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miércoles, 26 de abril de 2017

PARÍS 1908. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

PARÍS 1908. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

     "Recuerdo muy bien aquel día de diciembre, cuando al salir de la Estación del Norte me encontré en una plaza sucia y bulliciosa. Me sorprendió el viento. En él se percibía el hálito del mar, y me causó una sensación de alegría y excitación. Dejé las maletas en la consigna de la estación y experimenté en el acto un sentimiento de libertad. Lo cierto es que iba vestido de una manera bastante extravagante, pero nadie me prestaba atención y en aquellas primeras horas comprendí que en París era posible pasar desapercibido, pues nadie se interesa por los demás.
    Entré en un bar. Junto a un mostrador de zinc se erguían unos cocheros de cara roja y con sombrero de copa que tomaban unas bebidas misteriosas de color púrpura o verde. Me acordé de los cocheros moscovitas y el corazón me dio un vuelco: estos de París no hablaban de la avena… Pedí café. La patrona me preguntó algo, y yo no la comprendí. (Estaba convencido de que sabía francés, lo había estudiado en el instituto y había tomado clases particulares, pero descubrí que sólo conocía algunos cientos de palabras que Racine había utilizado en sus tragedias y que ignoraba las imprescindibles para la vida cotidiana). Me sirvieron café negro en una copa y un vasito de ron. Lo bebí a pesar de mi aprensión.
    Sabía que los emigrados rusos vivían en los alrededores del Barrio Latino, así que pregunté a un policía cómo podía ir hasta allí, y éste me señaló un ómnibus: en París volví a encontrar nuestros tranvías de tracción animal, con la diferencia de que éstos no circulaban sobre raíles y constaban de dos pisos. Me subí a la imperial y me senté al lado del cochero. Sostenía en la mano un largo látigo y se adormecía de vez en cuando; en su labio inferior temblaba la colilla apagada de un cigarrillo. Al despertar se ponía a cantar y, como despertaba a menudo, al fin comprendí las primeras palabras de la canción: «El corazón del cíngaro es un volcán». Debía de rondar los sesenta años, y a mí me dio la impresión de que era no ya viejo, sino antiguo, y de un color ceniciento como las casas de París.
    El camino era largo: de un extremo a otro de la ciudad. Cruzamos los grandes bulevares, que en aquel entonces eran el centro de París. De repente me di cuenta de que allí no sólo las costumbres eran diferentes sino que el calendario tampoco era el mismo que en Rusia: era el 20 de diciembre, se acercaba Navidad; había anuncios de regalos y cenas de gala por doquier. En los bulevares vi numerosos tenderetes: en algunos de ellos se vendían toda clase de objetos; en otros distinguí unos juegos enormes que no supe reconocer: eran ruletas.
    En las esquinas de las calles había cantantes que, partitura en mano, interpretaban algo melancólico, mientras los curiosos se agolpaban a su alrededor y repetían el estribillo. En las aceras se apilaban camas, aparadores, armarios, todo el género de las tiendas de muebles. En general todos los artículos estaban en la calle: carne, quesos, naranjas, sombreros, botas, cacerolas. Me asombró la gran cantidad de urinarios; se podía leer en ellos: «Menier, el mejor chocolate», y debajo se distinguían los pantalones rojos de los soldados. El viento era frío, pero la gente no se apresuraba, sino que paseaba, no iba a un lugar determinado.
    Los cafés tenían terrazas, y en muchas de ellas humeaban los braseros junto a los cuales se sentaban unos ancianos con aire respetable. Tuve ganas de escribir a Asia, a mis hermanas, a Nadia Lvova, para decirles que en París calentaban las calles. ¡Nadie me creería!
    En el boulevard Sébastopol vi un tranvía de vapor que emitía un trágico silbido. Los cocheros gritaban y restallaban los látigos. No había calesas, los coches de punto tenían la carrocería cerrada como el del gobernador general de Moscú. En uno de ellos vi a una pareja besándose y volví la cabeza a toda prisa para no molestarlos. De vez en cuando cruzaban la calle unos coches sin caballos con gran estruendo y dando bocinazos. Los caballos, asustados, se apartaban.
    Di una moneda de plata al revisor; él la mordió para comprobar su calidad y, al ver mi sorpresa, me sonrió alegremente. Nunca había visto a tanta gente en la calle. Moscú me parecía ya el recuerdo de una infancia agradable y tranquila.
(...)
    Se vendían castañas asadas. Empezó a lloviznar. La hierba del Jardín de Luxemburgo era de un verde claro precioso. ¡En diciembre! Tenía mucho calor con el abrigo enguatado. (Había dejado las botas y el gorro de piel en el hotel). Resaltaban las carteleras vistosas. Todo el tiempo me daba la impresión de estar en el teatro.
    He vivido mucho tiempo en París, y diferentes acontecimientos, numerosos rostros y retazos de frases se han confundido en mi memoria; pero mi primer día en París sigue intacto en mi recuerdo: la ciudad me impresionó. Lo más asombroso es que París sigue siendo igual que antes. Moscú está irreconocible, pero París no ha cambiado. Ahora, cuando voy a París, me invade una tristeza indescriptible: la ciudad es la misma, soy yo el que ha cambiado; me resulta difícil recorrer las calles que conozco, pues son las calles de mi juventud. Es cierto que desde hace mucho tiempo ya no hay coches de punto ni ómnibus, ni tranvías de vapor, que los letreros de neón son mucho más brillantes que antes, que se ha vuelto raro ver un café con bancos de cuero o de terciopelo rojo; quedan pocos urinarios, pues se han escondido bajo tierra. Pero todo esto son meros detalles. Como antes, la gente continúa haciendo vida en la calle, los enamorados se besan donde les apetece y nadie presta atención a los demás. Las casas viejas no han cambiado: ¿qué representa para ellas medio siglo? A su edad, no lo sienten. El mundo ha cambiado, huelga decirlo, y es evidente que también los parisinos deben de pensar en muchas cosas cuya existencia ni siquiera sospechaban, como la bomba atómica, los sistemas acelerados de producción y el comunismo. Pero a pesar de sus nuevas ideas, siguen siendo parisinos, y estoy convencido de que aún hoy un joven soviético de dieciocho años que llegara a París se quedaría de una pieza, como yo en 1908, y exclamaría: «¡Es un auténtico teatro!»."
Dégal (La rue de Richelieu), 1904 by Paul Schulz

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