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miércoles, 26 de julio de 2017

LA GUERRA Y STALIN. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

LA GUERRA Y STALIN. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

    "«Se ha acabado», les repetía a Liuba, a Irina, a los Sávich, a conocidos y a extraños. No encuentro palabras para expresar cuánto llegué a odiar la guerra. De todas las empresas humanas, a menudo crueles e insensatas, es la más maldita. No tiene justificación alguna, y todas las especulaciones de que la guerra forma parte de la naturaleza humana o de que es la escuela de la valentía, todos los Kipling y kiplingianos, todo el romanticismo de las «conversaciones viriles en torno a una hoguera», no bastan para superar el horror de las matanzas al por mayor, el destino de las generaciones arrancadas de raíz.
    Por la tarde transmitieron el discurso de Stalin. Era breve y seguro: no se notaba emoción alguna en su voz, no nos llamó «hermanos», como el 3 de julio del 1941, sino «compatriotas». Tronaron unas salvas inauditas: mil cañones disparaban sin descanso, los cristales de las ventanas temblaron, pero yo pensaba en el discurso. Su falta de cordialidad, aunque me entristeció, no me sorprendió. Es el generalísimo, el vencedor. ¿Para qué quiere las emociones? La gente que escuchaba el discurso exclamaba con devoción: «¡Viva Stalin!». Esto también había dejado de asombrarme desde hacía tiempo, me había acostumbrado a que, por un lado, existieran las personas, con sus alegrías y pesares, y, por otro lado, en algún lugar muy por encima de todo esto, estuviera Stalin. Se le podía ver a lo lejos dos veces al año, cuando subía a la tribuna del Mausoleo. Quería que la humanidad progresara. Guiaba a la gente, decidía sus destinos. Yo mismo escribí sobre Stalin, el vencedor. Porque era él quien nos había llevado a la victoria. Los antiguos judíos nunca creyeron que Dios quisiera a los hombres: sabían que, tras una apuesta con Satanás, Jehová había matado a todos los hijos e hijas del pío Job, lo había arruinado y le había enviado la lepra sólo para demostrar que se mantendría fiel a su amo. No consideraban bueno a su Dios, lo consideraban omnipotente y lo veneraban hasta el punto de no atreverse a pronunciar su nombre. En su día, V. V. Veresáiev me dijo: «En la catedral de San Pedro hay una estatua del apóstol. Su zapato se ha desgastado de tantos besos, el metal no ha resistido. Por supuesto, podemos cuestionar la santidad de Pedro, pero ese zapato impresiona: los labios han resultado ser más poderosos que el bronce». En contra de la costumbre judía, el nombre de Stalin se pronunciaba sin parar: no como el nombre de una persona querida, sino como un rezo, un conjuro, un voto. Veresáiev tenía razón al hablar del zapato. Al escribir sobre Stalin, pensaba en los soldados que creían en ese hombre, en los guerrilleros o en los rehenes, en las cartas redactadas ante una muerte inminente que acababan con las palabras: «¡Viva Stalin!». Mucho más tarde Borís Slutski escribió: «Y a vosotros, ¿listos y eruditos? ¡Hombres sabios, cultos y letrados! Os tomaron el pelo, como a niñas, os arrastraron de la mano, como a insensatos»."

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