento dado, Keith gritó: «¡Santo Dios, Pete! ¡Basta!». Yo me ensimismé en un largo solo de guitarra con acople, al tiempo que el cielo por detrás de la colina empezó a palidecer con las primeras luces del alba. Pletórico pero fatigado, golpeé varias veces la guitarra contra el suelo, la arrojé a la audiencia y los Who nos volvimos a Londres.
   Tenía que pasar algo de tiempo antes de que nos diéramos cuenta de que nuestra actuación en Woodstock —que podría fácilmente no haber existido— nos iba a aupar al Olimpo del rock americano, donde íbamos a permanecer un año tras otro, hasta entrado el siglo XXI. Todos los que habían acudido a Woodstock disfrutaron de sus músicos preferidos. Muchos que no estuvieron sentían de verdad como si hubieran estado. Woodstock —una puta mierda según el parecer de dos gruñones que estuvieron sobre el escenario: Abbie Hoffman y yo— acabó representando una revolución para los músicos y los amantes de la música. Hoy en día se celebran cuatrocientos cincuenta festivales musicales al año sólo en Gran Bretaña. Woodstock devino un modelo para lo que podían ser estas concentraciones. Y fue el documental maravillosamente montado de Mike Wadleigh lo que consolidó su legado para siempre. Hasta el barro se veía bonito.



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