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lunes, 11 de marzo de 2019

VIDA, de Keith Richards

VIDA, de Keith Richards 

    "Por aquel entonces, no paraba de absorber música de aquí y de allá, aunque sin saberlo. Inglaterra era un país envuelto en niebla, sí, pero es que además la niebla también se instalaba entre las personas: no se mostraban las emociones, la verdad es que en general se hablaba poco y, cuando se hablaba, era alrededor de las cosas, con códigos y eufemismos… Había cosas que no se podían decir, ni siquiera aludir a ellas. Todo aquello era todavía el poso de la era victoriana y quedaba maravillosamente reflejado en las películas en blanco y negro de los sesenta como Sábado noche, domingo mañana y El ingenuo salvaje. La vida era en blanco y negro; el tecnicolor estaba a la vuelta de la esquina pero en 1959 todavía no había llegado. Y, aun con todo, la gente quiere llegar al otro, al corazón del otro, por eso existe la música: si no eres capaz de decirlo, cántalo. No hay más que escuchar las canciones de aquella época: tremendamente mordaces por un lado y románticas por otro, y que intentaban decir cosas que no se podían decir en prosa ni sobre el papel: «Hace bueno. Ya son las siete y media y el viento ha parado. PD: Te quiero». 

    Doris era diferente porque, igual que a Gus, le encantaba la música. A los cuatro o cinco años, al acabar la guerra, yo ya escuchaba a Ella Fitzgerald, Sarah Vaughan, Big Bill Broonzy, Louis Armstrong. Era una música que simplemente me llegaba, era lo que escuchaba todos los días porque era lo que ponía mi madre en la radio. Creo que habría acabado descubriéndola yo de no haber sido el caso, pero mi madre me entrenó el oído para tirar siempre hacia el barrio negro de la ciudad sin ni tan siquiera saber que lo estaba haciendo. Yo entonces no tenía la menor idea de si los cantantes eran blancos, negros o verdes pero, al cabo de un tiempo, si tienes un mínimo de oído musical, acabas notando la diferencia entre «ain’t That a Shame» cantada por Pat Boone y «ain’t That a Shame» cantada por Fats Domino. No es que Pat Boone fuera malo, de hecho cantaba muy bien, pero sonaba artificial, tenía poca profundidad, en cambio la versión de Fats era tan natural… A Doris también le gustaba la música de Gus, que solía recomendarle que escuchara a Stephane Grappelli, al Hot Club de Django Reinhardt (esa maravillosa guitarra de swing) y a Bix Beirderbecke. A ella le gustaba el swing tirando a jazz. Unos años después, le encantaba ir a escuchar a Charlie Watts al club de jazz de Ronnie Scott. 

    Tardamos mucho en tener tocadiscos así que, en casa, casi toda la música la oíamos en la radio, sobre todo en la BBC; mi madre era una maestra del dial. Había algunos artistas británicos buenísimos, tipos que tocaban en las orquestas de baile del norte y actuaban también en programas de variedades. Muy buenos. No eran precisamente mancos. Si había algo bueno por ahí, mi madre lo descubría. Así que me crié en ese ambiente buscando sin descanso música nueva. Ella siempre opinaba sobre quién era bueno y quién era malo, hasta cuando estaba conmigo. Tenía oído para la música, mucho oído. A veces oía cantar a alguien y comentaba «aulladora», cuando a todos los demás les parecía una soprano excelente. Esto era antes de que hubiera televisión. Crecí escuchando música realmente buena, incluyendo también un poco de Mozart y Bach de música de fondo, aunque en su día no entendí nada, pero aun así fue calando. Puede decirse que era una auténtica esponja musical, y además me fascinaba ver a la gente tocar: si había alguien tocando en la calle, indefectiblemente acababa acercándome, o me ponía al lado del pianista en el pub, donde fuera. Mis oídos lo iban asimilando todo, nota por nota. No importaba si desafinaban o no: había notas musicales, había ritmo y armonías, y todo eso empezaba a dar vueltas en mi cabeza. Era algo muy parecido a una droga. De hecho, era una droga mucho más potente que el caballo: el caballo siempre lo puedes dejar, la música no. Una nota lleva a la otra y nunca sabes exactamente qué viene después, y tampoco quieres. Es como caminar por una bellísima cuerda floja. 

    Creo que el primer single que me compré fue «Long Tall Sally» de Little Richard, una canción fantástica, incluso hoy. Las buenas, con el tiempo se hacen mejores. Pero la que me hizo despegar de verdad, la que fue como una explosión en medio de la oscuridad, la oí en Radio Luxemburgo una noche que estaba escuchando música en un transistor pequeñajo que tenía, cuando se suponía que ya estaba en la cama y dormido: «Heartbreak Hotel». Esa fue la que me dejó sin palabras. No la había oído nunca antes, ni esa canción ni nada parecido. Jamás había oído hablar de Elvis. Fue casi como si hubiera estado esperando a que ocurriera algo así. Cuando me desperté al día siguiente era otra persona; de repente, había tanto que escuchar que me abrumaba: Buddy Holly, Eddie Cochran, Little Richard, Fats… Radio Luxemburgo era conocida por lo difícil que era no perder la señal: yo tenía un trasto pequeño con antena y me pasaba las horas dando vueltas por la habitación con la radio pegada a la oreja mientras movía la antena, y todo eso sin hacer ruido porque si no iba a despertar a mis padres. Si conseguía tener buena señal, entonces me podía meter en la cama con la radio, dejando la antena fuera para moverla de vez en cuando si hacía falta. Se suponía que tenía que estar durmiendo; se suponía que tenía que ir al colegio a la mañana siguiente… Ponían muchos anuncios de James Walker («sus joyeros de confianza a la vuelta de la esquina») y también de las casas de apuestas irlandesas, con las que Radio Lux tenía algún tipo de acuerdo. La señal era perfecta durante los anuncios… «Y ahora vamos a escuchar a Fats Domino cantando “Blueberry Hill”» y… ¡joder, se iba la señal! 

    Y también ponían cosas como «Since My Baby Left Me». Era el sonido, eso fue el detonante: fue el primer rock and roll que escuché en mi vida y era completamente diferente, en la manera de interpretar; era un sonido totalmente distinto, descarnado, calcinado, nada de gilipolleces; ni violines ni coros femeninos ni sensiblerías; era completamente distinto, desnudo, iba directamente a unas raíces que sospechabas que estaban ahí pero que todavía no habías escuchado. Tengo que quitarme el sombrero ante Elvis por eso. El silencio es el lienzo en blanco, el marco, sobre lo que trabajas; y no tratas de ahogarlo. Eso fue «Heartbreak Hotel» para mí: la primera vez que oía algo tan profundamente marcado. Así que no pude evitar ponerme a investigar sobre lo que había estado haciendo aquel tío antes. Por suerte me quedé con el nombre porque la señal de Radio Luxemburgo volvió justo a tiempo: «Hemos escuchado a Elvis Presley interpretando “Heartbreak Hotel”». ¡Joooder! 

    Hacia 1959 (yo tenía quince años), Doris me compró mi primera guitarra..."


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